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Los usos políticos de la Novena Sinfonía de Beethoven

La canción
es la misma

Si bien fue concebida como un Himno a la fraternidad, desde el día de su estreno, en 1824, la Novena Sinfonía de Beethoven estuvo cargada de connotaciones políticas antagónicas. Durante la Primera Guerra encarnó los principios de la Revolución para los franceses mientras que en las trincheras alemanas sonaba como el emblema de la superioridad aria. Fue música demócrata para los norteamericanos y revolucionaria para los soviéticos. Apareció en las películas de Godard, Kubrick y Subiela. Los racistas de Rodhesia la eligieron himno. Y la Comunidad Europea también, sólo que en la versión dirigida por un nazi. El musicólogo argentino Esteban Buch acaba de publicar La Novena de Beethoven, una historia política, un libro del que Radar reproduce un fragmento y en el que desentraña los usos políticos más diversos de la Sinfonía que incluye la Oda a la Alegría.

Por Eduardo Febbro,
desde París

En la novela de Anthony Burgess La naranja mecánica, Alex, el cínico criminal que sólo alcanza el goce extremo mediante la violencia gratuita y la música clásica, tiene un ídolo supremo: Ludwig van Beethoven. Para curarse de ese mal que lo corroe, Alex recibe un tratamiento a imagen y semejanza de sus dos pasiones: el crimen y la música. Su cura, llamada “Ludovico”, asocia las imágenes más cruentas a la música clásica: la Quinta Sinfonía de Beethoven acompaña el desfile escalofriante de escenas de horror. Cuando Stanley Kubrick adaptó la novela de Burgess en 1971 reemplazó la Quinta Sinfonía por la Novena. El célebre final con el poema de Schiller (“Oda a la Alegría”) contiene el utópico mensaje de una concordia universal que, para Alex, se volverá una pesadilla: escenas de los campos de exterminio nazi con Beethoven como música de fondo. La ironía de Burgess y de Kubrick es poca al lado de la inmensa trama de interpretaciones a la que dio lugar la Novena Sinfonía de Beethoven. En 1972, el Consejo de Europa adoptó como himno eurocomunitario el comienzo de la famosa “Oda a la Alegría”. Casi al mismo tiempo, el régimen de Rhodesia y su poder apoyado en el apartheid reemplazaban al no menos famoso “God Save the Queen” por el último movimiento de la Novena de Beethoven como himno nacional. Beethoven, una vez más, prestaba sus servicios a la política: de manera ilegítima en Rhodesia, de forma mucho más cínica en Europa (la versión del himno europeo que se utiliza en las ceremonias es la que grabó el director Herbert von Karajan, el célebre e intempestivo director que había adherido al partido nazi el mismo año en que Hitler accedió al poder).
Ejemplos como éstos atraviesan toda la historia de la Novena Sinfonía. En la Primera Guerra Mundial, Beethoven y su música eran para los republicanos franceses el símbolo de sus valores mientras que, del lado de las trincheras, los alemanes lo consideraban como el emblema de la superioridad aria. La historia de esas curiosas apropiaciones es el objeto central del monumental trabajo de investigación realizado por el argentino Esteban Buch y publicado ahora en París por la editorial Gallimard: La Novena de Beethoven, una historia política. Buch llegó a Francia en los 90 y actualmente trabaja en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS). Autor de un libro sobre el Himno Nacional argentino e Historia de un secreto, sobre la Suite lírica de Alban Berg, Buch se especializa en el estudio de las relaciones entre la música y la ideología. Su libro sobre la Novena de Beethoven no es una historia musicológica sobre la elaboración o la creación de la obra sino acerca de la contaminación de la estética por el virus de la política. El final de la Novena Sinfonía es hoy la música “política” más célebre de la historia. El Opus 125 de Beethoven y la figura del músico sirvieron en causas tan diversas como contradictorias y Buch retrata con rigor y exactitud ese curioso periplo que llevó a Beethoven a ser el héroe nacional de los alemanes entre las dos guerras, un gran demócrata para los norteamericanos y un revolucionario para los soviéticos.
Después de leer su libro queda una sensación inquietante.
–Creo que la Novena Sinfonía no es inquietante. Es una obra tan conocida que parece que no hay en ella nada nuevo para escuchar o interpretar. Sin embargo, la historia de la recepción muestra que la Novena Sinfonía es inquietante cuando se la relaciona con los usos que le dieron los nazis, los racistas de Rhodesia o las ficciones como La naranja mecánica. La Novena Sinfonía tiene una suerte de elasticidad casi infinita que le permite ser reivindicada por gente con visiones incompatibles sobre la moral y el papel social del arte.
