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La gran novela,
los juicios y el real

Por ALFREDO GRIECO Y BAVIO

Al conocimiento por el escándalo. En la última novela de Bret Easton Ellis, Glamorama, el protagonista cree que la Franja de Gaza (Gaza Strip en inglés) es una danza erótica oriental. La ignorancia o el simple desprecio de las dolorosas exactitudes de la política en general (y de la internacional en especial) es también una de las marcas de fábrica de la Gran Novela Americana, que en esto no dista de su público. Las relaciones exteriores que dirigen Bill Clinton y su poco fotogénica secretaria de Estado, Madeleine Albright, son un detalle sórdido o aburrido para quienes saben todo sobre el cigarro con flujo vaginal o el vestido azul generosamente impregnado de ADN presidencial.

En los 60, Norman Mailer podía escribir ¿Por qué estamos en Vietnam?. Hoy parece imposible -más allá de que Estados Unidos sea cada vez más tacaño con las vidas de our boys en tierras exóticas- un ¿Por qué patrullamos Irak (o bombardeamos una farmacia en Sudán)? El Medio Oriente perdió sus atractivos, y todos pueden desconocer que Gaza es la capital del Estado Palestino que aún no existe. Los escritores, no sólo judíos, se vuelven al pasado para buscar un estremecimiento político ausente hoy. Philip Roth publicó en 1998 Me casé con un comunista, sobre las angustias domésticas del macarthismo en los años en que la Guerra Fría estaba caliente. Su hit de 1997, Pastoral americano, era sobre la década del 60: la novela como misil metafísico, que clamaba por arrastrar a los personajes ante un tribunal espiritual. También Toni Morrison y Russell Banks publicaron en 1998 abultadas, celebradas novelas sobre la vida pretérita y la vergüenza norteamericanas, del tipo que casi se necesita una beca para leerlas: Paradise, sobre una colonia de afroamericanos socialistas utópicos, y Cloudsplitter, sobre John Brown, el militante que tanto contribuyó al desencadenamiento de la Guerra de Secesión. Es posible seguir derramando grandes nombres. Los que no han entrado en el largo otoño de una apartada opulencia grafomaníaca se preocupan (de Jay McInerney a David Foster Wallace o Jonathan Franzen) no por la política sino por la cultura norteamericana: una batalla desigual contra la televisión, el cine de Hollywood y un periodismo de talk-shows.

Es significativo que la Gran Novela de 1998 que sí se propuso como programa ser la novela de los 90 -sea lo que fuere lo que esto quiera decir- concentró de una manera única los ataques de la intelligentsia norteamericana -signifique esto lo que signifique-. Sobre las 742 páginas de A Man in Full de Tom Wolfe se volcó la Gran Carretilla de Mierda. La acción de A Man in Full se desarrolla en el sur. Quiere ser para el estado de Georgia lo que La hoguera de las vanidades (1989), ese toro que avanzaba aplastando las porcelanas más delicadas en el emporio del minimalismo y de la industria “Yo y mi problema”, fue para Nueva York. El proyecto no es menos ambicioso: la flamante gema ofrece una arista pulida para reflejar cada dinámica de su mundo nacional. Después de todo, ¿qué hay más norteamericano que Atlanta, capital de un estado del Nuevo Sur pero capital mundial de la Coca-Cola? Y como en tantas novelas del siglo pasado, la trama de A Man in Full es el resultado del entrecruzamiento de muchas líneas argumentales, que tienen como centro el esplendor y caída de un magnate.

