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MundoTV, o la televisión como museo del siglo XX

Si el latido irregular del zapping es lo que ha acabado por distinguir a ese familiar artefacto doméstico llamado televisor, no hay por qué conformarse con etiquetarlo de una vez y para siempre. Bien o mal, el televisor y lo que viene adentro han probado ser uno de los rasgos más firmes y reconocibles del último siglo de este milenio. MundoTV �una megamuestra tan imperdible como agobiante en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona� honra a su cuerpo eléctrico y a todos sus microbios: los que estuvieron, están y seguirán estando en el aire.

Por RODRIGO FRESAN, desde Barcelona

Entre tantos otros motivos atendibles, el siglo XX pasará –o está pasando, o ya pasó– a la historia como los primeros cien años que supieron ser cabalmente registrados en imágenes perdurables y ciertas. Evidencia incontestable. Todos los crímenes cometidos por el hombre y todos los asesinatos esclarecidos por el hombre fueron debidamente registrados. Historia Moderna, historias modernas. Capturadas del aire y convertidas primero en papel siglo XIX, después en celuloide plateado y luego en fibra óptica. El horror alcanza su máxima intensidad, se sabe, con la llegada de la televisión y la popularización de nuestra cotidianeidad privada y pública. A partir de la televisión, todos somos testigos. No se puede mirar hacia otro lado, no se puede jurar que uno no sabía nada, porque la programación de nuestras vidas siempre es interrumpida para que una noticia de último momento nos alcance como una bala de rifle o un pedazo de Luna.

NAVEGANDO CANALES Algunos todavía lo recuerdan como una pesadilla o una bendición, quién sabe. Pero en riguroso blanco y negro: con los colores de los sueños. Cuatro o cinco canales. Eso era todo, amigos. Y la obligación casi aeróbica de levantarse a cambiar de emisión o ajustar la antena para conjurar a los fantasmas. Porque en un principio, la televisión y el televisor no se parecían a la vida real: mueble grande y todo gris. Así empieza MundoTV, la muestra que se viene desarrollando en el monumental Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona y que continuará emitiéndose todos los días hasta el 25 de julio de 1999. Una sala rectangular y cuadrafónica donde se anuncia “El siglo en directo”, a la que uno entra con la comprensible cautela de quien se adentra en un bosque de los hermanos Grimm sin miguitas en las manos. Ahí está todo, en pantalla triple y gigante. En gris y grises, en blanco y blancos y en negro y negros: la imagen lejana del hombre en la Luna dando ese pequeño paso para un hombre y gran paso para la humanidad, a la vez que la tapa de los sesos de JFK vuela por los aires de aquella mañana inolvidable de Dallas. MundoTV comienza –paradoja intencional– con una sala de cine a la que uno entra y se sienta y el espectáculo empieza cuando uno llega: quince minutos de grandes éxitos televisivos bombardeando al espectador desde tres pantallas simultáneamente. La gira histérica de los Beatles se funde con la gira mesiánica del papa Juan Pablo II; la joven Diana vestida de novia sonríe desde una carroza lenta mientras los bomberos franceses extraen su cuerpo de un Mercedes Benz que corría demasiado rápido; guerras y paces, Hitler y De Gaulle, nacimientos y funerales, Madre Teresa y Mao, Franco y Nixon, hongo atómico y napalm, Challenger y Apolos, funerales de Evita y masacre de Ezeiza (nuestra humilde contribución al caos) y, para terminar lo que no termina, la imagen silenciosa de esa cámara instalada en ese misil buscando su blanco sobre Yugoslavia.
Una breve pausa y todo vuelve a empezar. Uno se pone de pie, se refriega los ojos, y descubre que la historia televisada de la segunda mitad de este siglo sería un apasionante programa de televisión. La antropóloga Margaret Mead dijo: “Gracias a la televisión, los jóvenes son por primera vez testigos de una historia imposible de ser censurada por sus mayores”. El único problema es que no se entiende bien, y, como historia no es muy verosímil que digamos, a no ser que se la vislumbre –con la cautela con que uno se acerca a un mamífero pesado– a través de sus ficciones.

