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Regresa a RADAR

Vida de perro

POR JUAN FORN

La historia es real, me la contó una amiga el sábado pasado, un poquito borracha ya, en una fiesta. Hace meses, fue a buscar a sus hijitas mellizas a un cumpleaños y se encontró con un revuelo: acababan de sortear, entre todas las criaturas invitadas, uno de esos perritos bonsai tipo el Jazmín de Susana Giménez, a los que en España dicen comecoños y que la imaginación rioplatense ha bautizado perritos mineteros. Mi amiga descubrió estupefacta que la ganadora era una de sus hijas. No hubo manera de decir no a las mellizas (y, la verdad, es que en el momento ella también se enterneció), así que volvió a su casa con el peludo liliputiense y, vaya a saberse cómo, convenció al marido de que probaran al menos por un tiempo. El interés de las mellizas por el animal comenzó a desvanecerse segundos después de bautizarlo y mi amiga nunca se caracterizó por su amor a los animales. Resultado: el nuevo residente de la casa recibía a duras penas su ración diaria de agua y de esa comida canina que parece ladrillo molido, mientras encontraban alguien que quisiera quedárselo. Al menos no era ladrador. De manera que se incorporó a la rutina familiar como una tortuga o un hámster más que como un perro. De día circulaba entre el patio y la cocina; dormía en el lavadero; nadie le daba mucha pelota, y él tampoco, especialmente cuando empezaron los primeros calores. Un día suena el teléfono y mi amiga oye a una desconocida que le dice: “Me avisó el veterinario que vos también tenés un yorkshire. Y bueno, mi Greta entró en celo en estos días, y me pregunto si serías tan gentil de prestármelo. Hasta que Gretita... ya sabés”.
Mi amiga pensó rápido: “En el peor de los casos, son unos días sin la bestia. Y, con un poco de suerte, Gretita se encariña y me lo saco de encima para siempre”. Pequeño inconveniente: cuando buscó a Pilú se dio cuenta de que no podía llevarlo así a una cita amorosa. Así que antes pasó por la veterinaria, donde le hicieron una coiffure completa (y carísima) al cuzco. Ya presentable, siguió en taxi rumbo a destino. Por supuesto, Greta los recibió producida como una Barbie. Y su dueña ídem. Cuando ésta le pregunta a mi amiga cómo le gusta la carne a Pilú (“¿a punto o más crudita?”), si está más acostumbrado a dormir a oscuras o con una lucecita balsámica, dice ella que de pronto tuvo un inexplicable arranque de orgullo y, sacando pecho, contestó: “¡Come de todo, duerme donde lo agarre la noche, es bien machito! ¡Vas a ver cómo se lleva con Gretita!”. Pasan dos días. Tres. Cuatro. Hasta que mi amiga encuentra un escueto mensaje en su contestador: que pasen a retirar a Pilú. Cuando llega a la mansión, le abre una mucama que le anuncia con asquito, mientras le entrega al semental, que el muy turro comió como un cerdo, fue y vino por toda la casa, meó en cada una de las plantas de interior, falsas y reales... pero de atender a Greta, nada.
Mi amiga dice que pocas veces en su vida sintió una vergüenza tan ridícula como cuando volvía en el taxi con el imperturbable célibe sobre la falda. Llega a su casa, tira al fondo del patio al minúsculo cuadrúpedo y se desploma en el sofá con un vasito de whisky, aunque no sean horas de tomar. Diez minutos después, abre los ojos: una de las mellizas está plantada a su lado llorando a gritos. ¡Pilú se está peleando con el Bucky! Mi amiga se levanta como un rayo, y recién repara en el sentido de la frase cuando ya está en la cocina: ¿cómo pueden pelearse un perro y un astroso osito de peluche, que fue de ella cuando era chica y que las mellizas adoptaron como propio desde la cuna? Para entonces, mi amiga ya se ha internado en la penumbra del cuarto del fondo, donde está el lavadero. Manotea el interruptor, se hace la luz... y ahí está Pilú, montando enardecido al pobre osito Bucky, su verdadero amor.

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