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Sopa de gansos

Todos los 19 de noviembre, Mónaco se engalana y los Grimaldi se asoman al balcón palaciego. Desde abajo, una horda de paparazzi dispara sus cámaras para conseguir la foto que sirve como termómetro de las relaciones y los humores familiares. El mundillo tiembla si Carolina tiene que presentar marido o hija nueva, si Estefanía no aparece, si Alberto sigue sin novia. Mientras, la policía local persigue a los colados y los mejores paparazzi del mundo persiguen a la realeza para conseguir las fotos que mejor se pagan: las no autorizadas. En pleno safari periodístico, Rodrigo Fresán entró a Mónaco con un paparazzo no acreditado. Y salió como pudo.

POR RODRIGO FRESAN
(DESDE MONACO)

Hay algo perturbador en la idea de ir a Mónaco. A Mónaco no se va. Mónaco viene a uno. Todo el tiempo. En la televisión y, básicamente, en las revistas de este último medio siglo que se acaba. “¡Todos somos Carolina!”, aullaba la otra noche el escritor y showman videático Boris Izaguirre desde un trasnoche catalán a control remoto. Y algo de razón tenía. Carolina –o Mónaco, es lo mismo– como suerte de fenómeno cultural, como el inicio de la nobleza-espectáculo. Carolina es un virus y una canción de Virus. Mónaco es setecientos años de historia que no le importan a nadie porque todo empieza con el casamiento de Rainiero y Grace: sangre azul europea y sangre azul hollywoodense y la puesta en práctica del cuento de hadas. Después, claro, escándalos varios y la inevitable revancha de la realidad en una trama que, no importa, sigue siendo de película. Por eso, ahora, quién puede resistirse a la irrealidad de ir a Mónaco, pienso. Mónaco es un estado mental.

LA FECHA
La excusa es el 19 de noviembre, día de la Fiesta Nacional Monegasca. Monegasco es un adjetivo raro, si se lo piensa un poco. ¿No debería ser monacal el adjetivo correcto?, me pregunto. Seguro que no. Mónaco es cualquier cosa menos monacal. Mónaco es una telenovela en carne y hueso donde siempre pasan demasiadas cosas. La invitación me llega vía Alfredo Garófano, nuestro célebre paparazzo. El hombre que persigue y alcanza a las piezas más codiciadas de la decadente y farandulesca nobleza europea. En Argentina no se consigue: condes falsos y esposas de toreros. Alfredo Garófano me cuenta que se trata de algo importante: va a ser la primera vez que saldrán al balcón del palacio Carolina y su esposo Ernest de Hannover. ¿Mostrarán oficialmente a la pequeña Alexandra? Esas cosas. Lo importante es, claro, la más ambigua de las nociones.

EL LUGAR
Se llega a Mónaco atravesando territorio de Van Gogh. Por ahí abajo, el holandés pintó sus flamígeros cuadros. El paisaje deslumbra y, al final, cede ante la inocurrencia de postal decadente de la Costa Azul. Hay gente que viene a Europa y recorre todas y cada una de estas ciudadesescenografía y se va sin ver un solo cuadro de Van Gogh. Mónaco es, quizá, la postal más tonta de todas. Una ciudad encaramada sobre desfiladeros con modales de pueblo indio norteamericano. Una montaña hueca de estacionamientos; y los estacionamientos son de Rainiero, claro. No cabe una aguja en ese pajar y todo parece elegantemente dispuesto para la noche en que llegue una ola gigante y arrase con todo o para el día en que el príncipe reinante muera sin dejar heredero hombre y Francia –por ley– se quede con el principado. Lo que nos lleva a Alberto, soltero codiciado y todo eso, ya saben. No hay problemas. Ya se las va a arreglar.

