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Burton Ciudadano

El sueño de todo biógrafo es que su biografiado sea inseparable de su obra: que
sus obsesiones privadas, su historia pública y su arte sean uno. El sueño se le hizo realidad a Ken Hanke con la recién publicada Tim Burton: An Unauthorized Biography of the Filmaker donde, por primera vez, se cuenta la vida privada del creador de El joven manos de tijeras, Ed Wood y Beetlejuice. En las páginas que siguen, Rodrigo Fresán recorre el libro y la vida, pasión y pelo de un freak que, además, es uno de los pocos grandes artistas que le quedan al cine contemporáneo.

Por RODRIGO FRESAN

Alguna noche, dentro de algún tiempo, la cámara cruzará la verja de un castillo muy parecido al castillo donde se esconde Edward Scissorhands, se detendrá por un segundo frente a un cartel que ordena No pasar y comenzará a trepar por las paredes hasta pasar a través de una ventana iluminada donde agoniza un anciano llamado Tim Burton. El anciano dejará caer una bola de cristal y nieve que sostiene en su mano como si fuera el último sitio de donde agarrarse a esta vida y dirá una última y definitiva palabra que, seguro, no va a ser “Rosebud”. La pregunta es, claro, cuál será la última palabra de Tim Burton.
CERO ¿Quién es Tim Burton? ¿Es Tim Burton un claro producto de su época o es alguien fuera del tiempo y del espacio? Como se verá enseguida, su historia y su vida desbordan clichés de esos que suelen clavar sus dientes en la espalda del sueño americano: el triunfo del monstruito y todo eso. Sí, hasta alguien como Tim Burton puede triunfar en un país tan generoso. Algunos lo definen como un torpe que apenas sabe hablar. Otros admiran su habilidad a la hora de firmar contratos (cinco millones por adelantado se filme o no se filme, da igual), de negociar porcentajes del merchandising que acompaña al asunto (muñequitos, libros, bandas de sonido) o de ubicarse cómodamente en la posición de productor ejecutivo (Batman Forever, Jim y el durazno gigante) o de megafactotum invisible cuyo nombre aparece hasta en el título (Tim Burton’s The Nightmare Before Christmas, conocida en Argentina como El extraño mundo de Jack). Tal vez Tim Burton sea una mutación: lo mejor de ambos mundos, alguien que llegó para quedarse. El nuevo hombre hollywoodense.
Afuera nieva.


UNO Tim Burton llegó a este mundo quién sabe desde dónde el 25 de agosto de 1958, en una ciudad norteamericana llamada Burbank en honor a un dentista de Los Angeles que se mudó ahí y puso un rancho en 1867. El padre de Tim Burton, Bill, trabajaba en Parques y Paseos –luego de una breve y accidentada carrera como jugador de béisbol– y su madre, Jean, era la dueña de un negocio de artículos de regalo para gatos llamado Cats Plus. Burbank es esa ciudad toda igual, todos sonrientes, que aparece en las películas protagonizadas por Pee-Wee y Edward Scissorhands, es decir: por Tim Burton. Burbank es ese territorio norteamericano conocido como “Suburbia”. Uno puede volverse loco muy fácilmente en Suburbia.


