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Vale decir



Sin Viagra para las pasiones
políticas declinantes

Por ALFREDO GRIECO Y BAVIO

El juicio de destitución del presidente Bill Clinton estaba programado para deslizarse de clímax en clímax, como nos cuentan que son los orgasmos femeninos, pero acabó convirtiéndose en un largo post-coitum varonil. El público norteamericano muestra un desinterés que los sondeos diarios registran con regocijo y casi con sadismo, y que cifran en un 60 por ciento más o menos constante. Y nadie, salvo que le paguen para ello, puede recordar con alguna fidelidad los avatares que llevaron desde una investigación del fiscal especial Kenneth Starr por un sórdido negocio inmobiliario en Arkansas hasta el acoso sexual a Paula Jones (esa provinciana poco sofisticada, basura blanca que vive en un barrio de trailers), la fellatio de Monica Lewinsky (la ingenua libertina), los tapes de Linda Tripp (la falsa amiga), los regalos escondidos por la secretaria Betty Curran (la esclava negra siempre fiel a su amito), la publicación del informe Starr (esa clásica novela de adulterio decimonónica), la difusión por Internet de los videos de Bill interrogado ante el Grand Jury, los lagrimeos presidenciales por televisión (“I am very, very sorry”, un Peter Sellers con acento hindustani lamentándose por haber roto un jarrón en La Fiesta Inolvidable) interrumpidos por anuncios de bombardeos a Sudán, Afganistán o Irak (“I hate these guys”, Harrison Ford-Indiana Jones contra nazis ubicuos y tercos), la jubilosa votación del impeachment en la Cámara de Representantes, el actual proceso en el Senado. Las últimas noticias son el nuevo video de seis horas de Miss Lewinsky y que no, no la veremos en vivo en el Senado (así, todo hubiera sido demasiado fácil).
Por detrás de la retórica sobre el Perjurio y el Imperio de la Ley, el impeachment es sobre el pecado sexual. Los republicanos buscan una alternativa legalista, en un mundo que perciben como post-religioso, a la moralidad punitiva de los Diez Mandamientos y el Pentateuco. Si el impeachment se convirtió en un ritual de confesión y redención para cristianos nacidos de nuevo, la purga está filtrada a través de la maraña misma de las leyes que regulan la sexualidad, y que fueron favorecidas por los demócratas. En primer lugar, la ley del acoso sexual, de la que Clinton y los suyos fueron los primeros campeones. Un punto oscurecido es que Clinton, por su perjurio, le negó a Paula Jones el derecho de alegar el acoso sexual, esa oportunidad que rutinariamente se concede a las mujeres educadas, de clase media alta, respetables, demócratas, favorables al aborto: las Hillary Clinton de este mundo y sus clientes políticos.
La singularidad de las élites que rodean a los Clinton no reside en los privilegios de clase de que gozan por su educación, conexiones, dinero y poder. Reside en que muchos de ellos son universitarios y abogados, tienen un acceso propio a la ley, y controlan el acceso de los demás. A leyes que por lo general son a la vez vagas, extensas y supertécnicas. Y esta gran contribución norteamericana a la legislación (es tentador comparar con la literatura saludada como Gran Novela Americana) está en manos de una Corte Suprema que contempla a la vida ordinaria desde una altura que necesariamente la empequeñece.
Sea cual sea el resultado del juicio (y ya sabemos que a los republicanos les faltan votos para la destitución), la desigualdad básica de las norteamericanas ante la ley será un punto oscurecido. Porque focalizarlo significaría que la pasión política primaría, en los motivos de la acusación, sobre la sexual, sobre el interés por conocer una intimidad de otro modo negada o sólo entrevista a través de las más infieles ficciones.
Entretanto, hay que reconocerles un mérito a los republicanos (y a la derecha religiosa en primer lugar): son ellos –fieles a un tradición puritana hecha pedazos por el multiculturalismo triunfante desde el kindergarten a la universidad, desde las animaciones de Disney a las Areas de Recursos Humanos en las Grandes Empresas– quienes les recuerdan amillones de norteamericanos desinteresados, apáticos o infelices la importancia del sexo. También en esto son los verdaderos herederos sin testamento de la década del 60, de la que Bill Clinton, el que fumaba marihuana sin inhalar, se proclama el sucesor legítimo, con ADN y todo, cuando procura seducir a sus clientelas electorales. 
 

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