LA CIUDAD
Mónaco está hecha a base de curvas y arquitectura demencial y micrófonos y cámaras ocultas en todas partes. En Mónaco el Big Brother te vigila todo el tiempo y es tan fácil perderse y encontrarse en el mismo lugar por el que uno acaba de pasar hace cinco minutos. Los movimientos se repiten como en un eco de Marienbad. Callecitas ideales para carrera de Fórmula 1 tipo Scalectrix o persecución de película de James Bond. Las Ferraris surcan las avenidas. La concesionaria Rolls Royce anuncia rebajas. Las joyerías limitan con el casino. La vida es buena o, por lo menos, no se nota demasiado que transcurre. Los precios son altos y las pasiones, bajas. Todo recuerda a la escenografía principesca y faux de Chitty-Chitty Bang-Bang o a la estética Disney. Mónaco recuerda, también, a Alain Delon: ciudad fachada y alguna vez alguien se tomará el trabajo de escribir un revelador ensayo sobre por qué todas esas películas con ladrones de guante blanco transcurren por aquí. Un horrible parquecito de diversiones bordea la playa y, me dicen, está ahí desde que los hijos de Carolina descubrieron que se aburrían en el palacio. Edificios públicosrodeados de perfectos jardincitos. En todas partes se escucha música vieja –el primer Elton John, el último Elvis– y en el cine dan la Juana de Arco de Luc Besson. Mónaco empalaga desde el vamos. Mónaco es feo. Uno llega a Mónaco y ya tiene ganas de irse. Es fácil irse de Mónaco: alcanza con cruzar la calle y estar en Beausoleil, en Francia. Alfredo Garófano (A. G. a partir de aquí) me dice que en Beausoleil es donde duermen los paparazzi. Por varios motivos atendibles: es más barato, los registros de los hoteles no son revisados por la inteligencia local en busca de indeseables (sinónimo, sí, de fotógrafos no autorizados) y ningún paparazzo que se precie de tal se rebajaría a darles dinero a los Grimaldi pagando una cama. A los paparazzi les pagan para que le hagan la cama a los Grimaldi. Y los Grimaldi, por supuesto, odian a los paparazzi.

LA RELACION PELIGROSA
¿Pero dónde estarían los Grimaldi hoy si no fuera por los paparazzi? Los aman, los odian, dame más. Los paparazzi como esos pajaritos que comen y limpian la coraza del rinoceronte, como los parásitos higiénicos en el lomo de los leviatanes. Pensar en la familia Grimaldi como una especie de ballet à la Norma Viola y El Chúcaro: todos zapateando en simultánea y prolija hilera hasta que, por turnos, cada uno de ellos da un paso al frente y deslumbra con un estrepitoso solo de boleadoras que amenaza con sacarles un ojo a los de las primeras filas. La continuidad del asunto parece firmemente asegurada por la ya cuestionable conducta de los adolescentes Andrea (una especie de River Phoenix con cara de constante hastío) y Carlota (una perfecta maqueta de Carolina), a quienes les gusta andar, dicen, en malas compañías. Pierre es todavía muy pequeño para hacer lío, pero ya es lindo. Y eso es lo que importa. Nadie habla de los hijos (tres) de Estefanía fuera del matrimonio, pero seguro que también son lindos y les gusta la joda. Y está bien que así sea. Porque en su momento, el boom de Carolina y Estefanía se apoyó en la desobediente belleza de ambas dentro de un paisaje donde la mala mezcla de sangres se había traducido en frentes abultadas y narices raras, todas iguales a las del primo o la prima de al lado. Con Carolina y Estefanía las princesas vuelven a ser lindas, vuelven a ser princesas en serio. Así, desde el vamos, los escándalos fashion de Carolina con playboys y tenistas y actores y corredores de lancha; los escándalos proletariat de Estefanía con guardaespaldas, barmans, profesores de ski y sus debacles protocolares grabando malos discos, teniendo hijos fuera del matrimonio y trabajando de camarera; el escándalo de que Alberto siga siendo considerado “un soltero de oro” cuando todos saben que lo que menos le interesa es casarse. Días atrás, en las páginas de El País, el escritor español Terenci Moix contó que el nadador olímpico Greg Louganis fue uno de los amantes de Alberto, a quien, de tanto en tanto, se lo relaciona con Claudia Schiffer, ex señora Copperfield. Pura magia. Una familia muy normal.

