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Pat Andrea de vuelta en Buenos Aires

El auténtico
Holando-Argentino

El 10 de marzo arranca en el Centro Cultural Recoleta una muestra de Arte Contemporáneo Holandés, en donde se destaca nítidamente la figura de Pat Andrea, un viejo conocido para quienes frecuentaban las galerías de arte porteñas a principios de los ’80. Andrea sabe capturar como pocos los horrores y fobias de la guerra entre los sexos. El erotismo más irónico y la violencia contenida son las claves de la obra de este pintor que la crítica internacional ha definido como una mezcla de Balthus y Bacon, que combina las lecciones de los clásicos con el grotesco expresionista.


Por GUILLERMO SACCOMANNO

A los cincuenta y siete años, con su corpulencia, su barba y sus impenitentes jeans y camisas, el hombre tiene algo de Hemingway. Como al escritor americano, le apasionan la actividad física y el buen alcohol. Al mediodía casi, para entonar la conversación, se sirve un whisky irlandés con bastante hielo. Cuenta que desde chico se interesó por el béisbol, y quizá por eso es que el bate aparece con frecuencia en sus obras: pero como un símbolo de violencia que las patotas urbanas cargaron de sentido adicional. Cuenta también que, de joven, practicó bastante box. Su profesor era un tipo culto, antropósofo, que enseñaba a sus discípulos el combate como una forma de defensa y no quería tener nada que ver con la organización de peleas, amateurs o profesionales. “Casi un box zen”, acota el hombre. También cuenta que tomó un curso de piloto, pero nunca llegó a lanzarse en paracaídas. El hombre cuenta sus historias de una manera inquietantemente parecida a como pinta: crea una situación, llega al momento culminante y la deja en animación suspendida. El hombre dice que al dibujar, al pintar, nunca se propone contar una historia. Sin embargo, al terminar, sabe que ahí respiran los ominosos elementos de una historia en suspensión, en donde conviven la violencia y el erotismo como en una película muda. Para no hablar de sus perros. Poco sumisos, como si fueran cimarrones, los perros que planta el hombre tienen una explicación, desde los primeros especímenes casi de laboratorio en sus telas de los ’70 hasta las feroces criaturas voladoras, con alguna pata de más o de menos, de sus cuadros de los ’80. “Durante casi diez años lo primero que hacía en cada tela en blanco era un perro. A partir de ahí seguía. El perro me servía como un go-between entre el hombre y la mujer”, dice. Y agrega sin el menor afán por ser políticamente correcto: “Es más fácil pegarle a tu perro que a la persona con quien vives”. En el catálogo de la muestra que hizo en París en 1997 puso una frase provocadora: “Lo que hay de mejor en el hombre está en el perro”. Firmado: Ernest Hemingway. Pero últimamente ya no le interesan tanto los perros. Hace rato que en sus obras empezaron a ganar espacio esas mujeres cabezonas, con raros peinados, nuevos o anacrónicos. “Me atrae eso que hay de sexual en el pelo”, dice el hombre. Como sus perros, esas mujeres que crea están lejos de la sumisión. Aunque las retrate en ámbitos empecinadamente domésticos, esas mujeres tienen una ferocidad agazapada y están cargadas de un deseo que, por reprimido que parezca, no es menos amenazador: los dientitos blancos, inmaculados, asoman en sonrisas filosas inspirando a la vez magnetismo y temor. Si se le pregunta al hombre por qué esas mujeres-muñeca, con su sensualidad de los forties, son cabezonas, él comenta con ironía lacónica: “Porque seguramente son más inteligentes que los tipos”.