DOS Tim Burton nunca se llevó bien con sus padres y probablemente nunca se lleve bien. Hoy no se habla con ellos. Tampoco con su misterioso e invisible hermano menor, Daniel, artista a quien pocos han visto y a quien algunos señalan como el verdadero genio detrás de Tim, que lo exprime en las sombras y fuera de cámara. Rumores. En una entrevista con The New York Times Magazine, Tim Burton comentó: “Siempre fui una persona un tanto remota y, desde que tengo memoria, quise salir de mi casa. Mis padres... No sé, casi fisuro cuando, hace unos años, me di cuenta de que no sabía casi nada de ellos. Ni siquiera sé lo básico, como por ejemplo dónde nacieron”. Jean y Bill se defienden diciendo que nunca se entendieron con su hijo porque nunca lo entendieron. Para ellos, Burbank era el paraíso en la Tierra; para su hijo, Burbank era “un lugar maravilloso desde un punto de vista infernal... Cuando uno es chico, piensa que todo es extraño. Y, a su vez, uno piensa que piensa eso porque es chico. Pero un día uno descubre que ya es un hombre y que todo es extraño”.
Cuando Tim Burton era chico –Guerra Fría y películas de terror clase B y vecinos “todos iguales, todos haciendo lo mismo, como los aldeanos que perseguían al monstruo al final de Frankenstein; un sueño americano puritano”–, quería crecer rápido para poder trabajar de “el hombre adentro del traje de Godzilla”. Cuando Tim Burton era chico, era un pésimo alumno; nunca leyó un libro (y sigue sin leer); fundó el Club del Cementerio; filmó una película con muñequitos titulada The Island of Dr. Agor (“La isla del doctor Agor”); su disco favorito era Welcome to my Nigthmare (“Bienvenidos a mi pesadilla”) de Alice Cooper; y todas las noches –después de pasar horas dibujando– se iba a la cama a soñar con los ojos abiertos mientras le rezaba a su dios privado, un dios llamado Vincent Price, para pedirle que lo sacara de allí lo más rápido posible. Ahora, Dios lo oyó y le consiguió trabajo, no con San Roger Corman sino con el Demonio Disney. Los caminos del Señor son inescrutables.


TRES El joven Tim Burton termina el secundario –en el flamante Tim Burton: An Unauthorized Biography of the Filmaker, de Ken Hanke, aparece una rarísima foto de Tim Burton peinado: es otra persona, es como esas fotos primerizas y perturbadoras de Marilyn Monroe con el pelo de otro color– y recibe una beca del California Institute of Arts (CalArts), fundado por Walt Disney. Lo ponen a dibujar. Disney murió hace poco y todos se la pasan invocando su fantasma, preguntándose cómo lo hubiera hecho Walt. No innovar. La idea de Tim Burton de trabajar en animación para los estudios comienza a hacer agua, tierra, aire y fuego. Tim Burton no encaja ahí: “Me pusieron a dibujar para The Fox and The Hound (zorro y sabueso casi desconocidos en la Argentina). No me salían. No podía dibujar esos zorritos à la Disney. Los míos parecían topadoras”. Tim Burton empieza a dormir catorce horas por día: diez en casa, cuatro en el trabajo, en un armario o debajo de su escritorio. La enfermedad se llama hipersomnia, forma de escape, depresión crónica. No lo echan. Lo transfieren, lo ponen a dibujar lo que se le ocurra y de esos días y esos blocks surgen los bocetos primales de lo que mucho más tarde, en 1993, será El extraño mundo de Jack. Le dicen qué lindo, piensan qué raro. Algo de razón tienen.


CUATRO En sus ratos libres, el joven Tim Burton escribe y dibuja un libro infantil llamado Vincent, un sentido homenaje a Price y, al mismo tiempo, una elegía desesperada a su infancia disfuncional: en el libro un niño llamado Vincent Malloy sueña que es Vincent Price. Tim Burton llama a Price y le pide realizar el corto. Price responde “Enchanté”. Alguien en Disney pone 60 mil dólares sobre la mesa y surge un film de animación de seis minutos y, ahí, el perfume esencial del que se desprenderá toda la obra de Tim Burton. Vincent Malloy –conviene señalarlo– tiene un peinado muy, pero muy raro. Un raro peinado nuevo. Algo nunca visto en los estudios Disney, si no se cuenta el peinado de Tim Burton. Vincent –luego de que el niño imagina que convierte a su perro en un zombie y arroja a su tía en un caldero de cera hirviente– termina con Vincent ¿haciéndose? el muerto para evitar salir a jugar al sol y al aire libre. Los estudios Disney le piden que cambie el final. Prefieren un final en el que –Tim Burton casi se desmaya– Vincent abandona sus fantasías morbosas y es disneyzado a la normalidad cuando su padre lo invita a un partido de béisbol. Burton se hace el que no escucha y las cosas quedan así: los estudios Disney sólo “estrenan” el film en festivales del tipo “artístico” durante 1982. Buenas críticas. Algunos premios. Y Burton vuelve a dormir catorce horas por día.


