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MEDIO SIGLO
DE TRATAMIENTOS PSICOANALITICOS EN LA ARGENTINA
El año 2000 nos encuentra unidos al diván

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Femineidad: “El debate enfrentó a un Freud machista, que no veía otro ordenador que la envidia del pene, y una Melanie Klein feminista”.

El autor propone una historia y balance de los tratamientos psicoanalíticos en Buenos Aires, a lo largo de los últimos 50 años, desde cuando “se sabía demasiado” hasta un tiempo de sesiones “menos frecuentes” y quizá “más eficaces”.


Por Sergio Rodríguez *

1950, Buenos Aires, incipiente Villa Freud. Un candidato de APA entra en el consultorio de su analista, ritual que repite 50 minutos cuatro veces por semana. Sabe que así será durante cuatro años y medio aproximadamente. El didacta también lo sabe. Como eso le ocurre con toda su agenda de pacientes, también sabe que si le piden una nueva hora, tendrá que hacer ingresar al peticionante en una lista de espera.Sus honorarios se sabe cuáles son y que serán aumentados progresiva y regularmente en el curso del análisis; lo que se sabe, dará lugar a resistencias e interpretaciones sobre el tema del dinero y por lo tanto de la analidad, que no es lo mismo que la pulsión anal (la diferencia es la que hay entre personalidad y sujeto del inconsciente).Como es lunes, se sabe que habrá alguna interpretación sobre la depresión del fin de semana, y como se acerca febrero, sobre la de las vacaciones. Como podemos observar, anticipadamente, se sabía demasiado. Lo que podía aburrir y estimular ganas de obtener el alta lo antes posible (claro que dentro del tiempo reglamentario). Pero este paciente imaginario, que alguna vez existió efectivamente, no podía sacarse el maldito vicio de fumar, sabiendo que para el didacta eso era causa suficiente para no otorgar aquélla. Así que, desesperado, fumaba antes de entrar a sesión, para no hacerlo en ella. Luego, algunas pastillas de menta disimulaban el aliento tabáquico. Ya en ella, podía ocurrir que se torturara, porque lo primero que se le ocurría era la cuestión de la disimulación del tabaquismo, lo que lo hundía en un silencio pertinaz. A lo que el didacta, sin inmutarse, respondía igual toda la hora. Salía entonces malhumorado, pensando que la había desperdiciado por el maldito cigarrillo. También admirado por la capacidad de aquél para soportar el silencio. Eran épocas en las que se consideraba que el final del análisis proveía una bendita identificación con el analista.1980: el rodrigazo y sucesivas inflaciones habían sacudido a Buenos Aires y otros lugares del mundo. El huracán lacaniano, desde las catacumbas, ponía en cuestión los saberes previos. La rajadura que habían producido en los 70 los grupos Plataforma y Documento en APA abrió la necesaria inconsistencia en el discurso del Otro, que facilitó a las nuevas camadas, y a algunos de los viejos, elegir estudiar el discurso de Lacan. Difícil, alambicado, pero realmente atractivo, llevaba verdaderamente a analizar y reabrir, fecundamente, debates claves para el siglo, sobre la cultura, la sociedad, la política. El debate de los años 30 sobre las mujeres enfrentó a un Freud un poco machista, que no veía otro ordenador para la femineidad que la envidia del pene, y una Melanie Klein feminista, que la suponía sólo defensiva. Lacan va a advertir que en las mujeres late el deseo de ser mujer, obviedad que saca a estos análisis de la rivalidad imaginaria.Durante los 80, egreso en masa de estudiantes de psicología volcados a la práctica analítica y a pelear por su ley de incumbencias que los sacaría de ser las cenicientas de los médicos. Poblaron hospitales, psiquiátricos, obras sociales e incipientes prepagos.Analizarse dejó de ser lujo de una elite y pasó a extenderse (con las limitaciones que esas instituciones estipulan) a capas mucho más amplias de la población. En París, se bautizó a Buenos Aires: capital del psicoanálisis (significante de llamativa plurisemia). Los honorarios exigían, en la mayoría de los casos, ser recontratados mes por mes debido a las inflaciones. Se espació la regularidad de las sesiones, de cuatro a tres, de tres a dos, de dos a una. El tiempo de éstas comenzó a ser tomado a veces mejor, a veces peor, por la formalización del tiempo lógico promovida por el maestro francés. En pasillos y supervisiones se escuchabacada vez menos: ¿qué material trajo? Y más: ¿qué escuchaste? Se estaba dejando la lectura de los dichos de los pacientes desde la doctrina y con interpretaciones analógicas e icónicas, para volver a la freudiana escucha de la letra y el significante, rescatada por Lacan.Allá por 1984, la camada joven del lacanismo francés encabezada por Jacques-Alain Miller arrimaba el acto analítico, apoyándose en el seminario que con ese nombre había dictado Lacan, y replanteaba la problemática del fin del análisis. Ambas propuestas sacaban a éste de ser un mero ejercicio intelectual que lo eternizaba, y promovían un nuevo modo de practicar la clínica, más interesado en los actos del sujeto. Hasta ese momento, la