El hombre se llama Pat Andrea y nació en La Haya. Su madre venía de Sumatra. Su padre era grabador, heredero a su vez de toda una tradición artística familiar. Así se entiende la actitud de Pat por su oficio, porque él considera un oficio eso que empezó a los diez años (cuando ganó un concurso de cartas ilustradas organizado por la corona holandesa y la obra premiada apareció en todos los diarios de su país) y que hasta hoy practica todos los días de su vida sin excepción. “Si pinto todos los días es porque no quiero perder la mano. Cuando estás dibujando, acercándote a lo que perseguís, pero que todavía no está del todo claro, no hay otra que trabajar todos los días”. Da gusto escuchar a Andrea cuando habla de los materiales que él mismo prepara. “A veces uso arena y polvo de mármol para darle más cuerpo a los pigmentos, o mezclo óleo con témpera, cosa que a los puristas les parece aberrante”. A él no le importa. “Para eso están los críticos”, dice. Los críticos lo han instalado entre Balthus y Bacon, como una rara avis de la escena plástica de fin de milenio. A la hora de admitir marcas, Andrea reconoce sus devoción por los dos monstruos con quien se lo relaciona pero agrega a los pintores flamencos primitivos del siglo XV (“ese gusto por el detalle humano ligeramente deformado”) y, más acá, a Bonnard (“parece tan sencillo lo de Bonnard, pero hay que conseguir esa luz”) y Max Beckman (“un tipo que merecería un reconocimiento mayor que Dix o Grosz, a mi gusto”).

Cómo vino a parar Andrea a Buenos Aires y se transformó casi en un artista plástico argentino, es otra de esas historias que a él le gusta dejar “suspendidas”. Hasta los treinta y cuatro años, Pat pintaba vaquitas apacibles bajo los apacibles cielos de Holanda. En busca de otros aires, había cruzado la Cortina y viajado por los países del Este. “Del otro lado del Muro la arquitectura y la moda estaban congeladas en los años cuarenta y cincuenta, como escenografías de El tercer hombre”. Ciudades, hombres y mujeres envueltos en una bruma del pasado. Un viaje a Grecia y otro a Cuba alcanzaron para despertar en él un interés por otra clase de luz. Sudamérica representaba vagamente un sueño mítico, más cerca de la leyenda que de la realidad. Pat ni se imaginaba lo que el destino le estaba preparando. Su marchand en Bruselas era un coleccionista que atesoraba celosamente piezas del mejor arte contemporáneo. Un día se produjo un robo en su galería. Entre los quince cuadros robados, había dos Magritte. Dos años más tarde, al coleccionista le informaron que los dos Magritte habían sido descubiertos durante un operativo contra narcos, en un chalet de las sierras de Córdoba. El marchand se vino a la Argentina a recuperar los dos Magritte. Acá conoció a Guillermo Roux y le propuso difundir su producción en Europa, generando a la vez un intercambio entre artistas. De este contacto surge la amistad entre Pat y Roux. Poco después conocería también a Antonio Seguí y se decidiría a viajar a la Argentina. “Cuando llegué por primera vez, todo me decepcionó. La pampa húmeda se parecía a Holanda, con su pasto verde, sus bañados, sus vacas blancas y negras. El Tigre y la zona del Delta tampoco me impresionaron demasiado. Holanda, a su modo, es el Delta de Europa. Y, para peor, por todas partes veía ese cartel que promocionaba ginebra: Todos los días una copita estimula y sienta bien”, recita citando a Erven Lucas Bols. “Las primeras semanas me la pasaba preguntándome para qué había hecho un viaje tan largo para llegar al lugar del cual me había ido”.

