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Paul Morrissey en Argentina

Hollywood está lleno de comunistas

Empezó como colaborador de Andy Warhol, pero enseguida terminó dirigiendo las películas que después firmaría el mentor de la Factory. Hoy, convertido en un ultracatólico y derechista acérrimo, y antes de llegar al Festival de Cine Independiente para presentar una retrospectiva de su obra (y lograr sus quince minutos de fama), Paul Morrissey defiende a Elia Kazan, dispara contra John Cassavetes y ya no cree en los directores independientes. Ni en Andy Warhol.

Por HERNAN FERREIROS

En 1965, Paul Morrissey cumplía con los dos requisitos esenciales para ser aceptado en el séquito que “colaboraba” con Andy Warhol en su famosa Factory: era joven y atractivo. Por su productividad fue ascendiendo rápidamente dentro de esa corte extraña: visitante, asistente personal, manager y, finalmente, cineasta. A partir de 1968, luego de que Warhol fuera baleado por Valerie Solanis (una feminista desquiciada y visitante conspicua de la Factory) y se alejara de las películas, Morrissey ocupó oficialmente el lugar de director. Las trilogía conformada por Flesh (1968), Trash (1970) y Heat (1972) fue realizada sin la menor intervención de Warhol, aunque los films se vendieron apoyados en su nombre. Gracias a Roman Polanski, Morrissey fue contactado por Carlo Ponti para concretar una bizarra versión de Frankenstein (1973) en 3-D. El éxito de la película lo llevó a dirigir Blood for Dracula (1974) y a experimentar una fugaz carrera dentro del cine mainstream (tan fugaz que se reduce a El sabueso de los Baskerville con Dudley Moore en 1977). Pero pronto volvió a buscar financiación europea para huir del control de Hollywood. Spike of Bensonhurst (1988), un drama sobre los diferentes grupos étnicos de Brooklyn, es su más reciente trabajo. Y todas estas películas (menos la de Dudley Moore) podrán verse en Buenos Aires durante el festival.

Si en los 70 sus films escandalizaban por la explícita representación del sexo o el consumo de drogas, hoy Morrissey parece divertirse provocando desde el otro lado del abanico político. Sin dejar en claro qué tan en serio hay que tomarse lo que dice, este neoyorquino de cincuenta y nueve años se define hoy como “un católico y un conservador convencido” y, desde su departamento en Manhattan dispara dardos, tal vez envenenados con algo de resentimiento, contra todos los que se pongan a su alcance.

Hace más de diez años que no filma, ¿por qué?
-Porque ya no es posible hacer una película independiente en los Estados Unidos. Las compañías deciden qué se puede hacer, a quién se puede contratar y qué tipo de historia se va a contar. Si no se hace de ese modo, llaman a otro para que termine la película como ellos quieren.

Sin embargo tuvo ofertas de Europa. ¿Va a dirigir la nueva película de Dogma 95, el grupo de realizadores encabezado por Lars Von Trier?
-Sí, hace unos dos años escribí un guión para Udo Kier, a quien dirigí en Blood for Dracula. Es la historia de un alemán que quiere meterse en el negocio de la moda, quiere ser una especie de Calvin Klein, y se dedica a robar diseños de sus competidores. Udo me puso en contacto con este grupo de daneses que me está buscando financiación.

¿Tuvo oportunidad de leer su manifiesto? Prácticamente todos los preceptos estéticos que proponen (cámara en mano, sonido directo, nada de música ni escenografías) pueden ser aplicado a sus primeras películas de los 70.
-Desde luego. Cuando vi los trabajos de Von Trier noté que yo había hecho películas de ese modo treinta años antes. Pero sus películas cuestan al menos dos o tres millones de dólares, mientras Flesh o Trash se hicieron con mucho menos.

¿Qué piensa de los cineastas independientes de hoy?
-Que no son independientes. Apenas consiguen algo de atención van a golpear las puertas de los estudios para pedir dinero. No conozco a nadie que haya filmado tanto y haya permanecido fuera de la industria por tanto tiempo como yo.