EL MALO
El nuevo malo de la película es Ernest de Hannover, el último Mr. Carolina. Noble de prusiana disciplina, a Ernest no le gustan los paparazzi. Ernest odia a los paparazzi y su cuadrilla de guardaespaldas es famosa a la hora de pegar primero, preguntar después y si hay que pagar indemnizaciones no importa porque quién te quita lo bailado. Zooms a la mandíbula y pistolas en la boca. Pasó en Portugal y en España. A Ernest no le gusta que le fotografíen a la mujer y a la nena. Y Ernest no necesita de los paparazzi porque Ernest se rasca sus propias pulgas. Desde su llegada a la familia, la relación entre los Grimaldi y los fotógrafos está un poco más tensa. El Libro Negro del principado –el libro donde, dicen, figuran todos los perseguidores para su pronta identificación– tiene cada vez más nombres. Se los busca, se los encuentra, se les decomisan los rollos y se los escolta hasta los límites del principado como a esos tahúres sobre un riel y cubiertos de alquitrán y plumas en Lucky Luke. A.G. figura en el libro negro del principado. Y a A. G. le encanta que así sea.

LA AVERIA
Así le dice A. G. a sacar una foto prohibida: hacerle una avería a alguien. En teoría, no estamos aquí para hacerle una avería a nadie. El tema de esta composición está más cerca del periodismo rosa que del amarillo: fotos de familia y viva la patria. Un flash, un click y a otra cosa. La cosa se complica cuando vamos a acreditarnos. Ahí, una mujer con cara de ser amiga de Ernest le informa a A. G. –un veterano en esto de fotografiar diecinueves de noviembre– que en esta ocasión no se acreditará a revistas sino nada más que a agencias de fotografía. Venganza de Ernest, seguro: así las revistas tendrán que comprar y pagar caro las fotos. Para que aprendan. Me acredito yo como periodista “que no saca fotos”. La Mujer-Ernest me pregunta a qué medio pertenezco y me mira raro, como si le hubiera dicho P-2 en lugar de Página/12. Está claro que no me cree, que desconfía, que no entiende qué hago yo ahí. No importa. La Mujer-Ernest me advierte –vaya a saber uno por qué– que yo soy responsable por A. G. Otra vez. La Mujer-Ernest nos previene que la seguridad es muy fuerte este año porque están los presidentes de Argelia y de otros dos países que –en el inglés de la Mujer-Ernest– me suenan a Sildavia y Burbundia o algo así. Suenan a países con nombres dignos de ser dibujados por Hergé en Tintín con esas líneas finas y pulcros colorcitos. Página/12 es el único medio argentino listo y dispuesto para cubrir tan magno evento. Salimos. Cae la tarde y se levanta la noche. A. G. decide ir a recorrer la escena del crimen. Un par de gradas frente a la catedral donde mañana habrá misa principesca y otro par frente al palacio donde los Grimaldi saldrán al balcón a saludar y a congratularse porque el negocio salió bien un año más. La catedral parece construida con Lego y el palacio, con Rasti. Las calles están colmadas de banderas rojas y blancas. Hay fotos de la familia en las vidrieras de panaderías y sex-shops. Pasamos frente a un auditorio donde se ofrece –en varios idiomas y con duración de treinta y cinco minutos– un documental sobre Mónaco y sus dueños. La familia que le pone su nombre a parques y paseos. Avenida Grace, por ejemplo. Hace un frío del pulpo –una de mis expresiones favoritas de por aquí– y hay una estatua de un pulpo frente al Museo Oceanográfico, antigua guarida de Jacques Costeau. Sopla con fuerza el mistral y empieza a llover. A. G. sube a las gradas y comprueba que unos amigos a los que llamó por teléfono desde el camino han puesto su nombre sobre la cinta adhesiva que designa los lugares para las diferentes agencias. Sygma. Gamma. Europa Press. Ahí está. A. G. sonríe y estampa un par de calcomanías con el logo de su revista. Ya van a ver. “Vamos a hacerles una avería”, sonríe A. G. y marca en su celular el teléfono del Número Uno.