CINCO Tim Burton se despierta con dos nuevos proyectos para la Disney. Primero, una versión televisiva que pocos vieron de Hansel y Gretel. “Se me ocurrió hacer Hansel y Gretel sólo con japoneses”, recuerda Tim Burton. Después, enseguida, el cortometraje en blanco y negro Frankenweenie: la historia de un perro atropellado por un auto y resucitado por su pequeño dueño. Frankenweenie es, sí, una pequeña e incuestionable obra maestra tanto desde el punto de vista técnico como lírico. En 1982, Stephen Kingrecibe una copia en video y dictamina que el chico es un genio. ¡Milagro! A los de la Disney les gusta y lo estrenan junto a un revivido Pinocho. Pero al ente calificador le parece muy fuerte y le da el sello de “Inconveniente para menores que no estén acompañados por un mayor”. Pinocho es, claro, apta para todo público. Solución: guardemos a Frankenweenie en el mismo armario donde guardamos Vincent. El mismo armario donde Tim Burton duerme sus rigurosas cuatro horas en el trabajo.
En algún momento de 1984 –invitado por la actriz Shelley Duvall, la madre en Frankenweenie y productora del ciclo televisivo “Faerie Tale Theatre”– filma el cortometraje Aladino y la lámpara maravillosa. El guión es malo, la producción es pobre, el tiempo es poco. Algo de Tim Burton pero no mucho. Guiños a El gabinete del Doctor Caligari, película seminal del Universo Tim Burton. En algún momento, Tim Burton piensa y dice algo que –a veces pasa con ciertas verdades rotundas– no conviene decir frente a un grabador y a un periodista: “Necesito hacer algunas películas para saber qué pienso y siento”, dice Tim Burton. De improviso, todo parece acelerarse. Tim Burton nunca volverá a dormir catorce horas por día.


SEIS Diga lo que diga Francis Scott Fitzgerald, Tim Burton es la prueba fehaciente e incontestable de que sí hay segundos actos en la vida de los norteamericanos. El de Tim Burton llegó vía Pee-Wee Herman, un personaje de un inteligentemente idiota show de televisión para niños. Pee-Wee Herman era la creación de Paul Reuben, quien años más tarde fue arrestado por exhibicionismo en un cine porno. Tim Burton conoce a Reuben y saltan chispas y conoce al músico Danny Elfman –de la banda rock Oingo Boingo– y saltan más chispas todavía; lo mismo debe haber ocurrido cuando Alfred Hitchcock conoció a Bernard Herrman y Federico Fellini conoció a Nino Rota. Música para mis visiones, pensó Tim Burton. El argumento de PeeWee’s Big Adventure es imposible de sintetizar –una sucesión de viñetas oníricas donde un inteligente tarado busca su bicicleta perdida–, pero intersecta a la perfección la estética Tim Burton: la vida en los suburbios, las películas clase B, la mitificación de Hollywood, los fantasmas, la adolescencia torturada, las maquinarias animadas, los animales domésticos (cabe señalar que en su secuencia triunfante Pee-Wee salva a todos los animales de una tienda de mascotas menos a los gatos)... y esa música. La película se estrena a mediados de 1985 y es un éxito inesperado de público. La fiesta de la première es organizada en la terraza de un Holyday Inn con lanzallamas y tragasables y cuenta con la presencia de Steve Martin, Eddie Murphy, David Lee Roth, Alice Cooper y Stephen King. Las críticas van de la agonía al éxtasis, pero no importa. Lo que importa es que costó seis millones de dólares hacerla y recauda cuarenta y cinco. Nace una estrella. O casi.


