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El
mismo amor
POR
JOSE PABLO FEINMANN
Que una película tan entrañablemente argentina como El mismo amor, la
misma lluvia empiece con el logo de la Warner Bros. es un signo de los
tiempos y, también, la demostración de que la libertad es posible (o siempre,
al menos, hay margen para ella) dentro del complejo mundo que traman los
negocios con el arte. Juan José Campanella se formó en Nueva York, dirigió
su corto de graduación sobre un cuento de Carlos Trillo, hizo un primer
largo electrizante (El chico que gritó Puta) y, en 1996, también en Nueva
York, filmó una versión de Ni el tiro del final, mi segunda novela. Creo
que El mismo amor, la misma lluvia es, si no su mejor película, su película
más personal, más densamente argentina. La apuesta fue osada: una comedia
romántica. Contar un amor a lo largo de casi veinte años argentinos, de
los peores años argentinos y también de los más desquiciados, surrealistas,
por decirlo así. El mismo amor, la misma lluvia surge del encuentro jubiloso
de dos películas, una italiana y otra norteamericana: Nos habíamos amado
tanto más Cuando Harry conoció a Sally. La película de Campanella es,
también, la demostración sencilla de que el buen cine (todavía y pese
a los daneses del Dogma) se puede hacer con técnicas depuradas, con encuadres
cuidados, con una dirección de fotografía (Dan Schulman) impecable, con
una dirección de arte (María Julia Bertotto) que nos lleva por veinte
años argentinos a través de los objetos más sencillos, más inadvertidos
y también más sorprendentes, con unos actores y unos diálogos que se traman
para la sonrisa, la carcajada o la melancolía. Hasta incluso la desesperación.
Porque la película lleva a su héroe hasta el abismo y ni aun ahí, ni aun
en el abismo, se embarra con la solemnidad. Hace muchos años �mientras
hacíamos Ultimos días de la víctima� Aristarain me dijo que Ricardo Darín
era un buen actor. Supongo que habré hecho un gesto indiferente, que habré
preguntado: �¿En serio?� El desarrollo y el crecimiento de Darín llegan
a su punto exquisito en este film: atraviesa casi todas las posibles facetas
existenciales (porque le pasa de todo en la peli) y siempre está a gran
altura. También Villamil y el flaco Eduardo Blanco que es, en sí mismo,
un canto a la porteñidad. Y el gran Ulises (Dumont, claro), que sigue
tan grande como siempre. Pero aquí no tienen que hacer milagros. No tienen
que salvar la película. No, la película los sostiene, los pone en alto
y les dice: �A lucirse, chicos. Sólo hagan lo suyo porque todo lo demás
ya está hecho�. El mismo amor, la misma lluvia se diferencia en muchas
cosas de los films argentinos que recientemente nos han convocado: Pizza,
birra y faso, Silvia Prieto o Mundo grúa. Campanella filma con un profesionalismo
implacable, todo su equipo deslumbra en tecnicismos y precisiones exquisitas
y hasta �como dijimos� la cosa empieza con el logo de la Warner. Peor
hay algo que lo integra a sus colegas: comparte con ellos el mismo amor,
también la misma lluvia, pero, en principio, digamos el mismo amor, el
amor por lo verdadero en el cine argentino. Y añade un toque de melancolía,
de hondura cotidiana, de complejidad cultural (Campanella se ha formado
también mirando los films de Frank Capra) que estalla en situaciones originales,
de una autenticidad conmovedora (como cuando Ulises se saca la peluca
y grita: ¡�Yo siempre digo la verdad!�) y de un humor constante (Villamil
le dice a Darín que ha tenido un hijo con su nueva pareja �Y le puse Jorge,
como vos�, Darín se enternece y dice �¿En serio le pusiste Jorge?�, Villamil
se queda mirándolo con cierta piedad y luego dice: �No, boludo, ¿cómo
le voy a poner Jorge? Gonzalo le puse�), un humor que es una visión risueña
que la película ejerce sobre situaciones que plantea, que eluden no sólo
el aburrimiento, sino, muy especialmente, lo solemne.
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