EL NUMERO UNO
A los paparazzi les encanta hablar por celular. Es más: el celular se inventó para ellos. A. G. llama al Número Uno para pedir consejo. El Número Uno –cuyo nombre no figurará aquí por razones obvias– es el rey de los paparazzi, el Ninja Zoom por excelencia, el hombre que dispara desde la lomita de césped cuando todos están preocupándose por Oswald. Hace más de quince años que Uno vive de fotografiar a Carolina y Carolina ni siquiera sabe cómo es Uno. Su foto no está en el Libro Negro del principado, pero su leyenda, sí. Quién sabe si Uno no acabará siendo fotografiado por un paparazzo que le venderá su foto bien cara a Ernest. Mientras tanto y hasta entonces –se rumorea– Uno le sacó una foto al papa Juan Pablo II desnudo y se la vendió al Vaticano. Uno es el PapaRazzo. Uno tiene varias casas en el mundo. Uno es dueño de un teléfono satelital enganchado a un pájaro de metal en órbita. Uno tiene un teleobjetivo igual al utilizado por el FBI a la hora de fotografiar alpríncipe Koresh en Waco. Uno bebe nada más que agua mineral y nunca habla de lo que está haciendo, de lo que hizo, de lo que va a hacer. Uno hace muchas pero muchas averías. A. G. va a hablar con Uno como otros van a hablar con su maestro zen. Uno está instalado en el restaurante La Vecchia Firenze, en una de las curvas claves del centro de Mónaco. Por ahí pasan todos y Uno los ve pasar desde su mesa. A. G. le cuenta la situación. En italiano. Le relata los últimos golpes de Ernest. A Uno les gusta que le peguen a sus colegas, que se las hagan difícil para “que haya control demográfico de la especie”. Uno le dice a A. G. que no importa lo que le dijeron, que tiene que conseguir las fotos. Se lo dice como si fuera una sugerencia o una orden. Junto a Uno está Dos, que funciona casi como su antítesis. Habla mucho, se manda la parte, se ríe a carcajadas. Uno lo mira igual que Henry V miraba a Falstaff. Uno pregunta quién soy yo. A. G. me presenta como “un amigo escritor”. Uno entrecierra los ojos. “Ah, escritore. Alguien que pensa mucho”, me dice y me invita una grappa seca. Le digo que prefiero pasar. Me mira como si me fuera a romper las piernas. Qué rica es la grappa, sonrío y trago con dificultad. No duermo en toda la noche. Llueve. Estallan fatuos fuegos artificiales.

EL PENSADOR
El que más pensaba en Mónaco era el escritor Anthony Burguess. El autor de La naranja mecánica vivió allí desde 1975 hasta su muerte, ocupando el sitio de único escritor local junto a un pornógrafo alemán y a un especialista mundial en manuales para sommeliers. En el 44 de la rue Grimaldi, en Condamine, el barrio del puerto. En You’ve Had Your Time -segundo tomo de su autobiografía–, Burguess dedica varias páginas a Mónaco & Co. “Algo así como un Las Vegas francés”, sintetiza Burguess. You’ve Had Your Time es el libro que leo ahora, haciendo tiempo, en la puerta de la catedral. A. G. da vueltas por ahí. Hace frío y estamos lejos de casa. Burguess recuerda el odio de De Gaulle hacia los Grimaldi por llevarse una buena tajada de divisas; define la douceur de vivre monegasca; el modo en que se derribaron joyas arquitectónicas art noveau para hacerles espacio a los rascacielos; la obsesión de Onassis por quedarse con todo a fuerza de comprar acciones del principado y su paranoia por miedo a que Rainiero se casara con Marilyn Monroe, descuidando así el flanco Grace Kelly, que llegaba allí para filmar Para atrapar un ladrón bajo las órdenes de Alfred Hitchcock; los hábitos de la police des étrangers y las llamadas telefónicas de Sinatra a Grace para que lo sacara de la cárcel después de una farra principesca por ahí. Burguess rememora que Francia estuvo más de una vez a punto de cortarle la luz al principado por falta de pago, que no se permitía que los nazis entraran de uniforme al casino durante la ocupación y que –a menudo y para evitar complicaciones– se tiraban los cadáveres suicidas al otro lado de la calle, a Beausoleil, a Francia, una vez que habían perdido la última ficha y ganado la primera y definitiva bala. No va más.

