Como con el deporte y el sexo, la humanidad insiste en alcanzar el éxtasis con la guerra. Hay que decir que lo consigue, sobre todo la mitad masculina. Muchas vidas viriles y occidentales están puntuadas por el gran polvo semanal, los quick ones (esas eyaculaciones rápidas saludadas por el disco de Los Who), Fútbol de Primera, la Copa Libertadores, y -en ocasiones de Gran Ritual- el Mundial, la guerra civil (Felices Pascuas) y hasta internacional (donde las Malvinas quedan detrás de su neblina en un gran plano general con estribillos de hinchada celebrando a Galtieri y deseos de que acuda un príncipe inglés). Después, todo el resto es trabajo, desempleo y anticlímax.
En las tardes de sábados de superacción y escasa oferta cultural, las clases medias argentinas de fines de los 70 y principios de los 80 conocieron los placeres vicarios, nunca probados hasta entonces por ellas, de la guerra limpia. Al menos, así los presentaba el TEG, un juego que unía dados y fichas coloridas a un mapa decorativo, en estilo posrenacentista (leones y Arabias desiertas, hipogrifos y monstruos marinos), pero con una división política de cuando la Primera Guerra Mundial estaba por estallar en Sarajevo. Más tarde vinieron, o se difundieron, el TEG II, el Diplomatic, finalmente el 1914, que unieron trabajosas alianzas y traiciones a la geopolítica aprendida para siempre en el TEG originario, al que los nuevos juegos dieron ya la perspectiva, la simplicidad, la nitidez y la pátina de un clásico.
A quienes habían vivido en el Cono Sur una violencia local que coincidía con los últimos avatares de la Guerra Fría, el TEG los instalaba en un mundo histórico distinto y anterior, donde todo parecía posible, donde los países incluidos en los bloques recuperaban sus fisonomías propias y contrastantes, con aristas aún no erosionadas por las facilidades de Rambos y Terminators duros de matar. El mismo mundo que resurgió después de la Caída del Muro, y que la guerra en la provincia yugoslava de Kosovo ha obligado a atender. Es necesario resucitar con urgencia el TEG para aprenderlo, porque aplicar las nociones heredadas de los guerreros fríos y de La lista de Schindler es la mejor, más obstinada manera de resistirse a comprender. Cuando hacia 1810 explotaron las revoluciones en la América hispana, muchos se obstinaron en añorar los años coloniales, en los que se podía transitar por el entero continente sin temor a ser interrumpidos por partidas armadas.
Después de 1989, los países del este europeo dejaron de ser satélites de la Unión Soviética y volvieron a ser lo que siempre fueron, por debajo del laqueado de un mentido internacionalismo de amistad entre los pueblos. Demostraron que se parecían más a las ficciones de los imperialismos europeos. Ficciones despreciativas, pero que en suma eran más justas con ellos que las del Hollywood reaganiano. Con conflictos étnicos, culturales, religiosos y lingüísticos que pueden recordar a la Sildavia de Tintín. O a la Ruritania de El Prisionero de Zenda o de Ruperto de Hentzau de Anthony Hope -ambas en la colección Robin Hood, otro lugar consabido del Proceso-. O a la Freedonia de Sopa de ganso de los Hermanos Marx. O a la versión culta, highbrow, de Freedonia, la Zembla de Pálido fuego del profesor Nabokov, tan celebrada en la Argentina. Versiones más modernas, ambas católicas, que ya tienen en cuenta el barniz comunista, son la Nueva Neutralia de Evelyn Waugh o la Slaka de Malcolm Bradbury.
Los Balcanes, en particular, comprueban con pertinacia el lugar común de que la historia es más rica que cualquiera de sus representaciones, de que la realidad es más rica que la no-ficción. Los contendientes originarios en la guerra por Kosovo, serbios y albaneses, son modelos insuperables de aquellas ficciones imperiales superiores, con una atención inigualada porlos detalles. Serbia, en un extremo de ironía balcánica, reclama Kosovo porque allí fue donde perdió una batalla en 1398 contra los turcos otomanos. Cuando en el siglo XIX resurgió la nación serbia, el primer príncipe serbio se compró una cama, que fue la segunda del país. En Las armas y el varón del socialista Bernard Shaw, un personaje denunciaba la destrucción de la biblioteca real de Bulgaria: tres libros se habían caído de un único estante.
En contra de las visiones habituales de una Europa homogénea y cristiana, donde el islamismo es una importación que traen los inmigrantes junto con la ropa sucia, Albania es un país abrumadoramente musulmán. Su única exportación importante en el siglo pasado eran las tortugas. Después de la guerra, el albanés fue el régimen comunista europeo más cerrado y extraño. Esto le valió el compromiso de intelectuales franceses como Robert Escarpit, que también supo ser un modelo argentino. Estaban prohibidas las barbas y eran obligatorios los jeans (estatales). Esta república musulmana fue un enclave chino en Europa y las mezquitas lucieron gigantescas imágenes de Mao y Chou En Lai. Fue antirrevisionista, y la última nación europea en derribar sus estatuas a Stalin. En su capital, Tirana, la semana pasada, diez mil personas desfilaron con carteles en inglés que decían Amamos a la OTAN y Milosevic, criminal de guerra. Carteles en alfabeto latino, que los albaneses, la nación más pobre de Europa, adoptaron recién en 1912. El conflicto por Kosovo nos obliga a saber lo que cómodamente creíamos poder ignorar en la Guerra Fría. La lengua albanesa, aseguran los lingüistas, es la más antigua de Europa.