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El padre de la criatura

¿En qué se parecían y en qué se diferenciaban James Bond y su creador, Ian Fleming? ¿En qué se parecen y en qué se diferencian los libros de Bond y las películas de Bond? ¿Qué problema tiene Sean Connery con Pierce Brosnan? ¿Es cierto que la próxima Bond será una nueva versión de Casino Royale, más fiel al libro que a la película? ¿Y qué hay de nuevo en El mundo no basta, además de Sophie Marceau como chica Bond, Robert Carlyle como villano y John Cleese como Q? Si quiere conocer la respuesta a estos interrogantes y muchos más, lea esta nota.

POR RODRIGO FRESAN

Hay algo perturbador en la obligación –parte mandato bíblico, parte reflejo condicionado– que lleva a todo el planeta a hablar de James Bond cada dos o tres años. Y lo más perturbador de todo reside en que no se trata de un gran mito, en lo que se refiere a su potencial dramático, pero es un mito y ahí está: un tipo de smoking pidiendo un martini (“mezclado pero no agitado”), chicas hermosas que primero se resisten y después sucumben, explosiones que explotan, paisajes que cambian y una canción a veces buena y a veces mala. Siempre lo mismo, con la inevitabilidad de quien repasa una misma historia contada mil veces. Si se lo piensa un poco, las mejores leyendas son aquellas que apenas se modifican con el paso del tiempo. Y aquí estamos, otra Navidad y otro estreno de una película de Bond (porque las películas son de Bond, no importa quién las dirija aunque sí quién las protagoniza, quién es Bond).
Esta vez se llama El mundo no basta, frase que distingue el escudo familiar del clan Bond (el detalle aparece en la novela Al servicio secreto de Su Majestad, de Ian Fleming) y que, ahora, en la pantalla, crece a respuesta entre heroica y sarcástica del superagente en momento trascendente. En El mundo no basta –como de costumbre–, James Bond habla poco. En el cine, cuando James Bond habla mucho, aburre. Un gesto (arreglarse la corbata debajo del agua, por ejemplo) dice más que mil palabras. Un balazo bien puesto, también. Espero que nadie se moleste si se revela aquí la obviedad de que, cerca del final de El mundo no basta, James Bond mira fijo a la buena/mala Elektra King (una Sophie Marceau que todo el tiempo suspira y muestra una sola pierna) y aprieta el gatillo.
El momento ha sido presentado como una inesperada vuelta de tuerca en el perfil del personaje, como algo nuevo. Mentira: la escena ya estaba allí al final de Casino Royale, novela que inauguró el asunto en 1953. Allí, en la última línea, se lee “La puta ya está muerta” luego de que James Bond se enterara de la muerte de la seductora doble-agente Vesper Lynd. La frase rebota sobre el final de otro libro arquetípico de la época y sobre otro personaje sintomático del caliente paisaje de la Guerra Fría: Yo, el jurado, de Mickey Spillane. Las mujeres son todas unas perras que sólo sirven para que les hagan eso: Kiss-Kiss, Bang-Bang. La diferencia –nada pequeña– reside en que el Mike Hammer de Spillane es un detective privado que se pasa de rosca, mientras que el James Bond de Fleming es un encantador psicópata protegido por una estructura gubernamental al servicio de Su Majestad. Mike Hammer no tiene licencia para matar y James Bond, sí. Y, casi cincuenta años más tarde, nadie espera una nueva película de Mike Hammer, mientras que el mundo no basta cuando se trata de albergar la misteriosa ansiedad que, como un virus, lo azota cada vez que se anuncia eso de Bond is Back.
