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Cuando se publicó American Psycho en 1991, estalló una cruzada contra Bret Easton Ellis y el libro se convirtió en un inesperado bestseller. Ocho años después, mientras muchos siguen despachándose contra él, Ellis publica su nueva novela: Glamorama. 500 páginas repletas de celebridades y terroristas, que sirven a su autor para diseccionar el agonizante y hueco mundo de las supermodelos (y los psicópatas que las rodean).


 

POR JUAN IGNACIO BOIDO

Desde el principio, desde la primera página que escribió, hay gente que lo odia: cuando publicó sus primeros cuentos en una revista universitaria, sus amigos, que le habían contado buena parte de esas historias, lo cagaron a trompadas. Desde entonces, y cada vez más, con casi todos los libros que publica pasa algo raro, algo que pasa cada vez menos: que un libro se escape, sin ayuda de una adaptación al cine, de los suplementos literarios y haga estragos en el cuerpo central de los diarios, en las revistas y hasta en los programas de televisión abierta. Pasó con La hoguera de las vanidades de Tom Wolfe. Pasó con Generación X de Douglas Coupland. Pasó, aunque casi desapercibido, con El evangelio según el hijo de Norman Mailer. Y pasó, casi más que nunca, con dos de los últimos tres libros de Bret Easton Ellis: con American Psycho en 1991, y ahora con su variación supermodelo y terrorista: Glamorama.

Después de aquel inhóspito debut, y antes de terminar la universidad, en 1985 Easton Ellis publicó -después de jibarizar, obligado por su editor, un original de seiscientas páginas hasta reducirlo a ciento cincuenta- su primera novela: Menos que cero. El retrato casi telegráfico de una generación de niños ricos con tristeza en los suburbios de Los Angeles, que se convirtió, a manera de anunciación, en el primer libro en aparecer por MTV. Dos años después, en Las reglas de la atracción, intentó hacer lo mismo, pero esta vez con la vida universitaria del Este norteamericano.

Pero este libro no era tan divertido ni tan sádico. Ellis parecía condenado al culto alrededor de su primera novela (traducida a más de veinte idiomas y beneficiada por una pésima adaptación al cine: Asesinato en Beverly Hills). Entonces escribió American Psycho.
Y pasó lo que pasa poco.

La editorial Simon & Schuster prefirió perder los 300 mil dólares de anticipo y se negó a publicarlo después de leer el original. El grupo Genesis le negó la autorización para reproducir las letras de sus canciones en las páginas del libro. Viking, una filial de la poderosa Random House, se entusiasmó con el escándalo, lo contrató incluso antes de leerlo y lo publicó.
El libro, la vida de Patrick Bateman, un yuppie y furibundo snob de Wall Street que en su tiempo libre se dedica a descuartizar mujeres, chicos, animales, homeless y homosexuales, recorre con suntuosos detalles dieciséis asesinatos, más el lento peregrinaje de una rata por la vagina de una mujer y una fellatio con una cabeza muerta (“Nada de lo que hago se acerca siquiera a la idea de matarla, así que recurro a apuñalarla en la garganta. Eventualmente la hoja se parte dentro de lo que queda de su cuello... Termino de serruchar la cabeza y, levantándola como un premio, agarro mi pija y la meto en su boca ensangrentada y me la empiezo a coger hasta que acabo”).
Para algunos fue el epítome de la pesadilla engendrada por el angst del dinero y la inescrupulosidad consumista de los ochenta. Para otros, un engendro inexplicable de la naturaleza americana. Apenas se acomodaron los primeros ejemplares en las librerías, las paredes de Nueva York fueron tapizadas con fotos de Easton Ellis sobre las que se leía “Baby Killer”, y los diarios y revistas le disparaban desde casi todos los frentes (todavía existen en internet páginas como Por qué odiar a Easton Ellis, Cosas para hacerle antes de matarlo y Por qué no odiar a Easton Ellis). De los pesos pesados, sólo Norman Mailer -alguna vez también enfant-terrible de las letras norteamericanas- se subió al ring para defenderlo. Su argumento: por fin alguien, después de años, volvía a exorcizar los demonios yanquis sin demasiada ceremonia. Aunque -Mailer estaba viejo pero igual de duro- no le perdonaba a Ellis no haberlo hecho del todo bien: “Es demasiadohueco, en términos humanos, para llamarlo malo; pero lleva la apuesta tan alto que uno se olvida con cuánto empezó a jugar. El juego a ciegas es una actividad hueca, y esta novela se interna en picada hacia el centro de ese espacio vacío”.

