En uno de esos libros que vuelven póstumo a cualquier escritor (ABC de Adolfo Bioy Casares, de Daniel Martino), un breve apartado enumera, bajo el título Bioy y el cine, las preferencias cinematográficas del autor de La invención de Morel. Compuesta a partir de papeles privados y declaraciones periodísticas, la lista es tan ecléctica como sus fuentes. Incluye, entre otros, los films Nuestra hospitalidad (Buster Keaton) y La diva del teléfono blanco (Dino Risi), La fiesta de Babette (Gabriel Axel) y Ese oscuro objeto del deseo (Luis Buñuel), Los últimos días de Oblomov (Nikita Mijalkov) y Mujeres al borde de un ataque de nervios (Pedro Almodóvar), Vivir al revés (Alain Jessua) y La rodilla de Clara (Eric Rohmer) algún film de Lubitsch y Furtivos (José Luis Borau), Senso (Luchino Visconti) y El último deber (Hal Ashby). Con alguna ayuda de Martino, que recopiló lo que Bioy sin duda había desparramado, en el escrutinio confraternizan los clásicos y las novedades, los films académicos y las audacias, los recuerdos de juventud y las adhesiones de moda, el cine industrial y las aventuras de autor, los éxitos de taquilla y el prestigio, el talento y la indigencia, las comedias y los melodramas, los ejemplares industriales y las joyas únicas. Martino reclutó títulos, no razones, así que no podemos saber cómo es que Visconti, en la invisible pantalla mental de Bioy, se codeaba sin pestañear con Luigi Magni, y cómo hacía Buñuel para no escupir sobre Ettore Scola. Es posible, por otra parte, que las argumentaciones no aclarasen nada. Pero ¿es posible que Bioy no tuviera gusto cinematográfico?
¿Por qué no? Ahí, una vez más, Bioy no fue Borges (pero esa diferencia no les impidió tramar juntos el argumento de una de las mejores películas argentinas: Invasión, de Hugo Santiago). Borges, que sabía bien lo que quería (Von Sternberg, el cine de gángsters, el western: el cine como teoría del relato), aconsejaba el placer como táctica de acceso a la literatura. Bioy, por su parte, se negó a hacer del placer una idea y prefirió practicarlo. La falta de moral, la versatilidad que enrarecen su Parnaso cinematográfico delatan hasta qué punto la felicidad de un goce -uno entre muchos- lo eximía de sostener cualquier principio trascendental. Probablemente Bioy citó a Luigi Magni porque le gustó una furtiva actriz secundaria, al perezoso Oblomov porque se vio retratado, a Laurel & Hardy por sus chambonadas, a Rohmer por el glamour razonado de las chicas de la Nouvelle Vague, a Maurice Dugowson (!?) porque las butacas del cine eran confortables, a los hermanos Taviani porque la pasó espléndido con su vecina, a Lindsay Anderson porque ...
Pero ¿qué importa por qué? Por definición, el hedonismo no postula congruencia alguna, de modo que exigírsela es, además de inútil, injusto. Bioy, como buen hedonista, no tuvo un gusto sino muchos (toda política hedónica es donjuanesca): no lo atrajeron las categorías sino los particularismos, o más bien esa conspiración puntual de variables (una imagen en la pantalla, sí, pero también la alfombra de la sala, las falsas estrellas del techo, la hora del día en que se eligió la oscuridad, el ánimo al salir, la primera vez que el film reapareció como recuerdo, etc.) que forman el aura de una experiencia voluptuosa.
La cuestión es: ¿por qué eso de Bioy que la cultura progresista celebra hoy como hedonismo (el desahogo, la levedad, el encaprichamiento zumbón, cierta promiscuidad elegante, los buenos modales, la falta de énfasis) fue, hace no muchos años, lo mismo que solía enardecerla bajo el drástico nombre de privilegio de clase? Creo que la respuesta iluminaría, aunque sea de un modo parcial, el fenómeno de revalorización del que Bioy vino siendo objeto, digamos, a lo largo de los últimos quince años. Tal vez la muerte de Borges no lo explique todo. Tal vez el menemismo explique más de lo que creemos, que ya es mucho. Puede que, una vez configurada la nueva clase de clase dominante que impuso el menemismo, la vieja no nos haya parecido tan brutal, tan cínica, tan salvaje como sosteníamos que era. Comparada con la rapacidad, la violencia, la vulgaridad, el carácter puramente pulsional de ese gangsterismo, ¿cómo la imagen del escritorterrateniente -con sus alpargatas con medias, sus bombachas impecables, su libro inglés sobre los muslos y su pose de perfil, desentendida- no iba a conmovernos, si a la vuelta de la historia aparecía como el colmo de la sofisticación simbólica? Esa famosa foto de Bioy leyendo en el porch de un casco de estancia retrata algo que hoy es casi impensable: el modo en que una clase es capaz de olvidarse de sí misma y de estetizar ese olvido. ¿Cómo no llamar a eso hedonismo, estilo o clase (en el sentido de tener clase y no de pertenecer a una clase; en el sentido de ser Bioy, y no Bioy Casares) en una época en que la nueva clase de clase dominante sólo puede ser literal, contemporánea de sí misma, y ensimismarse exclusivamente en el vértigo de su compulsión a la rapiña? Así, tal vez esa confabulación -totalmente involuntaria- entre la imagen de un escritor y un régimen atroz depare algo que el progresismo argentino siempre agradecerá: el descubrimiento (o la reivindicación) del hedonismo, una bandera que por algún motivo siempre flameó en el bando de sus enemigos.