1 Detrás de un gran personaje no tiene por qué haber un gran hombre. Y mucho menos un gran autor. Ian Fleming (1908-1964) fue un canalla mayúsculo para muchos y un gran tipo para pocos. Uno de esos individuos que se las arreglan para hacer de sus fantasías más secretas un producto de éxito. Nacido en Lancaster, educado en Eton y Sandhurst, periodista para Reuters y corresponsal de The Times en Moscú, polideportista y mal perdedor, sociópata y odiador de animales, cazador de tiburones y observador de aves, adicto a la guitarra hawaiana y al bridge, frecuentador de los poderosos, trepador consumado, adicto a la venganza y orgulloso poseedor de demasiados lados oscuros. Alguien proclive a ponerles los cuernos a todos sus amigos, a azotar a cuanta mujer se le pusiera a tiro de látigo y a sonreír misteriosamente cuando le preguntaban si era cierto que había sido el responsable directo de las operaciones que importaron a Gran Bretaña a Rudolph Hess en 1941 y a Martin Bormann en 1945. Quienes lo conocieron no dudan en asegurar que Ian Fleming “poseía la mentalidad de un adolescente”. James Bond también, si nos guiamos porla definición que dio su propio autor en una entrevista: “No es otra cosa que mi fantasía a la hora de la almohada; el sueño febril de alguien que nunca se resignó a madurar del todo”. Alguien capaz de pasar la mañana compitiendo en un exclusivo torneo de golf y la noche en una de esas fiestitas orgiásticas organizadas por el satanista Aleister Crowley. Por las tardes, Ian Fleming hojeaba extático su siempre creciente colección de pornografía sado-maso y escribía un poco más de Bond.
2 Así, Bond es un Fleming magnificado, si al personaje se le agrega el espectro hamletiano de un padre al que siempre admiró y nunca pudo emular, la sombra de un hermano escritor al que siempre le tuvo celos y las observaciones que acumuló durante su paso como oficial por la Inteligencia de la Marina Británica durante la Segunda Guerra Mundial –como ayudante directo del almirante J. H. Godfrey– que le permitieron observar y practicar actividades cuestionables a cargo de conspicuos individuos que aparecían y desaparecían y cambiaban de bando. Si la esencia del espionaje reside en el arte de ser y no ser, Fleming elevó esta disciplina a alturas patológicas, valiéndose de un escenario que le permitía reinventarse constantemente, donde mentir no era una falta sino una virtud. El glamour de lo secreto y el lujo de lo prohibido. La exhaustiva y un tanto agotadora biografía de Andrew Lycett muestra a Fleming como un obsesivo constructor de la propia leyenda, uno de esos diletantes ideales para encontrar en una fiesta y una bestia insoportable a la hora de la convivencia diaria. El momento clave lo encuentra feliz y aburridamente instalado en Jamaica, casado con la aristócrata y perversita Anne Rothmere (firmante de deliciosas cartas donde extraña los azotes que su marido les regalaba a sus nalgas) y viviendo en un casa a la que bautizó Goldeneye, en homenaje a la novela corta y degenerada Reflejos en un ojo dorado de Carson McCullers (escritora a la que admiraba, seguro, por todas las razones incorrectas). El momento clave recién aparece en la página 220 de la biografía de Lycett: Fleming ya no sabe qué hacer consigo mismo, con su mujer, con su hijo recién nacido, con su vida. Sometido al equilibrado aburrimiento de los cómodamente desesperados, como el Dr. Jeckyll, Fleming decide inventarse un Hyde que lo desequilibre y lo divierta. Bond, James Bond. Se sienta frente a su máquina de escribir y tipea: “El perfume y el humo y el sudor golpean las papilas gustativas con un latigazo ácido a las tres de la mañana”. El segundo intento no es mucho mejor: “El perfume y el humo y el sudor pueden combinarse de golpe y golpear las papilas gustativas con un estremecimiento ácido a las tres de la mañana”. El problema, claro, está en esa compulsión por mantener a toda costa las papilas gustativas. Para el tercer intento, Fleming ha crecido como escritor, o se ha reducido a la altura exacta para ingresar en un mundo fantasioso y conseguir la perfección del acné literario y la hormona desatada para siempre: “El perfume y el humo y el sudor de un casino a las tres de la mañana dan ganas de vomitar”. Después, satisfecho, posa la vista sobre el libro que tiene más cerca. La Field Guide to the Birds of the West Indies, un libro de ornitología editado por la editorial McMillan y firmado por un tal James Bond a quien Fleming no demora en escribirle comunicándole que le acaba de robar el nombre: “A cambio de usar el suyo le autorizo a que le ponga el mío al pájaro más horrible que vea por ahí”.