Abanderado del vacío norteamericano, donde hay futuro pero lo que no hay es salida, la vida de Ellis se llenó de dinero y de problemas. Durante ocho años se dedicó a esquivar a la horda de psicópatas que conseguían su teléfono sin importar cuántas veces lo cambiara, a consumir todas las drogas de moda en todos los lugares de moda y, por último, a participar entusiasmado en un documental sobre él mismo, titulado Esto no es una salida. Para alegría de las feministas que lo acusaban de misógino y manchaban de sangre los ejemplares de American Psycho en las librerías, Ellis admitía su homosexualidad, a su elíptica manera, sin siquiera mirar a cámara: “Fue raro, en la misma semana perdí la virginidad con una mujer, dormí con un hombre y saqué registro para manejar. Eso es mucho para una semana en la vida de un chico de dieciséis años”. Mientras tanto, en 1994 había publicado Los confidentes, un libro de cuentos, para cumplir un contrato viejo y poder firmar uno nuevo. Y languidecía en el candelero literario a medida que soplaban más fuerte otros autores que también habían hecho de la desintegración norteamericana su tema (Douglas Coupland, David Foster Wallace, Jeffrey Eugenides, Rick Moody) sin necesidad de caer en el gore o la química compulsiva. Dentro de este paisaje, Ellis parecía un cadáver literario. Hasta que publicó Glamorama.
Y muchos lo enterraron.
Pero volvió a pasar lo que pasa poco.