SIETE Tim Burton es casi una estrella porque se niega a comportarse como una estrella. Los que más lo quieren lo definen como alguien “profesionalmente inarticulado”. Al resto le alcanza con señalar su pelo. Tim Burton empieza a ponerse nervioso. Hay rumores de un guión de Batman dando vueltas, hay rumores de que no se animan a dárselo. Para matar el tiempo y las ansias, Tim Burton filma un episodio –The Jar– para la nueva versión de la serie “Alfred Hitchcock Presenta”. Alguien recuerda el guión de Beetlejuice, una comedia espectral que se vuelve el siguiente paso en el mundo según Burton, por más que los ejecutivos tuvieran en mente “algo parecido a Los cazafantasmas”. Pero no: en las reuniones de preproducción Tim Burton dice a todo que sí (algunas concesiones necesarias como sacrificar el protagónico que tenía pensado para ¡¡¡Sammy Davis Jr.!!! y reemplazarlo por Michael Keaton; aunque Danny Elfman vuelve a ser de la partida), y después hace lo que se le da la gana. Y, en 1988,lo que se le da la gana a Tim Burton es una película donde los fantasmas actuados por Alec Baldwin y Geena Davis son más normales que los seres vivos que los rodean y los atormentan. Y –más importante– Beetlejuice es la película que termina de definir aquello que en Pee-Wee’s ya se insinuaba: el concepto de que los efectos especiales deben servir a la trama y no ser la trama. Efectos especiales para que el público exclame “¡Qué bueno estuvo eso!” en lugar de preguntarse “¿Cómo lo habrán hecho?”. Así, el cine de Tim Burton probablemente sea el único al que se le reconocen efectos especiales d’auteur y no de postproducción alquilada. Y ahí está el descubrimiento de Winona Ryder como arquetípica chica darkie de los 80 en la piel de Lydia Deetz. “Yo, mí misma, soy extraña e inusual”, dice Winona. Nada nuevo: Pee-Wee ya había dicho: “Hay muchas cosas de las que no sabes nada. Cosas que no entenderías, cosas que no podrías entender, cosas que no deberías entender”. Michael Keaton a la hora de Batman dirá: “Hay una parte mía que es muy mía. Otra no parte, en cambio, no lo es tanto”. Una revelación: todo el cine de Tim Burton está filmado en primera persona del singular y es descaradamente autobiográfico.


OCHO Todavía hoy nadie entiende bien hoy cómo el estudio le dio el OK a Beetlejuice. Cocaína en alza y yuppie en picada, probablemente. El crepúsculo de los dioses o justicia poética. No importa. Ahí está y sigue estando. Una –otra– de las películas más bizarras y, al mismo tiempo, sensibles jamás filmadas. Otra vez, críticas para todos los gustos y un detalle que es lo que más importa en ciertos ambientes: Beetlejuice cuesta trece millones de dólares pero recauda ochenta millones. Tim Burton desconcierta a los ejecutivos, irrita a ciertos críticos, pero hay personas ahí afuera –muchas personas– que sienten que Tim Burton está filmando no sólo las películas que ellos quieren ver sino también las que les gustaría protagonizar y filmar. Tim Burton como el primer artista serio surgido del pantano de la cultura trash. De improviso, Tim Burton se convierte en el icono invisible –pero icono al fin– de todos aquellos que andan por ahí con personalidades escindidas, con dobles identidades, con la inequívoca sensación de que el sexo es algo oscuro y rapaz (ver los modales de Beetlejuice, las curvas rampantes de Gatúbela, la histeria de la vecina de Edward Scissorhands). De todos aquellos con ganas de dormir catorce horas y alterar el metabolismo disneyano de la realidad de los suburbios. Burton como el héroe privado de todos aquellos que siempre prefirieron Batman a Superman.


NUEVE Ya saben: Batman no tiene superpoderes, no se transforma en nada, no vuela. Batman es un tipo con mucha pero mucha plata que un día decide combatir al crimen vestido de murciélago. Y punto. Ahí la clave de la elección de un esmirriado Michael Keaton y de un traje con músculos esculpidos porque –pensó Tim Burton– qué hombre con músculos propios y de verdad querría usar ese traje. Así, Batman triunfa con sutileza: es la primera película sobre un superhéroe y no con un superhéroe. Los fanáticos del comic –Tim Burton nunca lo fue– pusieron el grito y la batiseñal en el cielo cuando se enteraron de que Michael Keaton sería el encapotado. Un comediante: algo todavía peor que la serie camp, pop y gay de los sesenta. Y eso no era todo: la idea de que el mismo Batman crea al Joker –la necesidad de un doppelgänger malvado que acabó en las cejas de Jack Nicholson y no en la sonrisa de Ray Liotta, como se había pensado originalmente– dejándolo caer en el barril de ácido era demasiado para aquellos productores que se habían jurado un Batman fiel al original, nada que ver con el psicópata sociable que tenía en mente Tim Burton.
Resultado: hay contadísimas ocasiones en que lo que se cambia es a los productores y no al director. Batman fue una de ellas. Pero, aun así, a la altura del primer día de rodaje en Londres –con un presupuesto millonario, un guión sin terminar, veintinueve años de edad y todos los ojos de Ciudad Gótica sobre él– Tim Burton estaba muerto de miedo. Tim Burton deja el set de filmación llorando. Varias veces. Sin embargo, el equipo de especialistas que lo rodean y lo ayudan no tiene hoy más que buenas palabras acerca de Tim Burton. El ayudante de dirección prefiere no hacer comentarios. Batman es lenta e imperfecta y oscura. Su final es complejo y fallido. Y Batman –cuatrocientos setenta y cinco millones de dólares de recaudación, ciento cincuenta millones en video y más que todo eso junto en merchandising– es otro éxito. Alguien saca cuentas, hace cálculos, arriba a una conclusión perturbadora: la gente va a ver varias veces las películas de Tim Burton. Lo mejor de ambos mundos: fenómeno de masas y cine de autor.