LA ESCENA DEL CRIMEN Si en la novela policial clásica inglesa, el cadáver siempre aparece en la biblioteca y el asesino suele ser el mayordamo, en MundoTV los cadáveres –aunque no nos demos cuenta de ello– siempre seremos nosotros y el criminal perfecto no es otro que ese maldito artefacto. La escena del crimen, se entiende, es el living. Uno de los tramos más encantadores del recorrido propuesto por MundoTV es –apenas aliviadas las pupilas de tanta noticia eléctrica– el ámbito llamado “Telépolis”. Escalera mecánica en picada ascendente y al fondo a la derecha. El folleto/catálogo explica que “la televisión implica una renovación de los sistemas de vida del hogar. Durante seis décadas la tecnología televisiva y sus programas han acompañado los cambios de diseño de las salas de estar, convertidas en salas de congregación alrededor de un aparato que irradia imágenes al estilo de lo que Jacques Tati imaginó en su edificio acristalado de Play Time”. Telépolis es la perfecta reconstrucción arqueológica de seis livings –uno por década– mostrando los cambios estéticos con, claro, una televisión encendida latiendo como corazón delator de todo el asunto. En las paredes transparentes, seis sucesivos mapas muestran el avance ininterrumpido y cada vez más veloz de la epidemia catódica: para 1940 sólo el Reino Unido, Rusia, Francia y Estados Unidos son víctimas orgullosas del contagio sin vacuna. Dos mapas más tarde, el mundo es un sitio eminentemente televisable. Uno entra a esos livings, se sienta en los distintos sillones y cree que recuerda habiendo olvidado todo. El living ‘60 no se parecía a mi living ‘60, pero la diferencia definitiva es la misma: todos esos colores psicodélicos en muebles, alfombras y cortinas son devorados sin resistencia alguna por el remolino blanco y negro de esa pantalla ahí enfrente. Y no había control remoto y habían menos canales y era más difícil eso de estar levantándose a cada rato a la altura de los avisos. Pero más difícil era levantarse a apagar aquello que estaba encendido.

ESTADOS ALTERADOS Pocos días antes de entrar a MundoTV un grupo considerable de ya no tan jóvenes pero sí irreconciliables escritores latinoamericanos había confesado sin demasiado esfuerzo que –más allá de las diferentes estéticas– todos ellos se habían nutrido y aprendido buena parte de lo que sabían del oficio gracias a los veintipico minutos semanales contados por Rod Serling y su Dimensión Desconocida: pequeñas y breves historias morales narradas con una perfecta economía de medios y las palabras justas. La sección titulada “La ficción seriada” de MundoTV honra los méritos de Rod Serling como el primer gran escritor del medio, a la vez que subraya la idea de que “el máximo aporte de la televisión a la historia de la ficción universal es la concepción de progresión, el proporcionar un placer peculiar basado en la repetición y la singularidad”. La sala presenta un aspecto ominoso. Varios cilindros similares a flotarios o tanques de aislamiento como los que William Hurt utilizaba en el film Estados alterados. Cada uno de ellos contiene la esencia, el núcleo de una gran serie televisiva. Las mejores. Elegidas por un selecto grupo internacional de periodistas especializados. Uno va entrando en los tanques y es rodeado y bombardeado por la radiactividad catódica de voces, colores y músicas. La vanguardia surreal de El detective cantante de Dennis Potter, la paranoia orwelliana de El prisionero, el dibujo animado como forma de perversión y bella arte que son “Los Simpsons”, la decadencia imperial de Yo, Claudio, el gran infierno chico de “Twin Peaks”, el desenfreno a go-gó de “Los vengadores”, las sagas familiares sin fronteras de Brideshead Revisitado (Inglaterra), Heimat (Alemania), Ramayana (India) y, por encima de todos y todo, la sonrisa de Rod Serling y esa musiquita que a menudo vuelve como banda sonora de nuestras más felices pesadillas, esas que solemos soñar con los ojos bien abiertos.

CABEZAS PARLANTES “Los persuasores”, leo en la entrada del siguiente recinto. Entro. Y ahí están todos ellos. Las cabezas parlantes. Los hombres y mujeres que aprendimos a conocer en primer plano y bien de cerca, más allá de las inevitables distancias. A veces se los ama y a veces se los odia, pero ahí están todos, y de golpe el súbito vértigo de comprender que uno conoce mucha más gente de la que pensaba. Y que buena parte de esa gente nos resulta más familiar que nuestros familiares. El catálogo los señala como “la base del star-system televisivo, un cuerpo común hecho de múltiples caras” y los posiciona “contra la multiplicidad del Olimpo cinematográfico”. Es que “la televisión ha creado casi un personaje único, un mensajero del sentido común, un Hermes pragmático capaz de comunicar al espectador un referente sólido, una confianza estable”. Aquí están, éstos son: Edward Murrow, Walter Cronkite, Bernard Pivot, Johnny Carson, David Letterman, Raffaella Carrá así hasta contar hasta quién sabe cuánto, hasta llegar a la síntesis y la mutación de la que no hay retorno: al final de la fila acecha la sonrisa lobuna y sintética del verdadero homo-video: Max Headroom, ¿recuerdan?

AUNQUE USTED NO LO CREA La siguiente parada es casi un oasis. Una humilde estancia negra. Butacas. Otra pantalla grande transmitiendo sin parar. Me siento y leo: “El esplendor de lo real” está dedicado exclusivamente al gran documental televisivo. Obras maestras del género. Me toca uno francés sobre Vietnam. Durante unos minutos largos como siglos contemplo una patrulla norteamericana prolijamente arrasada por un enemigo invisible. Dimensión desconocida.