Como American Psycho, como los libros enumerados al principio, Glamorama es, para empezar, un libro raro. Uno de esos que uno pregunta qué tal y le contestan: “Leélo y vas a ver”. Libros que se agarran en las librerías, se hojean, se leen fragmentos en las revistas, se escucha a muchos decir que lo están leyendo y uno sigue preguntándose si valdrá la pena. Sí y no. Uno lo termina de leer y sí, está bueno. Pero no, no hacía falta leerlo para saber más sobre el mundo de las modelos (en el caso de que alguien quisiera saber sobre eso).
Glamorama es un libro que se mira y se compra más de lo que se lee. Glamorama es, durante las primeras doscientas páginas, apenas más negro que un programa de E! Entertainment: muchos estrenos, modelos, actrices, supermodelos, músicos, aspirantes a modelos, inauguraciones de boliches, un poco de marihuana, algo de cocaína, antiguos heroinómanos, papel picado y, sobre todo, Victor Ward, un modelo aspirante a supermodelo masculino de novio con Chloe Byrnes, la supermodelo del momento, y amante indiscriminado de la mujer y de la amante de su socio y jefe. Hasta ahí, gente hueca haciendo cosas huecas: igual que American Psycho pero sin asesinatos. Hasta que, apenas pasado el centro del libro, la novela se reinventa como un thriller de suspenso. Ni mejor ni peor que los buenos best-sellers de esa especialidad. Pero decididamente paranoico y conspirativo. Con terroristas que se visten como modelos y modelos con intenciones terroristas.
El lento e inexorable proceso según Easton Ellis: “Todo lo de American Psycho me puso bastante paranoico. Ya había empezado Glamorama y eso me impidió escribir durante un año. Pero bueno, al final terminó sirviéndome mucho. Quería escribir un libro sobre una conspiración. Y me puse a pensar: si alguien quisiese planear una conspiración, ¿cuál sería el mejor lugar? Uno donde nadie se diese cuenta de lo que está pasando. Probablemente un mundo de superficie, en el que nadie nunca mira más allá de lo que ve. Y el mundo de la moda es el mejor de esos mundos. Cuando seme ocurrió incluir terroristas, todo cerró. La moda saca lo peor de nosotros: nos hace desear cosas y hablar de cosas que nunca se nos ocurrirían. Y el negocio de la moda es recordarnos que no somos tan lindos como queremos ni estamos tan a tope ni nos vestimos tan bien. Es un negocio basado en la inseguridad. En cierta forma, funciona como la paranoia de la conspiración. Como el terrorismo: su objetivo es recordarnos nuestra propia inseguridad”.
Entonces: un thriller terrorista y high-tech. Pero con modelos. A esa altura del libro, nadie puede creer realmente que una parva de modelos puedan mantener el suspenso durante doscientas cincuenta páginas más. Sobre todo, si a eso se le suma que el chico tiene que encontrar a una chica que resulta ser la chica más fácil de encontrar en el mundo. Entonces: ¿por qué Glamorama no es un best-seller más, por qué arma tanto revuelo? ¿Vale la pena leerlo? ¿Qué estamos leyendo?
Es la existencia de una trama en un libro de Ellis -que haya una trama y no las secuencias vomitadas de los libros anteriores- lo que delata eso que, después de diez años de supermodelos y megadesfiles, siempre se supo y ahora se corrobora: por sí solo, el mundo de las modelos -a diferencia de casi cualquier otro, incluso el del rock- no da para mucho. Para casi nada. En las mejores escenas de Prêt-à-porter, la película de Robert Altman sobre el universo fashion, no aparece una modelo ni como música de fondo. Woody Allen, en la flamante Celebrity, originalmente dedicada al tema, le dio a la presencia estelar de una supermodelo y a todo, absolutamente todo lo que le puede pasar, no más de veinte minutos. Casi al mismo tiempo que Ellis, Jay McInerney publicó Model behavior, una novela apuntalada, para evitar derrumbes, por siete cuentos que giran más o menos alrededor de lo mismo. Y Coerte V.W. Felske escribió Word, las mejores páginas sobre el asunto. Pero para eso -para ser eso- el argumento de Word recurre al otro lado de la panacea anoréxica: no drogas, sexo y estrellas de rock -porque ese lado del asunto está bastante claro-, sino la larga cola de aspirantes que esperan pasar por el ojo de la aguja al estrellato. Es decir: la mejor novela sobre modelos es la que habla de toda la gente que quiere serlo, y no puede, sabe que nunca va a poder, pero insiste. O se consuela con andar cerca. Con aparecer en E!.
Es decir: el tema no da para más. Sabiendo eso, Glamorama intenta otra cosa. Si se ve desde cierta perspectiva -qué, cómo, cuándo- los libros del comienzo, esos que escapan de los suplementos literarios para armar revuelos pasajeros en las revistas de actualidad, arrojan sobre la camilla esos Grandes Temas Tan Norteamericanos -asesinos seriales, blancos ricos contra negros pobres, el lado oscuro del Bien, las secuelas que deja una generación de padres en una generación de hijos, las supermodelos- para diseccionarlos a sangre fría. Hasta agotarlos. Hasta que todo lo que se escriba después sobre Ese Tema se lea a la sombra de ese libro.
Y Ellis hace de ese credo casi una patología. Su mecanismo es siempre más o menos el mismo: elige un escenario -cierto ambiente, un “mundillo”: los niños ricos de Los Angeles, los yuppies neoyorquinos, las modelos- para que funcione como infierno terrenal, e inventa un personaje principal que se sumerge en él, no para sentir algo sino para funcionar como el guía turístico que ilumine al lector las zonas más oscuras, donde se ven, a plena luz del día, los peores vicios norteamericanos.
Algunos ven a esos autores como afilados críticos de la parte más hedionda del sueño americano. Otros quisieran que esos tipos no escribieran nunca más.
Pero Ellis sigue escribiendo.
A los 34 años, vive en Nueva York y tiene una oficina en Los Angeles. Como para que no le digan que escribe sobre lo que no sabe. Envejeció más que sus lectores. O mejor: sus lectores de entonces parecen envejecer yabandonarlo, sólo para que lo adopten lectores más jóvenes en un país que, si fuese una novela nadie creería: un país en el que los personajes principales, desde siempre y cada vez más, son los jóvenes. Ellis dice que piensa escribir un libro sobre él mismo. Pero no sobre él ahora, con 34 años, sino sobre sus años en el secundario. Un libro que probablemente sea apenas distinto y muy parecido a los que viene escribiendo hasta ahora. Porque Ellis, como pasa con las instalaciones y el video-art, inventó algo: un sistema propio que impide compararlo con otros sistemas -libros, en este caso- que no sean los suyos. Ellis se apoya en la seguridad y en el riesgo de quien empieza y termina en sí mismo: primera persona, una explícita incapacidad reflexiva que alienta a sus detractores a pensar que no, Ellis no puede reflexionar. Y una descripción objetiva de lo que vería cualquiera si escapara al hipnotismo del glamour. El registro elefantiásico y monstruoso y norteamericano del axioma lo que ves es lo que hay. Tomando uno por uno esos Grandes Temas Tan Norteamericanos que hacen de ese país lo que es. La culpa de eso no la tiene Ellis. Alguien que pinta su aldea para después poder prenderle fuego. Y verla arder. Quizá, dentro de suficientes años, cuando Ellis ya no tenga nada que escribir, sus libros podrán leerse, uno tras de otro, como capítulos disfuncionales de la Gran Novela Americana. Nadie dijo que tenía que ser buena.