Las condiciones históricas de la creación de la Novena Sinfonía poseen un doble cariz: por un lado el musical, por otro el del poema de Schiller, “Oda a la Alegría”, que forma parte de la sinfonía final.
–El poema es del siglo XVIII y la sinfonía del siglo XIX. Esa transición es interesante porque entre 1785 (cuando Schiller escribe el poema) y el 7 de mayo de 1824 (cuando la sinfonía se estrena en Viena), la figura central es la Revolución Francesa. En ese período se produce el nacimiento de la sociedad moderna. Históricamente, la Novena Sinfonía se ubica en un momento de cambio absoluto y creo que ésa es una de las razones por las cuales ha concentrado tantas paradojas y tantas apropiaciones diferentes.
Desde el día de su estreno, la Novena Sinfonía significó un hecho político importante.
–Sí, pero yo diría que la obra en sí fue un gesto político. Aunque no se trató de una intención determinada, como para decir: Beethoven quiso hacer exactamente esto. Por ejemplo, la cantata del concierto de Europa para el Congreso de Viena, escrita por Metternich algunos años antes, en 1814, tiene un claro objetivo político: apoyar el orden instaurado en Europa en el momento de la caída de Napoleón. No hay lugar para mucha especulación: su inscripción política era evidente. El caso de la Novena Sinfonía es mucho más complejo, porque el poema de Schiller es un manifiesto con ideales más generales como la fraternidad universal y una divinidad relacionada con la idea de la naturaleza.
Sin embargo tenía una intención política un poco más concreta.
–En esa época fue básicamente una crítica al absolutismo, al viejo régimen monárquico. Por una parte está el contenido del poema y, por la otra, el lenguaje musical de Beethoven. En la Novena Sinfonía (y en particular en el último movimiento, que contiene la “Oda a la Alegría”) hay una retórica musical que convoca géneros de música política. El primero es la idea del himno: una relación entre una comunidad humana que se pone en escena a través de un canto conjunto. Es una idea muy antigua pero que en Europa posee forma política a partir de “God Save the Queen” y de la Marsellesa, dos casos que anteceden a la “Oda a la Alegría”. También se apela a la retórica de la música militar, especialmente en el solo del tenor donde se convoca una música de marcha que confluye con una noción heroica de la existencia humana, relacionada con el combate y la lucha. Después se cita una música con sentido religioso. Todos estos aportes, es decir el poema y la retórica musical de la obra, hacen que la música tenga dimensión política.
Tiene a la vez contenidos polifónicos y polipolíticos.
–Efectivamente. Si se la analiza positivamente puede decirse que es una riqueza, si se lo toma desde un punto de vista crítico puede decirse que es una ambigüedad. Y esta ambigüedad es justamente lo que muestra la recepción de la obra.
¿En qué momento la Novena Sinfonía empezó a ser percibida por el poder como una música capaz de servir políticamente?
–En 1845, casi 20 años después de la muerte de Beethoven, cuando se levanta la estatua de Beethoven en Bonn, su ciudad natal. Pero la utilización real de la sinfonía por el poder empieza después, cuando irrumpen los nacionalismos. Por ejemplo, hacia 1880 los republicanos franceses empiezan a identificar los valores de la Novena Sinfonía con los valores de la República Francesa: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Con la fraternidad era fácil porque la palabra estaba en el poema de Schiller; con la libertad y la igualdad era más difícil, porque el texto no las menciona. A finales del siglo XIX, en Alemania y Francia se le termina de dar su forma moderna.
En la Primera Guerra Mundial la Novena Sinfonía aparece allí en los dos campos: alemanes y franceses la usaban a ambos lados de la frontera.
–Esa es una de las paradojas. Cuando estalla la Primera Guerra los alemanes tenían armado un discurso sobre la supremacía de la música alemana y sobre cómo el gran Beethoven los iba a guiar en el combate.Simultáneamente, del lado de los franceses reinaba la imagen del Beethoven republicano. Cuando la guerra terminó se dijo: “La Novena Sinfonía es el himno de los aliados y hay que prohibirle a la Alemania criminal que la vuelva a tocar”.
Entre la Primera y la Segunda Guerra se vivió una suerte de reconciliación beethoveniana.