LA FUGA Salgo y entro en donde no debería haber entrado nunca. “En el estudio” reconstruye con fidelidad el set de grabación del programa infantil del cómico infantil norteamericano caído en desgracia Pee-Wee Herman. Hay un sillón que grita, flores que cantan a gritos desde sus macetas, el piso se mueve y la música es atronadora. Resulta perfectamente comprensible que, años atrás, en el planeta 80, Pee-Wee haya decidido huir de todo eso y entrar a masturbarse en un cine porno de Florida donde fue atrapado por las fuerzas de la ley y el orden. Pensar y honrar a Pee-Wee Herman como un gran fugitivo del medio. A la hora de la denuncia, todas esas películas que van de Poder que mata, pasan por Quiz Show y van a dar a The Truman Show, no son nada en comparación con la vida pasión y muerte de San Pee-Wee, quien murió por nuestros pecados pero nunca pudo resucitar al tercer día.
Esta estación del calvario se complementa con un apartado dedicado a los programas cómicos (y sus risas grabadas) y a los famosos no-televisivos frente a las cámaras de televisión diciendo cosas profundas donde resulta imposible ahogarse pero nada cuesta flotar sobre las olas. Un lugar donde se pueden cerrar los ojos y prescindir de los rostros y en el que –por poco tiempo– la palabra se impone a la imagen. Veo y oigo a Borges y veo y oigo a Oppenheimer, el creador de la bomba atómica, y nada me sorprende descubrir que hablan más o menos de lo mismo.

LA VENGANZA Entro y ahí está Jack Lemmon cambiando de canales con cara de asco y Bob Geldof arrojando un televisor por la ventana. Aquí crece y se alza el territorio de la revancha. Mucho se ha hablado sobre la influencia perniciosa de la televisión sobre el cine. Pantalla chica contra pantalla grande. David y Goliat, esas cosas. Lo que se observa aquí es una astuta y reveladora compaginación de grandes escenas de grandes películas donde aparece la televisión vista por el cine. Vista –nada es casual– con ojos entrecerrados y cejas arqueadas de cowboy dispuesto a disparar con la menor excusa.

LA VENGANZA II Pero, claro, enseguida, en ese último round cuando la televisión parece en la lona, se pone de pie y contraataca como Rocky-Rambo. “La fragmentación” es una sala dividida en cubículos hospitalariamente clínicos. En cada uno de ellos un televisor lanza clips de fragmentación, estructuras atomizadas, nuevas formas de narrar para un nuevo milenio. A Rod Serling –como a Elvis, quien solía vaciar sus revólveres sobre los televisores de hotel de Las Vegas– no le hubiera gustado nada, pienso.

LOS MUERTOS VIVIENTES La última escala se llama “La cripta”. Nombre paradójico: nada ha muerto aquí, lo que yace pero no descansa en paz es la crema de la crema. Los mejores capítulos de las mejores series. Los momentos inolvidables listos para ser consultados como si se trataran de esclarecedoras piedras de Roseta o confundidores rollos del Mar Muerto. Aquí está la verdadera historia de la Historia. Aprieto un botón, espero unos segundos y vuelvo a ver, como si nunca lo hubiera visto, en pantalla digital y sin avisos, el último episodio de El fugitivo.

OFF El fugitivo siempre es uno. Llevamos años tratando de escapar de la televisión pero felices de que nos persiga. Tal vez algún día lo haga. Ya son varios los que han sido capturados por sus fauces y hoy viven y mueren en sus tripas: los videokillers de Denver, los pilotos de guerra entrenados por monitor que disparan sobre un puente con la frialdad de un joystick-gatillo, las parejas que se filman y se miran para recién entonces poder creer su existencia, los que acuden a los estudios para reírse cuando se les indica, los que llaman a Televisión Abierta para reclamar –antes de que sea demasiado tarde– sus cinco minutos de fama. Hay quien dice que la televisión es democracia en su peor forma. Hay quien dice que la televisión es como los maníes: en realidad a nadie le gustan pero no se puede dejar de comerlos. Y hay quien le contesta que la televisión es la posibilidad de ser entretenido por personas a las que uno nunca invitaría a su casa. Se deja atrás MundoTV –al menos en mi caso– con la felicidad cautelosa de no tener televisión todavía. De haberla dejado lejos y de permitirse el lujo de pensar si tendrá algún sentido comprar una. Si no será mejor volver todos los días al cine, leer más, mirar el techo en lugar de mirar la pantalla. El horizonte del barrio antiguo de Barcelona –casas de más de un siglo– aparece, desde las alturas del Centro de Cultura Contemporánea, puntuado por cientos de antenas captando y transmitiendo. El efecto es curioso, paradojal y no está lejano al efecto que produce MundoTV a medida que uno se aleja de su órbita: la televisión ya no como milagro sino como objeto de museo, altar nostálgico y automático, lo que ya ha sido por más que siga siendo.