DIEZ En 1989, Batman empieza con el logo de la Warner convirtiéndose en algo mucho más ominoso y amenazador (el logo de Batman) y, de paso, inaugurando una costumbre a la que Tim Burton retornará una y otra vez en todas sus películas a partir de entonces: hacerse presente desde el vamos, deformar los escudos de los estudios, convertirlos en algo personal, filmarlos y, así, convertirse en el primer director en la historia del cine cuyas películas son completamente suyas desde el vamos hasta el nos fuimos. Tim Burton se casa durante el rodaje de Batman. Con Lena Gieske, artista alemana. A diferencia de lo que ocurre con las películas de Tim Burton, nadie vio muchas veces a la mujer de Tim Burton.


ONCE Tom Hanks, Robert Downey Jr., Michael Jackson, William Hurt... Algunos de los nombres que se barajaron para asumir el rostro, las cicatrices y, sí, el pelo de Edward Scissorhands (El joven manos de tijeras). También Tom Cruise, quien se excusó diciendo que “el personaje no es lo suficientemente macho para mí”. El joven manos de tijeras es la mejor película de Tim Burton a la vez que funciona como virtual Summa Burtiana: los suburbios, el artista incomprendido, Vincent Price, el peinado, Winona Ryder, la mejor partitura jamás compuesta por Danny Elfman y, sí, el descubrimiento de Johnny Depp. Quien, hasta entonces, no era más que uno de esos ídolos de la televisión adolescente, alguien cuyo único coqueteo con lo alternativo había sido hacer de víctima y ser rápidamente despachado en la primera película de Freddy, “Manos de cuchillo” Kruger. En el prólogo al libro de conversaciones Burton On Burton, Johnny Depp escribe o, mejor dicho, grita: “Tim es un artista, un genio, un tipo raro, un insano brillante, valiente, histéricamente divertido, leal, inconformista y un amigo honesto. Lo que le debo es algo imposible de precisar y lo respeto más de lo que jamás podré expresar sobre el papel. Burton es Burton y eso es todo. Y, además, sin lugar a dudas, es el mejor imitador de Sammy Davis Jr. que jamás haya existido. Nunca he visto a nadie tan fuera de lugar encajar a la perfección en todo. Y a su manera”. De todo esto trata El joven manos de tijeras. Después de la filmación (y antes de que la película duplicara los 20 millones del presupuesto original en recaudaciones y se convirtiera en un modesto aunque apreciable éxito de culto en 1990, aunque no en el E.T. para freaks que esperaba el estudio) Tim Burton viaja a Seattle para participar en un pequeño cameo en el film Vida de solteros dirigida por Cameron “Jerry Maguire” Crowe. Tim Burton atiende un videoclub y habla poco. Tiene poco que decir y está bien que así sea porque todo está dicho en El joven manos de tijeras. En Vida de solteros su peinado, según recuerdo, sigue siendo más o menos el mismo y...