palabra actuación era una mala palabra en el imaginario psicoanalítico. Por la vía de Lacan, Ferenczi y Winnicott volvían remozados. Este movimiento fue y es dificultoso. A algunos los llevó a perder la brújula de la primacía del significante, con lo que las supuestas intervenciones se transformaban en aventuras arbitrarias. También a creer que la interpretación no es un acto analítico. Otros, que llegan tarde a dicha elaboración pues entonces la rechazaron, confunden inefable con reprimido, y carne del cuerpo con real, suponiendo que éste puede ser realizado sin concurso del significante.Entrados los 90, algunos sectores olvidaron el rechazo de Lacan a la nominación sajona de borderline, y comenzaron a hablar de: estructuras o patología de bordes y a ceder a la presión del manual diagnóstico DSM IV, armando especializaciones sobre bulimias, anorexias, toxicomanías (adicciones), psicosomáticas. Vuelven a centrar el psicoanálisis en las identificaciones y modalidades de goce. Arrasan con la causa: la función y singularidad de los deseos inconscientes. Se toma como patologías de fin de siglo lo descripto por Bleger en Simbiosis y ambigüedad en 1963, y que aparece en casos de Freud en 1895.Se les escapa que de que de lo que se trata es de que, al haber ampliado Lacan la formalización, formulización y topologización de las estructuras del sujeto, ha generado nuevas condiciones de posibilidad para entender cuadros que, o no se podían entender o, al comprendérselos desde el marco de las estructuras neuróticas, o de descripciones fenomenológicas como la noción de “núcleos psicóticos”, se equivocaba el tratamiento. Con riesgo de iatrogenia, en particular en psicosis y esquizofrenias.La conceptualización de Lacan sobre el significante del Nombre-del-Padre y su articulación en tres registros anudados borromeicamente y sin posibilidad de no fallar, aunque zurcible por la función reanudadora del cuarto nudo (sinthôme), facilitó repensar y reubicar dichos tratamientos, y los que aparecen en las fronteras.Una de las dificultades mayores: la instalación y el sostenimiento de los análisis, o sea el manejo de la transferencia y la resistencia, y cómo situar y utilizar lo que se dio en llamar contratransferencia. Del lado kleiniano, predominaba la idea que todo era interpretable, y en el aquí y ahora conmigo. De donde lo interpretable resultaba, no tanto de formaciones del inconsciente como de lo que pudiera encontrarse como analogable a algo ocurrido en la relación analítica. La atención estaba puesta en imágenes y analogías más que en fallas, repeticiones o insistencias en el discurso. La indicación de interpretar primero la resistencia y después lo resistido transformaba a los análisis en discurso universitario, con consecuencias lógicas de fascinación y/o tensión agresiva, imposibles de analizar. Agreguemos que en las posiciones más extremas se consideraba que sentimientos, ideas y acciones del analista eran productos de lo que el paciente le inoculaba. El análisis quedaba encerrado así en capturas imaginarias.Lacan relanza la praxis con su indicación de centrarse en la interpretación del deseo, de lo reprimido y no de la resistencia. En vez de sostener el espejismo reinante post mortem de Freud, descentra al yo einsiste, al igual que el fundador, en que lo inconsciente desea hacerse escuchar. Elabora el concepto de deseo del analista. Le recuerda que es suya la responsabilidad de las curas que conduce –la resistencia es la resistencia del analista– y lo retira de la prisión contratransferencial.Fernando Ulloa entre nosotros va a insistir sobre la importancia de que el psicoanalista no rechace sentimientos y asociaciones que le surjan mientras escucha, pero para abstenerse de usarlos hasta que aparezca lo impensado, que por vía de la interpretación dispare en el paciente lo impensable.La aportación más importante de Lacan a la práctica fue el desenvolvimiento de la posición y función del analista, planteando que debe colocarse en semblant de objeto causa de deseo, para sostener la transferencia del analizante y su deseo de analizarse. Propuesta que rompe con la estrategia del analista pasivo, hiperabstinente, silencioso, gris, opaco, neutro, de absoluta neutralidad. Después de plantear, en “La dirección de la cura”, la táctica de la vacilación calculada, agrega en 1974: “Entonces relájense, sean más naturales cuando reciban a alguien que viene a pedirles un análisis. No se sientan tan obligados a mostrarse de cuello duro. Incluso como bufones que están justificados en ser bufones. (...) Soy un payaso. Tómenlo como ejemplo, ¡y no me imiten!”. En estos finales de siglo, las sesiones son menos frecuentes, suelen durar menos; los análisis resultan menos caros, pero, si están bien conducidos y la estructura del paciente lo permite, resultan mucho más eficaces que cuando los obsesivizaron las normas IPA. Como vemos, el siglo se enriqueció gracias a lo que aportaron a la cultura: Freud, Lacan, Winnicott, Ferenczi, Abraham, Klein, Reich y muchos otros. * Fragmento de un trabajo presentado en las Jornadas de Psyche Navegante, 1999.