LA CATEDRAL
Es un día grimaldista. Sol. Los nobles llegan a la catedral en taxi y con el pecho recamado de medallas sospechosas. Pagan al chofer y entran. Parecen personajes de opereta o de película de Lubitsch. Entran de a poco, compitiendo para ver quién llega más tarde. Los últimos en llegar son los miembros del Clan Grimaldi. Bajan, saludan con la manito de forma rara. La manito girando sobre el eje de la muñeca con un movimiento seco y automático. A. G. me dice que ése es el protocolo a la hora del saludo. Se saluda así. No sé por qué –misterios del inconsciente– me acuerdo de “Las Meninas” de Velázquez, ese cuadro divertido diseñado para divertir a un rey aburrido. Cuentan que Felipe IV gustaba de encerrarse a contemplarlo en sus aposentos. Lo miraba durante horas, como si intentara decodificarlo, arrancarle un mensaje de pura trascendencia. De ese modo se puede mirar también a los Grimaldi y me gustaría tener los ojos y lademencia kamikaze del periodista Hunter S. Thompson. Hacer volar Mónaco por los aires. Con miedo y con asco. Ahora, Ernest tiene cara de morder a alguien, mira fijo a los fotógrafos como si fuera el sheriff del pueblo. Entran y nos quedamos afuera. Descubro que la Mujer-Ernest me mira fijo y que le hace indicaciones a alguien. Me muevo. Me siguen. A. G. aprovecha y se va para el otro lado y dispara a discreción. Amigos de agencias en las gradas –gradas muy parecidas a otras sobre las que otros se paran para fotografiar la explosión del Challenger o el último eclipse del milenio– le dan cobijo y lo festejan a carcajadas. Me alejo al trotecito y paso frente al proverbial loco del pueblo. Está sentado en una reposera que se trajo de casa y envuelto en una campera de colores psicodélicos. Me saluda con la manito. Así.

LA AUSENTE
La pregunta generalizada es: ¿dónde cuernos está Estefanía? No está. El palacio emite comunicado donde se habla de “fiebre intestinal”. La verdad, se presume, es otra: la hermanita no se habla con la hermana, se odian. Y éste era el gran día de Carolina con marido nuevo e hija nueva. Estefanía, entonces, se hace presente con su ausencia. Más presente que nunca. Dicen que anda por los Alpes de farra con un novio camarero o algo así. Y que quiere tener otro hijo y grabar otro disco. Lo que ocurra primero. Ahora, las puertas de la catedral se abren y bajan en alegre montón. Dicen que Rainiero se quedó dormido. Carolina lo ayuda con la escalera y la alfombra roja. Rainiero tambalea. Vuelven a saludar con las manitos, suben a los autos y marchan a toda velocidad hacia el palacio a tres cuadras. Ahí van los Grimaldi, se los ve curiosamente desalmados. Han sido fotografiados demasiadas veces, les queda poca alma, se los mira y se los siente planos y en colores, livianos como páginas de revistas.

