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Un lugar que no necesitó modernizarse

Por Alberto Goldenstein

Comencé siendo público del Rojas en 1989, con la apertura de la Galería. Me fascinaba y me espantaba a la vez. El cuadro era más o menos éste: una vez que sorteabas las mesas de un bar (más bien buffet de club de barrio), pidiéndole permiso a la gente sentada allí desde hacía horas, con un fondo de griterío de una banda de brasileños que enseñaban danzas africanas, llegabas a una instalación de Liliana Maresca, para mí insólita: esqueletos de sillas de playa y de una sombrilla esparcidas por ese hall. Sobre esas ruinas playeras, Batato gritaba un poema acerca de la concha de tu madre, o algo así. Mezclados entre la multitud, punks de tetrabrik que, pasando por Corrientes (al lado había una disco metalera) entraban a ese vernissage demencial, a seguir chupando y a formar parte inadvertidamente del surgimiento de la nueva Galería de Arte del Centro Cultural Ricardo Rojas de la UBA.
Era la oficialización de la paracultura. Con el tiempo (y, supongo, la convertibilidad, entre otras cosas) la furia se fue calmando. Los contados cursos del comienzo del Centro fueron multiplicándose, incluyendo nuevas áreas. En 1991 empecé a dar mis talleres y el clima under continuaba. Solía tener vecinos de aula complicados: cursos de flamenco o de liberación de la voz producían cataclismos inesperados y una concentración difícil de sostener ante la amenaza de la próxima explosión. Podía llegar a haber cruentas luchas intestinas por la tenencia del proyector de diapositivas. Hubo una época en que apagar la luz del aula para la proyección dejaba a oscuras a todo el piso, pues un único interruptor apagaba y prendía todo. Todo era una mezcla de lágrimas y sonrisas (o carcajadas y aullidos).
Lo cierto es que, poco a poco, los cursos se ampliaban y la afluencia comenzaba a ser masiva. Todo lo que se hacía en el Rojas se llenaba de gente: los espectáculos, los cursos, las inauguraciones. En 1994 se reformó la planta baja, revalorizándose la Galería con un agregado: la inauguración de la Fotogalería. El buffet se transformó en un bar con lugar propio. Hubo protestas: algunos históricos decían que el Rojas parecía ahora un local de la marca Mango, tipo Las Cañitas o Punta del Este, pero la verdad es que al agrandarse la maceta las raíces se acomodaron mejor.
El Rojas creció, maduró, se volvió cool (las damajuanas de la inauguración se reemplazaron por auspicios de vino fino). Como todo, como el afuera. No se modernizó porque siempre fue moderno en el mejor sentido: actual, cambiante, más proclive a las experiencias que a las ideas. Un plato bien argentino hecho a base de improvisación, idealismo y disparate. Un lugar en donde el arte está a salvo.
* Alberto Goldenstein tiene a su cargo la coordinación de la Fotogalería en el Centro Cultural Ricardo Rojas, que este mes festeja sus quince años de pertinaz y valiosa existencia.

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