 


 

ACERCA DEL TERRORISMO
DE ESTADO Y LA RESPONSABILIDAD CIVIL“
La sociedad perdió el hilo del mal”

Por Teodoro Pablo Lecman *

Las teorías de los dos demonios, del término medio, del mal menor y de la democracia conseguida suelen transmitir el miedo y la ignorancia; intentan evitar el dolor de conocer, cuando ponen punto final en lo que recién se empieza; transforman la obediencia de muerte en obediencia debida; indultan borrando y confundiendo, sumergiéndonos a todos en la misma culpa oscura.Dividir las culpas en varios tipos, al estilo Jaspers, del mismo modo que pretender hacer una estética surrealista o una voluntad de poder de la responsabilidad masiva en el nazismo (como lo hace Syberberg en su film Hitler, de tintes veladamente antisemitas) suele indicar una mala conciencia. Eventualmente, a veces, la relación víctima-victimario converge en la paradójica unión del espanto (Borges, “... será por eso que la quiero tanto”) como la de Heidegger y Arendt y otras peores sucedidas en la ESMA. Pero en la mayoría de los casos la víctima sale de allí con la dignidad de su condición humana bien alta. ¿Y el verdugo? Si el hombre es el lobo del hombre, entonces, el verdugo, ¿no es un hombre? Sí lo es, ya que sabemos que tal expresión es una metáfora. Sigue siéndolo, lamentablemente, cuando decimos que Pinochet es una hiena. Por rara coincidencia, el médico torturador, candidato a analista, encubierto por Cabernite, su didacta brasileño, y apañado por Leclaire y la IPA hasta la tardía expulsión del didacta (en el caso de la denuncia de Besserman Vianna), se llamaba Amílcar Lobo, con todas las letras.Recuerdo que, en 1972, en la Coordinadora de Trabajadores de la Salud Mental, trabajábamos un texto de Werner Kemper sobre la “alianza terapéutica”: luego nos enteramos de que es el mismo Kemper, médico nazi, funcionario de Göring, que “sanó” el psicoanálisis en Alemania y que huyó a Brasil apareciendo allí como didacta de la IPA y analista a su vez de Cabernite. Obviamente, se trataba de la alianza de las partes sanas y de una cadena de “sanadores”.Confundir, invertir la situación, declarar culpable a la víctima e incitador al violado, adjudicar mezquinos intereses personales o de grupo ha sido siempre la táctica de los “torsionarios”.¿Cómo se conoce entonces la propia historia, sin caer en la mentira, la parodia o la asepsia de un discurso científico tributario del discurso tecnocrático universal?: por responsabilidad (lo mismo que llama a un sujeto, y a un analista a su lugar). La responsabilidad es individual, compete a lo que hizo o no cada uno como base material real del abstracto colectivo social. Las tendencias colectivas, las mentalidades, los espíritus de las épocas y las subjetividades abstractas son conceptos que ayudan a entender la psicología de las masas, y cómo se corporiza en un aglomerado, grupo o clase el interés político, económico y social, o cómo se da, en una función simbólica determinada, la condensación de múltiples determinaciones que vehiculizan la tendencia al egoísmo del ser humano, y, lo que es más peligroso, la oportunidad para robar, explotar, torturar y asesinar a su prójimo (Malestar en la cultura, Freud).En el