EL PALACIO
Marchas triunfales y uniformes que parecen salidos de Sopa de ganso de los hermanos Marx. Hace más frío y más gradas y más fotógrafos y los esbirros de la Mujer-Ernest que siguen detrás mío y se olvidan de Garófano que no para de hacer click. Me encierro en un baño y miro por la ventana. Ahí afuera fuma mi sombra. Me pregunto –entre angustiado y orgulloso– si mi aspecto será tan inquietante. Descubro, en mi reflejo sobre una vidriera, que sí. Yo y el loco psicodélico no encajamos en la ecuación. Ahí al lado, Rainiero condecora policías (por su dedicación a la hora de perseguir paparazzi, presumo) y desfilan en apretado montón unos bomberos con cascos pseudofuturistas de Darth Vader a bordo de unos camioncitos eléctricos tamaño karting. La verdad que da un poco de pena, un poco de vergüenza. La orquesta principesca arremete con brío contra todos los tímpanos que se le pongan delante. La música de los himnos suena perturbadoramente parecida a las páginas más berretas y eficaces de John Williams. Están buenos, son pegadizos, pero a los pocos minutos producen una especie de vahído entre hipnótico y nauseabundo. Me prometo comprarme el compact en el Fnac local. Al final, otra vez, los Grimaldi al balcón. Saludan con la manito a muy poca gente. Turistas y fotógrafos. Japoneses en su mayoría. A los nativos, me dicen, nada les interesa menos que todo este circo. Van saliendo de a uno, en parejas, cambiando combinaciones. Todo muy coreografiado. Pienso en la defenestración de los reyes de Praga allá lejos y hace tiempo. Al final, el gran momento: Ernest y Carolina presentan a Alexandra. Sonríen a los flashes. Ernest toma la manito de su hijita y, ah, le enseña el saludo protocolar. La mueve así. El loco del pueblo le devuelve el saludo. Los fotógrafos gritan bravos y hurras y se ríen con dientes cínicos. La farsa llega a su fin. La banda ahora hace sonar un “Leven anclas” un tanto espasmódico. Hasta el año que viene. Hora de partir.

EL ADIOS
Al final no hay tiempo de comprar mi compact monegasco. A. G. les entrega los rollos a unos amigos para que los saquen del principiado. Quedan en encontrarse en un restaurante camino a Niza. Nos vamos corriendo con los sicarios de la Mujer-Ernest pisándonos los talones. Sonreímos a las cámaras circuito cerrado en el ascensor del estacionamiento. Hablamos poco porque Uno ya nos había advertido que ahora les habían incorporado sensores sónicos y todo eso. Conversamos sobre cómo puede ser que Carolina esté cada vez más linda. Subimos al auto, aceleramos a fondo. Saludamos con la manito mientras subimos cuesta arriba. A toda máquina por caminos de cornisa. Adieu al principado y alló a la república. Nadie sabe en Mónaco dónde está la tumba de Anthony Burguess, pero todos pueden indicar la ubicación exacta de la curva donde murió Grace. Ahí está, la vemos venir y vamos hacia ella. Hay un pequeño monumento conmemorativo y un banco para detenerse a ver el paisaje y pensar en por qué las princesas tendrán tantos accidentes automovilísticos. Dicen que Grace iba discutiendo con Estefanía. Dicen que Grace ya no se hablaba con Rainiero y que estaba perdidamente enamorada de un joven bohemio y tarambana. Dicen que Mónaco es lindo. Le digo a A. G. que pongamos algo de música, le reprocho no habernos hecho tiempo para comprar los alegres himnos monegascos. Después, enseguida, me imagino en un cuarto sin ventanas, siendo interrogado por la Mujer-Ernest vestida de cuero negro. Suena el celular de A. G. Es Uno para informar que Dos ha sido atrapado por las fuerzas de la ley y el orden. Uno dice que ni se nos ocurra volver por ahí en los próximos días, que la cosa está complicada. A. G. pone un compact de Andrés Calamaro y sube el volumen y aumenta la velocidad. Nadie sale vivo de aquí. Pero igual me metí, cantamos y saludamos con la manito. Así.

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