Ian Fleming era un trepador consumado, adicto a la venganza, pésimo perdedor, proclive a ponerles los cuernos a todos sus amigos y a azotar a cuanta mujer se le pusiera a tiro de látigo, a pasar las mañanas en un exclusivo club de golf y las noches en una orgía satanista (durante las tardes escribía un poco más de Bond, en su máquina de escribir de oro puro).

Bienvenidos a Casino Royale.
3 Catorce novelas Bond más tarde (y dos libros de no-ficción y una bizarra novela infantil llamada Chitty-Chitty-Bang-Bang), Ian Fleming se defendería todas las veces que fueron necesarias de las acusaciones de infantil, banal, ridículo y superficial, sumadas a las de pésimo ejemplo para la juventud y amoral. El formidable éxito de ventas y público -sumado a una flagelante autocrítica privada– se traduciría endeclaraciones restándole importancia a todo el asunto: Bond como simple entretenimiento sin ningún tipo de ambición literaria y al que no le guste que se dedique a leer otra cosa. Si se lee hoy Casino Royale, se accede a una suerte de historia alternativa del momento actual: curiosa crónica de una realidad pasada por el tamiz de una reinterpretación mítica y, lo más importante, el resplandor iniciático de la Aldea Global donde se mencionan marcas de productos y se insinúa la posibilidad de acceder a ellos con un chasquido de los dedos. El primer Bond es, sí, el disparo de largada para la gran aventura de la modernidad proyectada por la lente distorsionante de uno de esos avisos de Charles Atlas donde se promete la gloria al alfeñique de cuarenta y cuatro kilos y todos los colores del Technicolor al hombrecito gris. Un casino a las tres de la mañana, territorio donde “la suerte es la esclava y nunca el amo” y el rito de cortejo se sigue paso a paso con la inevitabilidad de una febril partida de cartas que no merece demasiado de nuestro tiempo: “Las prolongadas aproximaciones durante la seducción aburrían a Bond casi tanto como las subsecuentes desprolijidades del adiós. Bond encontraba algo terrible en el inevitable y repetitivo patrón de sus affaires. La convencional parábola de siempre: el sentimentalismo, el roce de la mano, el beso, el beso más apasionado, el contacto del cuerpo, el clímax en la cama, después más cama, después menos cama, después el aburrimiento, las lágrimas y la amargura del final. Todo eso que para él no era más que vergonzoso e hipócrita. Bond sabía que, en realidad, toda mujer amaba ser semiviolada. Fuerte y rápido. Sin anestesia”. Esas cosas que piensan los adolescentes en la hora más caliente de la noche, traducidas al Planeta Bond por un tipo oscuro, un flautista de Hamelin vestido con cuero negro.

Timothy Dalton como Bond junto a dos de sus chicas, George Lazenby en su primera y única incursión como 007 junto a los Angeles de la muerte, la célebre muerte por “baño de oro” en Goldfinger, el blandegue de Roger Moore posando junto a Barbara Bach en La espía que me amó y el más temible de todos los 007: Jimmy Bond Junior, alias Woody Allen, en Casino Royale.