Los mejores novelistas, incluso aquellos que habitualmente no reseñan novedades, salieron a refutar a Wolfe. En 1997, Mailer había publicado El Evangelio según el Hijo, una autobiografía de Jesucristo que resultó una novela absurda, basada en una versión abandonada de la célebre traducción inglesa de la Biblia conocida como King James, como si un monarca rival hubiera irrumpido en el texto y se hubiera robado el oro. Proclamó: “Soy uno de los pocos novelistas en el mundo que pueden reescribir el Nuevo Testamento”. Al año siguiente, Mailer dejó de ser el Espíritu Santo para transformarse en el Pantocrator, el Dios del Juicio Final y despeñar a Wolfe a la condenación eterna. No estuvo solo: lo acompañaron John Updike -a quien le molesta todo lo que no se parezca a su edición anual de obsesiones heterosexuales-, James Wood -desalentado por quienes sealejan de Austen o Flaubert y se acercan a Zola y a Dreiser-, y muchos otros. La polémica alcanzó las tapas de suplementos culturales argentinos. No era la primera vez que Wolfe ofrecía una ocasión. En la última edición de La hoguera de las vanidades está incluido un manifiesto sobre la novela que la revista Harper’s había publicado en 1989. Fue traducido por El Porteño, y muchos escritores argentinos, invitados a debatir sobre él. Wolfe atacaba allí a la experimentación formal (y a Borges). Explicaba cómo dos generaciones de novelistas norteamericanos se olvidaron de sus lectores gracias a los subsidios de las universidades (donde enseñaban Escritura Creativa). Defendía la investigación, el reportaje, la lectura de libros anteriores a 1950 y del diario de la mañana, el caminar -antes que quedarse en casa para tratar de inventarlo todo, entre dos masturbaciones con la misma fantasía aunque con dos videos distintos-.

¿Qué le reprocharon sus críticos a A Man in Full? Que prefiriera tipos colectivos elegidos en un catálogo social bien estudiado, y no personajes que trazaran destinos individuales y únicos. Que esa tipología (el capitalista brutal, el atleta negro-como-amenaza-sexual, la divorciada del empresario exitoso, la nueva esposa joven y oportunista, o el intendente que no quiere perder votos) fuera reconocible por los lectores. Que favoreciera palabras usuales y corrientes, y que procurara reproducir, o conocer, el slang de los diversos grupos o profesiones. En definitiva, que la novela no ejemplificase el realismo artístico sino que fuera periodismo. Por algo el ejército de contradictores eran litterati; los periodistas, del Washington Post a la vulgar Newsweek, fueron elogiosos.

No es casual que los dos acontecimientos internacionales más legibles y mejor entendidos de 1998/9 sean,

al menos en sus formas narrativas, un tanto extemporáneos, más próximos a aquellas Grandes Novelas centradas en riesgosos destinos individuales que a la prosa del mundo según Wolfe. Son dos procesos judiciales del mundo anglosajón, a los que tanto nos prepararon los kilómetros de celuloide derrochados en innumerables court movies: el impeachment de Clinton en Washington y la extradición de Pinochet en Londres. Ambos se entienden con facilidad gracias a funciones mentales incorporadas en la década del 70 (la de Watergate y la de la lucha armada, una década tan óptima, a la distancia, para Hollywood), y jamás desalojadas. Ambos juicios tienen el mérito novelístico de lo inesperado: nunca se pensó que pudieran llegar a ocurrir. Y permiten una simplificación moral, que alienta nuestra pereza. ¿Quién puede desear que la derecha religiosa destituya a un presidente por una felación? (Clinton es bueno cuando enfrenta a puritanos mojigatos; es malo, imperialista, cuando bombardea Irak) ¿O que un juez español no condene al dictador latinoamericano más exitoso de los últimos tiempos, con 17 años de poder personalista y violaciones sistemáticas y cínicas de los derechos humanos?

Entretanto, Clinton se prepara a leer al Congreso, la semana que viene, su mensaje del Estado de la Unión. La economía de Estados Unidos creció ininterrumpidamente por 93 meses, un record desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Y la devaluación del real brasileño nos despertó de nuestro sueño dogmático, para arrojarnos a esa cotidianidad miserable pero colectiva, de la que se ocupan los periódicos, y Tom Wolfe.

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