 

La profesión más
peligrosa del mundo

Por Bret Easton Ellis

Jamie se acuesta y, como en sueños, inhala del porro que le alcanzo, reteniendo el humo hasta que lo suelta despacio y empieza a hablar en un tono vacilante, reflexivo, su voz perdida y llena de aire, sus ojos entrecerrados.
“Viajamos a Palm Beach ... Aspen ... Nigeria ... Navidad en St. Bart’s ... una semana en casa de Armani en Pantelleria ... Bobby se aseguró de que yo empezara realmente a trabajar, y después fue Cindy Crawford y Paulina Porizkova y ... y Claudia Schiffer ... y Yasmeen Ghauri ... y Karen Mulder y Chloe Byrnes y Tammy Devol y Naomi y Linda y Elaine y ... y Jamie Fields ... Tenías que saber los códigos para entender cómo funcionaban las cosas en este mundo ... era casi como un lenguaje de señas ... la gente iba aprendiendo cómo comportarse conmigo ... las chicas me trataban distinto ahora que estaba saliendo con Bobby Hughes ... y entonces empezó a aparecer el lado oscuro ... cuando le dije a Bobby Nadie está siendo él mismo, son todos tan falsos, Bobby me dijo Shhh y después murmuró Así son ellos. Bobby intentaba educarme ... hacerme entender ... me dijo Bebé, George Washington fue terrorista, y yo lo miré a la cara y vi esos ojos ... esos labios ... las cosas empezaron a desenredarse ... me volví educada ... Él me decía que uno le muestra cosas al mundo, y que al mostrárselas uno determina lo que hay que querer ... Me daba novelas de E. M. Forster y yo nunca las entendía ... y por alguna razón Bobby se sentía aliviado por eso ... Me decía cosas como Sólo somos reflejos de nuestra época ... nunca era más preciso que eso ... Yo le hacía preguntas como ¿Qué significa fin de siècle? y él hablaba durante una hora sobre el Mal en la música rap ... y los Who siempre como música de fondo en algún lado. Yo sabía que Bobby no me era fiel ... Se acostaba con modelos famosas ... gente de sociedad en buen estado ... el ocasional nene o nena menor de edad ... y si se metía en problemas con las madres se las cogía también ... Pesaba a las chicas... tenías que tener cierto peso y, en general (pero no siempre), una cierta altura para poder cogerte a Bobby Hughes ... Si entrabas en la escala y aprobabas, entonces él ... te cogía.”
Mis brazos se están durmiendo, me acomodo, prendo otro porro que me pasa un miembro del equipo de filmación.
“Un montón de chicas desaparecieron o murieron de sobredosis ... o tuvieron un accidente ... por ese entonces yo tuve una crisis en el Concorde ... estaba mirando la curvatura de la Tierra y las nubes parecían estar cientos de millas debajo ... y fisuré ... a pesar de las cantidades enormes de Xanax y de estar en la cima de mi fama ... me sentía responsable por el incremento en la tasa de suicidios entre ... chicas adolescentes y hombres jóvenes que se daban cuenta de que nunca serían como yo ... Me dijeron esto en las revistas ... llegaban cartas furiosas de madres excedidas de peso ... ensayos escritos por mujeres contra mí ... decían que estaba destruyendo vidas ... pero a mí no me conmovía porque nadie era real ... la gente parecía ... falsa y ... a Bobby le gustaba que yo pensara así ... y de todos modos, yo ya era demasiado famosa como para que me eliminara.”
Su voz se quiebra, recupera la compostura, después tiembla de nuevo y empieza a murmurar hilos de palabras, cómo se pasó al cine, su primera película, el arreglo de pasaportes falsos, los mercenarios de Tailandia, Bosnia, Utah, cabezas golpeadas con tanta fuerza que se abrían como huevos pasados por agua, una forma de tortura en que la víctima tiene que tragarse una soga. “En Bombay ...”, dice de pronto y tiembla, traga rápido, los ojos cerrados, lágrimas cayendo por las ranuras. “En Bombay ...”, pero se niega a seguir y empieza a chillar sobre un asesino serial al que Bobby protegió en Berlín y yo salto de la cama y le digo al director “Hey, se terminó” y, mientras levantan todo para irse, Jamie seretuerce en la cama, sollozando histéricamente, arañando las sábanas, gritando nombres en árabe.
 