4 Todo estaba en Casino Royale. El resto son variaciones sobre un mismo tema con poquísimas novedades, y es notable lo rápido y lo mal que envejecen las novelas de Bond y el afán por mantener joven a la criatura que muestran las películas de Bond. Las películas de Bond poco y nada tienen que ver con los libros de Bond. Apenas el título y a lanzar efectos especiales al aire. La diferencia básica es que el Bond de Fleming es un cretino y el Bond de las películas (con excepciones de Sean Connery, otro pegador y semiviolador de renombre) es una suerte de bon vivant con revólver y artilugios varios. La otra diferencia es que, mientras el Bond de Fleming comienza luchando contra la organización soviética Smersh (Smyert Shpionam o “Muerte a los Espías”), el Bond cinematográfico lucha cada vez más contra entrepeneurs megalómanos, más cercanos a Bill Gates que a la KGB. Es que el Bond de Fleming era un hombre de su tiempo, y el Bond de celuloide es un Bond atemporal, fin de milenio.
Lo que no implica que el Bond de El mundo no basta aparezca vetusto, cansado y repetido. Sí es, desde ya, el peor Bond de la era Pierce Brosnan (digan lo que digan, el mejor actor que alguna vez haya asumido el rol de 007). Está lejos, muy lejos, de los demenciales logros de El mañana nunca muere, donde el guión se fue escribiendo y reescribiendo a medida que el film se rodaba y algo de esa incertidumbre se trasladó a un ritmo entre histérico e incierto. El problema básico en El mundo no basta es que todo está exactamente en su sitio y firmemente atornillado. Y, por una vez, se nota que el director es Michael Apted (Gorky Park, Gorilas en la niebla, Nell) y que su toque elegante, “artesanal” y supuestamente inteligente tiene poco y nada que ver con el desenfreno bobo y la compulsión pochoclo que uno les exige a estas cosas. De este modo, la secuencia inicial aburre y la secuencia inicial nunca puede aburrir y el resto aparece contenido y extenso al mismo tiempo. Mucha conversación (a esta altura, ¿no deberían ser mudas y perfectamente hiperkinéticas las películas de Bond?) y demasiado intento de volver más complejo y moral a un personaje cuyo encanto reside justamente en no ser complejo y no preocuparse demasiadopor nada que no sea él, mientras convence a sus superiores que está haciendo su trabajo cuando en realidad está haciendo lo que se le da la gana.
Parte de la culpa es del mismo Brosnan, quien ya tuvo su momento este año con la muy buena remake de El affaire de Thomas Crown. Parte de la culpa la tiene también una trama que gira alrededor de una catástrofe petrolera (¿habrá algo más anticuado y menos divertido, a esta altura, que una crisis de petróleo?) y que pretende alcanzar su punto álgido dentro de algo tan prehistórico como un submarino nuclear. Los submarinos estaban de moda a la altura de La espía que me amó (la gran película feminista de la saga Bond y la peor novela de Fleming) donde ya aparecía un barco-tanque que se los comía enteros. La nueva chica Bond (Denise Richards) falla por donde se la mire y el villano compuesto por el gran Robert Carlyle se parece demasiado a un hooligan de Trainspotting, con su bala en el cerebro que le impide sentir el dolor. A Fleming no le hubiera gustado ni medio.


David Niven como un inverosímil James Bond, en la fallida versión
cinematográfica de Casino Royale, la mejor de las novelas Bond

