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Una entrevista a Ian McEwan
 

Apenas irrumpió con la feroz colección de cuentos Primer amor, últimos ritos, hace casi veinticinco años, Ian McEwan se convirtió en el niño terrible de la literatura inglesa. Ahora, ya transformado en uno de los mejores escritores de su generación, y después de haber ganado el prestigioso Booker Prize con Amsterdam, su última novela, se publica en la Argentina su libro anterior, Amor perdurable, en el que se describe un extraño caso de obsesión amorosa: una pareja puesta en peligro por el amor de un tercero al que ninguno de los dos ama.

Por Alicia Martínez Pardíes

Aficionado a las historias con formato de thriller psicológico, Ian McEwan ofrece una vez más en Amor perdurable una buena dosis de situaciones extremas y violentas. Esta vez, la bonanza del amor de Joe y Clarisa -dos profesionales universitarios, ella dedicada a la literatura, él a la divulgación de la ciencia- se verá sacudida por la irrupción de Jed Parry, un joven con inclinaciones religiosas que rozan el mesianismo y que completará el triángulo amoroso de manera original: Jed se enamora de Joe de manera rabiosamente unilateral. Afectado por un extraño síndrome conocido como De Clérambault, según se explica en la novela, Jed perseguirá al racional Joe más allá de cualquier límite. Y aunque en este caso el marido no termine desangrado (como en El placer del viajero) ni la pareja deba sufrir el rapto de ningún hijo (que por otra parte no tiene, como sí sucedía en Niños en el tiempo), Jed irá sintiéndose obsesivamente más enamorado ante cada rechazo. Claro que para conocer el desenlace habrá que padecer casi hasta el final los oscuros laberintos de la mente, tan caros a las obsesiones del autor inglés.

Como en casi todos sus libros, en Amor perdurable uno empieza a leer y se siente metido en una suerte de espiral de la que no es fácil escapar, ¿siempre apuesta fuerte para el comienzo de una historia?
-No siempre. En este caso mi intención era escribir un libro para explorar ciertas ideas, pero soy consciente de que una novela filosófica puede ser aburrida y por eso mismo me preocupé bastante por darle formato de thriller. Casi cinco años atrás, cuando apareció la idea de esta historia, de inmediato sentí la necesidad de escribir el primer capítulo como una suerte de droga a la que uno se vuelve adicto. Quería que el lector se viera casi obligado a dar vuelta las páginas. Pensado así, el arranque se transforma en un “anzuelo”, para que el lector no sólo se entretenga con la lectura sino que además se transforme él mismo en una especie de explorador activo.

En cuanto a esas ideas, en una parte se dice que el pensamiento existe aun en ausencia de su posible representación lingüística, ¿está convencido de que es así?
-Sí, creo que existe el pensamiento en ausencia del lenguaje. Nos pasa a todos. Por ejemplo, cuando se escribe, a veces se siente que la palabra que se busca, se escapa y desaparece, aunque el concepto esté claro en nuestra mente. Fíjese que, por otra parte, sería imposible traducir si no se pudiera abstraer un significado y colocarlo temporalmente en un espacio neutro antes de pasar a la traducción propiamente dicha.

En el libro se sostiene que “el tiempo nos protege de nuestros peores errores”, ¿por qué?
-La narrativa trata frecuentemente los errores de los personajes como si fueran determinantes para su futuro, como si esos errores introdujeran realmente las devastaciones que los acompañarán por el resto de su existencia. Pero me parece que en la vida real aquellos que habían parecido errores graves con el tiempo se relativizan y, en muchos casos, hasta se olvidan. En el presente no se tiene la perspectiva justa para decir si se ha cometido un paso en falso: las cosas aún pueden modificarse, ofrecer atenuantes y el camino que tomarán los hechos no es de inmediato visualizable.

Amor perdurable parece bastante ligado a su último recorrido literario: en Los perros negros, Niños en el tiempo y hasta en El placer del viajero aparece la contraposición entre dos personas y un tercer elemento que se insinúa y pone a prueba sus propias concepciones del mundo, ¿es una visión más social y política de la literatura, respecto de su primer período más subjetivo?
-En realidad yo hablaría de un cambio de perspectiva. Si tuviera que reagrupar mis libros en sectores, sin dudas formarían parte del mismo sector los libros que usted acaba de nombrar. En ellos quise abordar la novela como la entiende Milan Kundera: “Una investigación de la vida y de sus ideas, con una fuerte forma narrativa que implique al lector”. No diría que es una interpretación política de la literatura, sino más bien filosófica. Mis primeros cuentos partían de un mundo más complejo desde un punto de vista psicológico y exploraban sobre todo lo que sentían los personajes más que sobre sus ideas. Pero últimamente me volví más intolerante con mis lecturas. Ya no me basta contar así historias: ahora creo que es necesario reflexionar sobre lo que piensan no sólo los académicos o los filósofos, sino la gente común que, por ejemplo, está discutiendo en un bar. Hasta de los chismes se pueden extraer conclusiones interesantes, con una cerveza adelante. En ese sentido, una de las mejores formas de explorar la realidad es describir el amor entre dos personas y sus dificultades a través de la intromisión de un tercer elemento que perturba, crea confusión y pone en riesgo lo que los otros dos sienten. Este es el método que adopté en estos cuatro libros; un trabajo de casi diez años que siento, quizás, ya esté terminado.

La representación de un amor que se deteriora, se consume y, en la mayoría de los casos, se termina, parece imponerse como una de sus obsesiones ...
-Cuando se escribe sobre otros autores, se habla de “temáticas”, pero cuando se escribe sobre mí se habla de “obsesiones”, y por si fuera poco ¡de “las obsesiones de un escritor de atrocidades”! Es cierto que desde los primeros cuentos mis personajes se pueden considerar “obsesionados”, pero esto es así porque siempre me interesé por profundizar los estados psicológicos extremos. Sólo en estos casos puede producirse un cambio significativo en la vida. Pero además, escribiendo así también reaccioné en contra de una buena parte de la literatura inglesa que se ocupa sólo de la cotidianeidad, una tendencia que considero extremadamente aburrida y privada de estímulos. Me dediqué bastante a describir situaciones extremas, muy críticas y violentas porque, si puedo ser brutal, debo decir que los amores que se están terminando son mucho más interesantes que los que permanecen inmunes en el tiempo.

En el caso de Amor perdurable, no es un amor que “se está terminando”, si no uno amenazado por un tercero ...
-En este libro quería describir una relación expuesta a una amenaza que viene desde el exterior: el yo narrador se encuentra con toda su racionalidad y su vida organizada puesta en tela de juicio por un muchacho afectado por una extraña forma de locura. Quise representar primero la intimidad de un amor ya formado y después ver qué puede sucederle, analizar qué pasa cuando comienza el deterioro, hasta qué punto puede o no salvarse una relación.

Sus novelas presentan una vasta tipología sobre el amor, y en este libro se presenta uno relacionado con la enfermedad, ¿le preocupan los límites del amor y de la “normalidad” como criterio?
-Para mí, en el amor, la normalidad está dada por la reciprocidad. Si se comparten sentimiento y comportamiento estamos dentro de la normalidad, de otra forma se entra en la patología. No creo en otros criterios para juzgar un amor.

¿Se sintió identificado con el psicótico Jed Parry?
-Sólo en este sentido: cualquiera que haya estado enamorado alguna vez sabe qué significa sentirse obsesionado; es la condición de cada día del enamorado. En ese sentido, Amor perdurable es una parodia cruel de una de las experiencias más bellas de la vida, una especie de burla sobre lo que nos es más querido: el amor.