–Entre las dos guerras hubo un paréntesis. Durante las conmemoraciones por el centenario de su muerte, en 1927, se impuso una idea internacionalista de Beethoven: se pensaba que era urgente construir la paz y evitar que hubiera otra guerra. Claro que esto no impidió que muchos nacionalistas, que para ese entonces ya eran protonazis en Alemania, desarrollaran su discurso.
Luego viene el surgimiento del nazismo.
–En apenas seis años el discurso de extrema derecha se transformó en la voz oficial de la Alemania nazi. Durante los años 30 los nazis potenciaron el discurso nacionalista tradicional agregándole algunos ingredientes racistas como decir que Beethoven era un ejemplo de la capacidad creadora de la raza aria, aunque Beethoven no tenía nada de ario.
Usted destaca el uso de la Novena Sinfonía que hicieron los racistas de Rhodesia, que la convirtieron en himno nacional.
–Son los dos únicos casos en los que la sinfonía es utilizada como himno nacional. Lo de Rhodesia tiene un costado cómico. Rhodesia era un Estado sin ningún reconocimiento internacional. Incluso había un embargo de la ONU decretado luego de la proclamación unilateral de independencia, en 1965. Los blancos, que eran el 4 por ciento de la población y querían mantenerse en el poder, decidieron que les hacía falta un himno nacional. Lo extraño es que no eran grandes beethovenianos. Se les ocurrió así nomás porque Miguel Ríos acababa de hacer una versión pop de la Novena.
El intento de recuperación más paradójico es el de Europa.
–La elección de la Novena como himno europeo es mucho más serio y complicado. El proceso empieza en el ‘72 y concluye en el ‘85, con la adopción de la Novena como himno. Originalmente, el Consejo de Europa la eligió porque para ellos Beethoven era el representante del genio europeo asociado a valores democráticos. Pero como la Novena Sinfonía no es una manifestación de fe en Europa sino en la humanidad, el Consejo se preguntó qué hacer. Lo que se les ocurrió fue conservar la música y eliminar el poema, porque no hablaba de Europa y estaba en alemán. Hubo una doble evacuación del texto: por su contenido literal y por su idioma. El himno refleja a pesar suyo contradicciones inherentes a la construcción europea. De hecho, la gran mayoría de la gente ignora completamente que la Novena Sinfonía es el himno europeo.
Que la versión utilizada por Europa sea la dirigida por Herbert von Karajan, que adhirió al partido nazi, ilustra hasta el absurdo esta historia.
–Es inquietante en términos de lo que es la cultura europea. Pero además hay una suerte de ilegitimidad en el himno europeo, por dos razones. Primero, porque Europa no es el universo. Apropiarse de un signo universal para decir “esto es Europa” es un problema. Segundo, porque Von Karajan es un nazi.
En la segunda mitad del siglo el síndrome de la recuperación política de la sinfonía fue disminuyendo.
–Sí, el síndrome se hizo menos visible, pero existen dos momentos importantes: el concierto que Leonard Bernstein dio en Berlín por la caída del Muro y el de Yehudi Menuhin en Sarajevo. Que la fuerza de las apropiaciones haya disminuido tiene menos que ver con lo político que con el desgaste de la figura de Beethoven como icono político y cultural. Algo que ni siquiera es cierto, porque la obra de Beethoven está siempre presente en los repertorios.
Incluso Andy Warhol y Jean-Luc Godard llegaron a usar música de Beethoven.
–Eso sucede porque ni siquiera las vanguardias tienen mucho que decir sobre Beethoven. Warhol lo usó en el ‘87 porque Beethoven es hasta tal punto una figurita repetida (Warhol es un artista de la repetición) que le sirve a todos. Hoy Beethoven es una figura neutra desde el punto de vista ideológico. Es un mito convertido en lugar común. Y eso es lo fascinante: es un lugar común, todos lo conocemos, no nos dice nada, pero adentro cabe todo.
Alguien puede quedar con culpa al escuchar la Novena Sinfonía.
–No sé si hay un peligro real, pero sí un peligro simbólico indudable. Hace poco leía el cuento de Borges “Deutches Requiem”, que es la historia de un nazi al que le gusta Brahms y Schopenhauer. En un momento dice: “Sepa quien ahora se maravilla ante estas obras que yo también me maravillé ante esos mismos lugares. Yo, el abominable”. Creo que eso lo resume bien. La pregunta es hasta cuándo estamos obligados a hacernos cargo de todo al ponernos en contacto con esas obras.