5 Al final, Ian Fleming se murió. Un día se llevó la mano al pecho por última vez y se vino abajo para siempre –ataque cardíaco–, mientras se preparaba el rodaje de Operación Trueno. La verdad es que a Fleming ya no le gustaba la vida que llevaba. Ese rostro que todas las mañanas le devolvía el espejo no podía ser el rostro de Bond. Y, además, Bond era mucho más famoso que él. De acuerdo, a Fleming lo fotografiaba Cecil Beaton y había sido celebrado por Raymond Chandler en la prensa y por Somerset Maugham nada más que a la hora de los cócteles (Maugham no escribía elogios a otro escritor, “aunque se trate del autor del Génesis”). Fleming se había comprado una máquina de escribir de oro donde escribía su Bond anual en dos meses, almorzaba con su fanático cum laude John Fitzgerald Kennedy, a quien lo enloquecía con ideas demenciales (una de ellas era un plan que llevaría a Fidel Castro al descrédito de afeitarse su barba: sólo había que inundar Cuba con falsos panfletos soviéticos que advirtieran que la combinación de radioactividad y vello facial provocaba... ¡¡¡impotencia!!!). Pero Fleming no era Bond: era nada más que el padre de Bond. Ahora Bond era Sean Connery, y Fleming se daba perfecta cuenta de que las películas acabarían devorando a sus libros y que Connery –quien en principio no le había caído nada bien– era el alma de la fiesta. Y después lo sería George Lazenby y Roger Moore y Timothy Dalton y Pierce Brosnan. Por el camino quedaron posibles Bonds: de Cary Grant a Hugh Grant, pasando por James Mason, Richard Burton, David Niven (quien lo parodió en una demencial y fallida Casino Royale), Liam Neeson y Ralph Fiennes. El actor es lo que menos importa más allá de que uno no pueda ver a Roger Moore ni en la sopa: Bond tiene algo de deidad de la Antigua Grecia encarnándose en demasiadas personas y bajando a la tierra para divertirse con demasiadas chicas Bond.
6 Hora de mencionar la Maldición Bond. James Bond enloqueció a su creador (como el monstruo enloqueció al Dr. Frankenstein) y también al hijo de su creador: Caspar, el hijo de Ian Fleming creció obsesionado por las armas, las drogas, los coches veloces. El primer intento de suicidio le salió mal; el segundo fue todo un éxito. La nota que dejó tenía algo de la eficiencia de las mejores frases de su padre, con quien había tenido una pésima y enfermiza relación: “Si no es esta vez, será la próxima”, escribió el chico que quería ser James Bond por la sencilla razón de que James Bond era el único hijo al que Ian Fleming amaba.
La Maldición Bond ataca de muy diferentes maneras a personajes secundarios y primarios de la realidad. En los últimos días, las páginas de los diarios han exhibido varias noticias Bond: el zopenco conde Edward de Wessex está deprimido porque no consiguió venderles a los yanquis su proyecto para una serie de televisión sobre las aventuras juveniles deJames Bond; el actor Desmond Llewelyn –más conocido como el inventor Q, y reemplazado en El mundo no basta por John “Monty Python” Cleese– murió en un aparatoso accidente de tránsito luego de que Bond destrozara durante décadas los autos equipados por él con gadgets mortales; la responsable del pesebre viviente de Canterbury ha decidido modernizarlo este año, suplantando los querubines por individuos vestidos à la James Bond. Su explicación ante el indignado arzobispo fue tan sencilla como demencial: “Si los ángeles de la Biblia llevan espadas de fuego, ¿por qué los míos no pueden portar automáticas? Nadie pondrá en peligro el nacimiento del Mesías”, dijo, enamorada de su idea (y, seguro, amante de Bond). Y, al cierre de esta edición, se supo que Pierce Brosnan casi muere de un síncope cuando, en un estacionamiento a oscuras, fue abordado de improviso por Sean Connery, quien le preguntó “si los productores le estaban pagando bien por hacer de Bond”.
7 Como en los mejores y más verdaderos amores, no entendemos muy bien por qué seguimos amando a Bond. Una y otra vez la misma historia, las mismas mujeres, las mismas explosiones... El actor cambia cada tanto; las mujeres tienen diferente color de pelo. Cuesta pensar que uno acuda una vez más a la cita Bond para ver qué hay de nuevo en la carrera armamentista de los efectos especiales. Tampoco es que uno quiera ser 007; hay formas menos comprometidas de pasarla bien o de seducir a un par de piernas largas. No, la fascinación que ejerce Bond es tan compleja e inmemorial como el mecanismo que mueve las mareas. Nos pueden explicar de qué se trata y cómo funciona, pero no nos interesa demasiado comprenderlo y quién sabe si estamos capacitados para hacerlo. Con los siglos y la amnesia, puede suponerse, alguien examinará la evidencia reunida y llegará a la conclusión de que Bond moría para resucitar cada dos o tres años. La próxima encarnación será, ya se sabe, una nueva versión de Casino Royale que anuncian como “más fiel al personaje de la novela que al de las películas”. Quién sabe. Tal vez en el nuevo milenio las películas de Bond deban ser películas de época: transcurrir a mediados del siglo pasado, cuando el mundo nunca era suficiente y las putas siempre morían.

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