American Psycho ataca de nuevo

Por B.E.E.

Está tan diabólicamente lleno de gente fuera del Bowery Bar que me tengo que subir a una limusina mal estacionada contra el cordón para avanzar a empujones a través de la multitud mientras los paparazzi que no pudieron entrar tratan desesperadamente de sacarme una foto, gritan mi nombre mientras yo sigo a Liam Neeson, Carol Alt y Spike Lee hasta que Chad y Anton nos ayudan a entrar y empiezan a sonar los primeros riffs de “Sick of Myself” de Mathew Sweet.
“Perdón, bebé, me perdí”, digo, entrando al reservado.
“El placer es mío”, dice Chloe, riéndose tensa.
La gente sigue amontonándose donde estamos, rogando por invitaciones para la inauguración, que reparto a conveniencia, gritan que vieron mi cara la semana pasada en el Marlin de Miami, en las oficinas de Elite del primer piso del hotel, después en el Strand, y para cuando Michael Berger me dice que compartimos un café en la sesión de fotos de Bruce Weber para Ralph Lauren que se hizo en Key Biscayne estoy demasiado cansado como para siquiera negar que estuve en Miami el fin de semana y le pregunto a Michael si el café helado estuvo bueno y él dice más o menos y el ambiente se vuelve notablemente más frío. Chloe mira abstraída y bebe dócilmente champagne. Patrick Bateman, que está con un grupo de publicistas y los tres hijos de un famoso productor de cine, se acerca, me da la mano, mira a Chloe, pregunta cómo va lo del club, si se va a hacer lo de mañana a la noche, dice que Damien lo invitó, me da un cigarro, hay manchas raras en la solapa de su traje Armani que cuesta tanto como un auto cero kilómetro.
“El proverbial show va por sus cauces proverbiales”, le aseguro.
“Sólo quería estar ... al tanto”, dice, guiñándole un ojo a Chloe.
Después que se va termino el porro, y miro mi reloj pero descubro que no me lo puse, así que hago como que me inspecciono la muñeca.
“Tipo raro”, dice Chloe.
“Buen tipo.”
Chloe se acomoda en el box, me mira con fastidio.
“¿Qué? Tiene su propio escudo de armas.”
“¿Quién te dijo eso?”
“Él. Me dijo que tiene su propio escudo de armas.”
“No me jodas”, dice Chloe.
Chloe agarra la cuenta y, para descomprimir la situación, me inclino para besarla, mientras el enjambre de paparazzi causa el disturbio proverbial al que estamos acostumbrados.
 
Estaba en llamas cuando aterricé

Por B.E.E.