INTERMEDIO... la idea era, bueno, narrar la vida de Tim Burton. Entera. Como en ese breve pero comprensivo cortometraje al principio de El Ciudadano. El libro de Ken Hanke como apuntador puntuado por las palabras de Tim Burton extraídas de Burton On Burton, para que todo se lea con una de esas voces monocordes un poco relator de radio otro poco Lou Reed. Pero, hum, ahora me doy cuenta de que no alcanza el espacio, que no va a funcionar. Y que, finalmente, la vida de Tim Burton –por más no autorizada que resulte– carece de elementos escandalosos que la justifiquen, a no ser que se cuente como verdadero e innegable escándalo el que Tim Burton se haya salido siempre con la suya abrazando apasionadamente el rol definitivo de excepción que confirma la regla. Los aspectos prohibidos de su vida pasan más por lo artístico que por lo amoral. De acuerdo, Tim Burton se divorcia y se une a la modelo Lisa Marie (la Vampira de Ed Wood, la marciana de ¡Marte ataca!) y, dicen, se vuelve un poco loco cerca del ‘92 y de Batman vuelve. La película arranca con fuerza y dólares pero, a la segunda semana, comienza a caer y, sí, Batman vuelve es mucho más oscura (aun) que la primera parte, y las madres se asustan con la locura del paladín de Ciudad Gótica y los padres se asustan un poco menos con el Pingüino. El mismo paranoico de siempre dice que la película es antisemita por el modo en que aparece representado el Pingüino. Y Anton Furst, el director de arte de la primera Batman, se suicida: el no haber sido convocado por Tim Burton para la secuela, más el suicidio de su loro, prueban ser demasiado y el mundo real, de improviso, comienza a parecerse cada vez más al mundo de Tim Burton. Tim Burton se pelea con todos o, mejor todavía, deja de hablarles: a su productora, a Danny Elfman, a todos. Tim Burton se retira y lo único que hace es sacarle polaroids a Lisa Marie con la cabeza atravesada por clavos. Tim Burton da un paso al costado y ahora todos hablan de Quentin Tarantino y recién entonces, está claro, Tim Burton se permite hacer lo que tiene ganas de hacer. Tim Burton ha dejado de ser el niño dorado de Hollywood y, a partir de entonces, se convierte en Tim Burton a secas, en el mejor Tim Burton.
Lo insinuado en El joven manos de tijeras se convierte así en palpable realidad: a partir de la semidebacle de Batman vuelve, Tim Burton crece a personaje de sí mismo feliz de serlo. Ya no hay conflictos. El extraño mundo de Jack (1993) es –más allá de los muñecos y la animación y la mano de obra ajena representada por el descomunal talento del director Henry Selick y, otra vez, del músico Danny Elfman– una nueva reescritura de su vida de outsider deluxe (la historia del artista maldito Jack Skellington, empeñado en convertir a Halloween en Navidad, un cuentito garrapateado durante su adolescencia somnífera) a la vez que le permite saldar cuentas con su pasado Disney utilizando todos esos dibujos que hacía a escondidas entre zorritos y sabuesos.
Ed Wood (1994) es la segunda obra maestra de Tim Burton y acaso su mejor película hasta la fecha. Una perfecta metáfora del amor al arte donde lo que menos importa es el genio porque para qué está la pasión después de todo. Así, una rigurosa biografía sobre el peor director de cine de la historia filmada por uno de los más talentosos directores de cine de la historia. Ed Wood pierde dinero. Mucho. El siguiente paso de Tim Burton es –en la superficie– un casi suicidio artístico, una eficaz forma de gozosa autodestrucción sin traicionarse, una fuga hacia adelante: en el año de la patriada Día de la Independencia, Tim Burton contraataca con ¡Marte ataca! (1996). Basada en un puñado de célebres y malditas figuritas gore de los 50, la película –más allá de su multiestelar reparto– se convierte en una catástrofe económica. Sus setenta y tres millones de antientretenimiento prueban ser –a los cinco minutos de estrenada– irrecuperables. A nadie le interesa, nadie la entiende. Pero lo cierto es que Tim Burton se ha vengado y se ha vengado bien: no sólo ha filmado la película que hubiera hecho Ed Wood de tener todo el dinero del mundo sino que, además, la remata con un contundente mensaje: vendrán los extraterrestres, destruirán todo y –mientras Tom Jones canta a águilas yardillas su “It’s Not Unusual”– al final los freaks vencerán. Y heredarán el mundo.
Quien quiera oír que oiga.


