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De qué hablamos
cuando hablamos de la vida después de la muerte

POR MARCELO BIRMAJER

En un artículo publicado en El País de Madrid, a propósito de cumplirse diez años de su libro El fin de la historia, Francis Fukuyama soltó una afirmación que parece extraída del cerebro calenturiento de un científico loco: “El carácter abierto de las actuales ciencias naturales indica que la biotecnología nos aportará, en las próximas dos generaciones, las herramientas que nos permitirán alcanzar lo que no consiguieron los ingenieros sociales del pasado. En ese punto, habremos concluido definitivamente la historia humana, porque habremos abolido los seres humanos como tales. Y entonces comenzará una nueva historia posthumana”.
Dos de las películas que despiden este siglo son un buen antídoto para contrarrestar las profecías de quienes anuncian la abolición “de los seres humanos como tales” por gracia de la tecnología. Una es Sexto sentido, que aún se proyecta en las salas comerciales, y la otra, La vida después de la muerte (o, directamente, Afterlife), que se dio en salas hasta hace muy poco y acaba de salir en video. La primera, norteamericana, cuenta con un guión de resolución sorprendente. La segunda, japonesa, apuesta a una trama más relajada y un tono poéticamente despojado, que resulta tan atrapante como el más crudo suspenso. Pero ambas comparten la obsesión por la muerte y la memoria, y un escenario temporal inventado: el tiempo que transcurre en estas películas no es el que conocemos. Es como una cruza entre la manera de transcurrir que tiene el tiempo en los sueños (azarosa, arbitraria) y la manera en que el tiempo transcurre en las películas.
Lo que importa es que ambas películas logran la más difícil síntesis al momento de definir la memoria: tecnología espiritual. Dicho de otra manera: la memoria como un artefacto con reglas, pero que no puede situarse físicamente, ni siquiera neurológicamente. Una cruza difícil de describir, entre la “existencia” de un sueño y las duras reglas de la realidad material. Curiosamente, en ambas películas se utilizan videos para almacenar recuerdos (en Sexto sentido, una niña muerta logra hacer saber su verdad más profunda a través de una cinta de video; en Afterlife, cuando a un personaje le cuesta decidir qué recuerdo de su vida se llevará a la eternidad, los coordinadores recurren a una cantidad de videos en donde están grabados sus recuerdos completos).
Es curioso el uso de este soporte por parte de ambos directores, a esta altura del siglo (cuando ya resulta casi imposible encontrar un bar que no pase música a todo volumen o no tenga un televisor encendido). Siendo buenos narradores –y ambos directores lo son– podrían haber desarrollado una fobia contra la vulgarización de la transmisión audiovisual. Podrían suponer que, al menos después de la muerte, encontraremos modos “excelsos” de transmitir nuestras experiencias. Sin embargo, ambos prefieren encontrar en la tecnología que tienen más a mano las mejores metáforas para expresar sus hipótesis acerca de la tecnología que menos conocemos: la que produce los recuerdos y qué ocurre con la conciencia luego de la muerte.
En ambos casos, no hay ninguna apuesta a una mejor naturaleza humana: muy por el contrario, es sólo una búsqueda de “lo mejor” de la existente naturaleza humana. Una búsqueda minuciosa, casera, discreta, de aquellas partes del ser humano que son inmodificables y sagradas, cotidianas y misteriosas, y que son contadas desde confines de la Tierra tan diferentes –a cargo de un director neoyorquino de ascendencia hindú y de un director japonés– sin demasiadas variaciones en su esencia.
Ambas películas tienen sus problemas –el modo siniestro con que los muertos se presentan en Sexto sentido no siempre coincide con la idea que de sólo vienen a pedir ayuda; y, en Afterlife, no hay por qué suponer que la vivencia eterna de un único recuerdo placentero nos resultará placentera–, pero ambas películas tienen también momentos que merecen un lugar indeleble en nuestras propias memorias. No sabemos si Kore-Eda Hirokazu leyó detenidamente a Borges, pero no cabe duda de que la película le debe un diálogo (cuando al protagonista le dicen que en el más allá se puede olvidar, exclama: “¡Entonces sí es el Paraíso!”). En cuanto a los secretos de ultratumba y el final de Sexto sentido, son lo más parecido que pueda encontrarse a una metáfora de la “revelación”, en tanto descubrimiento de una verdad inmodificable. Una definición de tragedia: una circunstancia personal en la que nuestra voluntad no juega ningún papel.
Por lo demás, ambas películas se compadecen tiernamente de nuestra vanidad: tal vez no queremos llevarnos nuestro recuerdo más amado a la eternidad; lo que en realidad queremos es que los demás nos elijan para guardarnos en sus memorias. Ambas películas sugieren que nos asusta la muerte porque queremos vivir, y queremos más la vida porque la muerte la hace misteriosa. Ojalá ningún avance tecnológico pueda vulnerar este equilibrio.

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