Había otra situación más dramática. “Aterricé en Ezeiza el 25 de marzo de 1976, justo un día después del golpe militar”, confiesa Andrea, y al acordarse habla más pausado, procurando ajustar la memoria. “Me costaba entender lo que pasaba. Hubo gente que me decía que los militares iban a poner orden, pero no lograban convencerme”. Estuvo cinco meses recorriendo el país y, antes de tomar el avión de retorno a Europa, se juró volver. La segunda vuelta de Pat a la Argentina fue en el ‘78, justo cuando se coreaba: “El que no salta es un holandés”. Conoció a su mujer argentina en Mendoza, viendo por televisión la final de aquel campeonato entre holandeses y argentinos. Sus amigos europeos le criticaban esta vuelta al país regido por una dictadura. Pat les retrucaba: “Pero los argentinos no son fascistas”. Le parecía peligroso confundir a los militares con los argentinos: “Y era peligroso porque se aislaba al país, se impedía informar, discutir”. Por entonces apareció la bestialidad en sus perros, hasta entonces bucólicos como vacas pastando. Esos nuevos perros se le presentaron bajo las sombras de la dictadura, cuando Pat tenía un taller por Congreso. “El sol se pone al oeste, detrás del Congreso. Un atardecer, después de un día de trabajo, iba caminando por la Avenida de Mayo hacia allá y fue como si viera por primera vez ese edificio enorme, con las ventanas mal cerradas, abandonado, polvoriento, mientras la oscuridad lo iba envolviendo. Era mucho más que una metáfora. De esa época es la serie La puñalada, cuyo título viene del tango que tocaba D’Arienzo. Para mí, esa puñalada en la espalda eran los militares”. La serie impresionó a Cortázar y lo llevó a escribir el cuento “Tango de vuelta”. Pat subraya la paradoja de la imagen inspirando el relato, y no a la inversa, como suele ocurrir. Y lo dice basándose en otra de sus experiencias: cuando ilustró para un sello de Colonia (Alemania) una edición de Las mil y una noches que se convirtió en un inesperado best-seller internacional. Es que Andrea tiene un “otro yo” como ilustrador. La cosa empezó cuando el director de arte de la revista Playboy vio cuadros suyos en la Art Fair de Chicago en los ’70, y lo persiguió hasta convencerlo de que colaborara con dibujos en las distintas ediciones de la revista. Además, en 1993 participó en una muestra con Roland Topor en La Haya, llamada Fathers & Sons (Topor participó con su padre, Abraham; Pat hizo lo propio con el suyo, el grabador Kees Andrea). Y en estos días se prepara a iniciar las ilustraciones para una edición de lujo de Alicia en el País de las Maravillas.

En los últimos diez años, Pat ha vivido en París. La elección se debió a otra de las casualidades que pueblan su vida. “En el Instituto Superior de Bellas Artes se jubilaba un profesor de sesenta y cinco años. Y buscaban uno más joven, que todavía pintara. Así fue como me enganché con la docencia, y como terminé viviendo en París”. Su taller actual perteneció a Gustave Moreau, maestro de alumnos como Matisse. “Y puede ser que algo de su energía fluya en el ambiente”, dice Andrea. Lo cierto es que cuando vivió acá, en los ’80, se hizo fama de revelador de los plásticos jóvenes (fue uno de los primeros en valorar la obra de Kuitca). Ahora que vino a exponer en la muestra “Arte contemporáneo holandés en Argentina”, en el Centro Cultural Recoleta, piensa aprovechar el tiempo en ver la obra de los nuevos pintores y generar un intercambio entre plásticos europeos y argentinos. A la vez que decide dónde hará su próxima exposición individual argentina (una muestra itinerante de toda su obra empieza a girar por el mundo a fines del ‘99, y hay varios interesados en traerla a Buenos Aires en algún momento de su recorrido) y prepara los primeros bocetos para el Alicia.

Basta ver esas mujeres-muñeca, su lingerie entre ortopédica y perversa, donde pezones y pubis asoman incitantes, para sospechar cómo será la relación de Pat con Alicia, saltando por encima de la puntillosidad ingenua y leve de los dibujos originales de John Tenniel para traducir las inclinaciones húmedas de Lewis Carroll, ese paidófilo reprimido. Anticipándose a Pat, el editor le pidió una cautela que será inútil. Sin duda, el erotismo y la violencia van a estar en esas imágenes, con la misma mirada cáustica que Pat suele recrear una anunciación de Giotto en un patio de Palermo, donde una angelical cabezona con alas se le presenta a una joven desnuda que junta las piernas y se protege los ojos. “La violencia es el verdadero sujeto de mi pintura”, dice Andrea, una vez más, por si no quedó suficientemente en claro. Y, tajante, remata: “Mi fascinación por la violencia es una mirada sobre el comportamiento del hombre”. Quizá por eso es que la obra de Andrea despertó alguna vez este comentario de un crítico: “El artista que nos ilumina es un poco diablo. Y, lo sabemos, el diablo es un gran pintor”.