Sus primeras películas se caracterizan por un alto grado de improvisación y un marcado realismo, ¿John Cassavetes fue una influencia para usted?
-No, sus películas son completamente distintas a las mías. Las suyas son películas muy solemnes, sin humor. Los actores no hacen más que gritarse entre ellos. Uno siente que está viendo una mala clase de teatro en la que están todos obligados a decir cosas fuertes o sentidas. Un actor grita ¡¿Qué querés decir con eso?!, y otro le responde ¿¡Qué querés decir con qué quiero decir con eso?! Para mí, el diálogo improvisado tiene que ser ligero, humorístico. En Cassavetes siempre hay demasiada agonía y angustia. Pero nuestra vida no es así. Durante los últimos treinta años, la vida en Estados Unidos se ha vuelto muy trivial. Y el humor es la mejor forma de representarla. La mayor influencia que tuve fue el cine europeo, sobre todo el italiano. En los 50 me impresionaron las películas de Elia Kazan. Él fue el último de los grandes directores norteamericanos.

¿Qué opina del Oscar honorífico que recibió Kazan y de la controversia por su colaboración con el macartismo?
-La controversia sólo muestra la cantidad de comunistas que todavía controlan el negocio de las películas y los medios. Los comunistas siguen odiando a los que se atrevieron a enfrentar el perverso sistema de la Unión Soviética. En los 50, la gente que apoyó a nuestros enemigos no pudo encontrar trabajo por un tiempo, pero después volvió al negocio. Pero Kazan entendió cuán malo era el comunismo y fue contra él. Que no se lo perdonen es la mejor prueba de que el comunismo nunca fue expulsado completamente de los Estados Unidos.

¿Cómo concilia puntos de vista tan conservadores con el estilo de vida que representaba en sus propias películas?
-Soy un narrador, y por eso no cuento historias sobre el tipo de vida que apruebo, sino sobre aquellas que tienen dramatismo. En general, uno cuenta historias sobre gente que está enferma de un modo o de otro. Como la sociedad de hoy está enferma de lo mismo desde hace treinta años, mis películas no parecen viejas. Siguen hablando de gente estúpida que trata de vivir como les decían los progresistas: tengan sexo indiscriminadamente, tomen drogas, escuchen rock & roll.

¿Entonces sus películas repudian ese estilo de vida?
-¿Acaso usted pensó que estaban a favor de esas cosas? Creo que son muy malas para la gente y me limité a mostrarlo con humor. Usted se confunde porque yo conté la historia desde adentro.

Es curioso que sostenga ideas tan reaccionarias luego de hacer la única versión marxista de Drácula (en Blood for Dracula, Morrissey pone con mucha ironía la lucha de clases en el centro de la trama, enfrentando al aristocrático vampiro con un obrero comunista).
-De ningún modo es marxista. En 1973 muchísima gente pensaba que el comunismo era algo fantástico. Por eso convertí al enemigo tradicional de Drácula en un comunista: porque no quería a alguien convencionalmente bueno contra el vampiro. Es claro que la película está del lado de Drácula, mostrándolo como alguien simpático, aunque con un costado repudiable: es un promiscuo.

¿Qué piensa de la películas de Warhol como Sleep o Empire State, que son muy diferentes a las que dirigió usted?
-Me parece que no pueden ser llamadas películas. Son simplemente planos de un edificio o de un tipo durmiendo. Todo lo firmado por Warhol en realidad fue hecho o sugerido por otra persona. Andy no tenía ideas. Él decía “Hagamos algo, yo compro la película y pongo la cámara”, y lo único que le interesaba era que la prensa mencionara su nombre. Aunque al principio los medios sólo decían que hacía cosas estúpidas, ahora la gente piensa que, como hace cuarenta años se habla de Warhol, debe ser un gran artista. Como se volvió una celebridad, los experimentos como Sleep o Empire State perduraron. Pero la verdad es que esos films se hicieron de ese modo porque antes de que yo llegara nadie tenía la menor idea de cómo hacer una buena película.