análisis del mal, observamos dos lados: el político general y el personal, y ambos se interpenetran. A diferencia de lo que sostuvo Hugo Vezzetti en esta misma sección el 8 de julio pasado, la gente no “proyectó el mal” gracias al corte de la “restauración democrática” y el Juicio a las Juntas, sino que perdió el hilo del mal con la obediencia debida, el punto final y los indultos. Y con la herencia posproceso, que es esta democracia tutelada donde se reparte la cosa pública como prebenda, se remata el patrimonio nacional y se impone el new way of life a las nuevas generaciones.30.000 desaparecieron (y no eran cultores de la violencia, sino que ejercían el legítimo derecho a la sublevación contra la injusticia, o criticaban o simplemente eran inocentes), otros sufrieron el exilio exterior o el doloroso exilio interior, tratando de conservar los pedazos de una dignidad muy degradada por la experiencia del terror (como dice Jorge Semprún, no se sobrevive, se viene de la muerte). Esto es parte de nuestra historia y nuestra memoria.Las consecuencias sobre la patología individual y las historias personales se registraron entonces y se siguen registrando todos los días: este miedo light, este pánico difuso o esta violencia arbitraria son restos del terror cuidadosamente administrado que prende fuertemente en el terror básico y el desamparo de la criatura humana. Las articulaciones se escriben o se escribirán en las hetero y autobiografías que son al mismo tiempo las anécdotas e historias de vida, y los relatos del análisis. En el campo del psicoanálisis se hace necesario entender que el trauma histórico se articula con el trauma personal, que la concepción de la historia y la política entra en los conceptos psicoanalíticos y no es periférica. El psicoanálisis en sí mismo, en la más absurda de las intimidades –el consultorio–, o en la sociedad analítica, opera en un campo político (“exquisitamente social”, donde “aúllan los leones”, le escribió Freud a Groddeck). El uso de Freud o de Lacan como tutela del país jardín de infantes no es viable, es una neocontinuación del discurso de los próceres, una justificación tecnocrática o una filosofía elitista.En el campo de las consecuencias personales, lo primero que surge es que el trauma aniquila y recordarlo provoca un dolor mortal: lo supieron Primo Levi y Semprún, y todos los torturados. Un paciente trabajo de memoria y reconstrucción, llevado por la solidaridad, que es un amor sublimado y discreto (“una discreta fraternidad”, Lacan), se impone, así como situar la verdad personal en el seno de la verdad histórica. Llegar al núcleo de nuestro ser (Kern unseres Wesen, Freud) implica aceptar lo más rechazado de nosotros mismos: en ese légamo último, en ese limbo ético del inconsciente (Seminario XI, Lacan) lo histórico y ahistórico se anudan.Cuerpo y símbolo se relanzan mutuamente en el entretejido de la vida y la memoria, pidiéndole uno al otro algo que no alcanza. Nuestra tarea allí sólo puede ser la de las luces, antes de la última oscuridad, y para pasarles la antorcha a los que vendrán. * Psicoanalista. Profesor en la UBA. Autor de Cuerpo y símbolo.

 

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