CIENTO VEINTICINCO En estos días, Tim Burton le está dando los últimos toques a Sleepy Hollow, adaptación de la clásica historia de fantasmas de Washington Irving con guión de Scott Rudin (Pecados capitales y 8mm) y protagonizada por Johnny Depp y Christina Ricci (Chica Burton si la hay). Postergado quedó el megaproyecto Superman Lives!, aproximación poco ortodoxa al superhéroe de superhéroes: Superman muere al principio pero no sin antes poseer a Luisa Lane, quien da a luz al hijo de Superman. Y Superman reencarnado. El guión era de Kevin Smith (Mallrats, Chasing Amy), pero hubo pésima química. “Tal vez no había mucha gente vestida de negro en lo que escribí”, masculló Smith. Otros proyectos también daban vueltas por ahí, pero cayeron en coma luego de la tragedia marciana: Sweeney Todd, The Demon Barber of Fleet Street, Dinosaurs Attack!, House of Usher, Gatúbela, una remake de El hombre con los ojos de Rayos X y el eternamente postergado montaje definitivo de sus Conversations with Vincent. Quienes han visto el metraje de Sleepy Hollow no dudan en definirla como “una gran película de horror serio”. Y, sí, tal vez haya llegado el momento definitivo en que Tim Burton asuma la herencia que viene esquivando desde hace tiempo y recuerde aquellas películas que tanto miedo y placer le dieron durante su infancia. Las películas que lo enloquecieron y lo salvaron de volverse loco. Las películas que lo convirtieron en director de cine casi sin darse cuenta. Por estos días y estas noches, Tim Burton ha promocionado clásicos del horror en la cadena de cable American Movie Classics. Monsterfest with Tim Burton se llama el asunto (algo así como “Festival de monstruos con Tim Burton”) y ahí aparece nuestro héroe presentando joyas como el Black Sunday de Mario Bava, a la vez que juguetea con la idea de volver a filmarla con Lisa Marie en el rol de Barbara Steele. Ahí Tim Burton mira a cámara, enarca una ceja como el adivino Crisswell en Ed Wood, sonríe y dice: “Mi nombre es Tim Burton y me gano la vida asustando a las personas, especialmente a los ejecutivos de los estudios que me dan dinero para mis películas”.
Y Tim Burton sigue sin peinarse.


CERO OTRA VEZ El trineo de la ecuación quizá sea un librito tan breve como ominoso titulado The Melancholy Death of Oyster Boy & Other Stories (“La muerte melancólica del Niño Ostra y otras historias”). Salió en 1997. Ahí está la clave, pienso: cuentitos y dibujitos de Tim Burton y, sí, otra vez las pequeñas grandes historias de un grupo de freaks. “El niño con clavos en sus ojos”, “La niña basura”, “Roy, el chico tóxico”, “La niña que se convirtió en una cama”. Por encima de todos ellos camina el Niño Ostra del título. El Niño Ostra –como Edward, Jack, Ed– es Tim Burton. El Niño Ostra es una contradicción en sí misma y acaso sea lo que –ahora, en el minuto final, sosteniendo una bola de cristal llena de nieve, esa nieve que cae en sus películas– no deja a Tim Burton morir tranquilo. En el librito de Tim Burton, el Niño Ostra aparece dos veces. En el primer cuento –el que da título al libro– muere devorado por sus padres, quienes jamás quisieron tener un freak. Se lo comen porque les dicen que las ostras son afrodisíacas; lo entierran en la playa y esperan que suba la marea; se van a la cama esperando que esta vez les toque una nena. Y que sea “normal”. El segundo cuento del Niño Ostra es el último del libro y dura apenas una oración que dice más que mil imágenes juntas; acaso una profecía, un deseo apenas susurrado: “Para Halloween, el Chico Ostra decidió ir disfrazado de un ser humano normal”, leemos. Pero ya es demasiado tarde para andar pidiendo imposibles. Y la bola cae y se rompe y toda esa nieve por el suelo. “Corten...”, gime el anciano Tim Burton. Es su última y definitiva palabra.
Y, por supuesto, no se refiere a su pelo.