El problema es que tanta gente no esté preparada para morir, y empiecen a vomitar del pánico mientras el avión cae otros mil pies. Algo más se rompe en el fuselaje. Al instante otro rugido, el avión se está despedazando cada vez más rápido y se vienen las oleadas de muertos. Alguien gira frenéticamente para no ser succionado por el exterior, se retuerce en el aire, el cuerpo golpea contra el marco de aluminio y se parte en dos, pero alcanza a estirar las manos buscando ayuda mientras es succionado del avión, aullando. Otro grita “Mamá, mamá, mamá” hasta que un pedazo de fuselaje lo clava en su asiento, pero queda en estado de shock: no muere hasta que el avión se estrella contra el bosque allá abajo y se suceden las oleadas de muertos. En Clase Ejecutiva están todos empapados en sangre, hay una cabeza completamente cubierta con los intestinos que salieron volando de lo que queda de una mujer sentada dos filas más adelante y gritan y lloran sin el menor control. El combustible de avión se empieza a desparramar por la cabina y rompe en oleadas contra las oleadas de muertos y se mezcla con la sangre y con las vísceras de los pasajeros cortados en dos.
El combustible hace comprender un hecho muy simple a los pasajeros sobrevivientes: que tienen que dejar ir a los moribundos -madres e hijos, padres e hijas, hermanos y hermanas, maridos y esposas-, que su propia muerte será inevitable en un par de segundos. No hay esperanza. Pero entender esa muerte horrenda sólo estira los segundos en un vano intento de adaptación en esos cuerpos contorsionados que se abrazan a sí mismos con la cabezas gachas, en esos cuerpos todavía vivos volando por la cabina que va a estrellarse, gritando y vomitando y llorando involuntariamente, preguntándose “¿Por qué yo?”.
Una pierna queda atrapada entre metal y cables y se sacude salvajemente en el aire mientras el avión sigue cayendo. De las tres graduadas de Camden a bordo del 747 (Stephanie Meyers, egresada en el ‘87, y Susan Goldman y Amanda Taylor, egresadas en el ‘86), Amanda muere primero, golpeada por una viga que atraviesa el techo del avión, mientras su hijo trataba de llegar a ella hasta que sale despedido de su asiento con los brazos estirados y su cabeza se estrella piadosamente contra el compartimento para el equipaje, muriendo de manera instantánea. Susan Goldman, que tiene cáncer cervical, está en parte agradecida mientras se abraza a sí misma, pero cambia de opinión cuando se siente rociada por el combustible en llamas.
El fuego estalla en el avión y una ola gigante de gente muere inhalando las llamas, bocas y gargantas y pulmones carbonizados.
Para algunos resta un minuto de caída, todavía conscientes.
Sobre un bosque situado sólo a setenta millas de París.
El sonido blando de los cuerpos explotando por dentro, desgarrados por el impacto, mientras una parte del fuselaje toca tierra y, por el sistema de emergencia, todas las luces del avión siguen titilando en una lluvia de cenizas brillantes.
Una larga pausa.
Los cuerpos yacen apiñados. Algunos -muy pocos- no tienen marcas visibles, a pesar de haberse quebrado todos los huesos. Algunos pasajeros reducidos a la mitad o a un tercio de su tamaño normal. Uno quedó tan comprimido que parece una bolsa humana cerrada al vacío, con una vaga cabeza pegada, de cara hundida y blanca. Otros parecen mutilados como por una ametralladora, otros tan destrozados que es imposible distinguir si eran hombres y mujeres, todos desnudos, la ropa arrancada por el viento durante la caída, algunos carbonizados como por un fogonazo.
Y el olor a podrido en todas partes -saliendo de piernas y brazos desmembrados y torsos incongruentemente erguidos, y pilas de intestinos y cráneos aplastados, y cabezas intactas con la mueca de un grito grabada en la cara.
Los árboles que no han ardido tendrán que ser cortados igual, en la recuperación de las piezas del avión y de los miembros que los ornamentan, hilos amarillos de tejido grasiento tapizando las ramas en un oropel macabro. Stephanie Meyers todavía está sujetada por el cinturón de seguridad a su asiento, que cuelga de uno de esos árboles, tiene los ojos quemados y fuera de sus cuencas. Y, como el avión transportaba un cargamento de dos toneladas de papel picado y brillantina, millones de minúsculos puntos de papel violeta y verde y rosa y naranja caen sobre la carnicería.
Eso es lo que conforma el bosque ahora: miles de remaches de aluminio, la puerta intacta del avión, una hilera de ventanas de la cabina, planchasenormes de material aislante, salvavidas, gigantescas bolas de cable, filas de asientos vacíos -los cinturones de seguridad abrochados- hechos jirones y cubiertos de sangre y tapizados con vísceras, algunos con la silueta del pasajero quemada en los respaldos. Perros y gatos muertos yacen aplastados en sus jaulas. Por alguna razón, la mayoría de los pasajeros en este vuelo eran menores de treinta, y los restos lo reflejan: teléfonos celulares y laptops y anteojos Ray-Ban y gorras de béisbol y rollerblades atados de a pares y grabadores y guitarras destrozadas y cientos de CDs y revistas de moda y guardarropas enteros de Calvin Klein y Armani y Ralph Lauren cuelgan de los árboles en llamas y un oso de peluche empapado en sangre y una Biblia y varios Nintendo, rollos de papel higiénico, mochilas, anillos de compromiso, lapiceras, cinturones arrancados de las cinturas, carteras Prada todavía cerradas, cajas de calzoncillos Calvin Klein, y tanta ropa de GAP contaminada con sangre y otros fluidos corporales, apestando a combustible para aviones.
Lo único que sugiere vida es una oleada de viento que atraviesa el naufragio, y la luna que sube por un cielo tan oscuro que es casi abstracta, mientras el papel picado y la brillantina siguen cayendo. El combustible empieza a quemar los árboles del bosque, la palabra CANCELADO aparece en la enorme pizarra que anuncia los arribos en el aeropuerto JFK de Nueva York y, a la mañana siguiente, mientras el sol ilumina suavemente al equipo de rescate, las campanas de las iglesias empiezan a sonar y los psiquiatras empiezan a llamar y a dar consejos y se desatan los rumores.

Traducción y adaptación: J.I.B.