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Sobre Paco Poblet

Por Ana María Shua

A las ocho de la noche se levantó la cortina del café y librería Clásica y Moderna y se quitó el cartel que decía Cerrado por duelo. A las ocho y media todas las mesas estaban ocupadas. La gente tomaba té, tomaba café, tomaba whisky. Conversaban, comían, se reían. Estaban allí como de costumbre, gente de Buenos Aires, disfrutando del lugar, de su ambiente tan especial: de las paredes de ladrillo, de las mesas y sillas de madera lustrada, del piso de piedras, elegante y desparejo, con la librería al fondo.
Estaban allí y no sabían, no se daban cuenta.
A los que sabíamos, a los que nos dábamos cuenta, nos resultaba extraño pero también nos hacía bien verlos tan como siempre, tan como si no pasara nada.
Éramos muchos, y no hago nombres porque no quiero olvidarme de nadie, a él no le hubiera gustado, todos éramos parte de su vida como él era parte de las nuestras. Su hermana Natu nos recibía, lloraba y se rehacía con cada uno. Su hija Mariana estaba allí, sonriéndonos, dándonos la bienvenida, representando a su padre, todavía en el estupor que produce un golpe tan repentino, esa suerte de niebla que amortigua el dolor. Su hijo Fernando compartía su pena de otro modo, en la intimidad, para adentro. Él había sido un padre preocupado y activo, tan orgulloso de sus dos hijos.
Cada uno de nosotros trataba de recordar cuándo lo había visto por última vez, competíamos en acercarnos al momento de la muerte.
Paco Poblet fue esa presencia cálida y tranquila que desde ahora vamos a extrañar en todos lados. Sus ojos grandes y tristes, su sonrisa lejana, su espíritu tan porteñamente melancólico también en la alegría. Nunca fue el alma de la fiesta, pero hay fiestas sin alma y la cultura argentina no tuvo fiestas sin Paco. No fiestas de bocaditos y champán, sino esas alegrías del sentido, esos festejos íntimos que a todos nos gustaba compartir con él.
Paco Poblet fue la encarnación misma de ese ser misterioso a quien los músicos, los pintores, los escritores queremos, respetamos, necesitamos. Un hombre inteligente, culto y sensible, un degustador de lo bueno y lo mejor, un gourmet de la vida, ese Lector Salvaje que todos los escritores nos disputamos, ese Público especial y exigente que hace sentir al artista privilegiado por su elección.
Y él eligió a Ana Albarellos para que fuera su compañera, su socia en esta vida.
Paco se fue, y la fiesta sigue. Tal como él lo hubiera querido, aquí está Natu para animarla, con esa carga de energía vital y contagiosa. Y también Paco, con una copa en la mano, está de algún modo entre nosotros. En cada comentario sagaz, en cada mano cálida, en cada sonrisa melancólica, en cada mirada inteligente, está Paco. Brindemos por él, brindemos con él.

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