Cascais ingresó en el mundo de las playas de moda europeas a fines de siglo pasado, cuando su costa fue elegida por la elegante clase alta portuguesa como destino predilecto para sus baños y vacaciones. En pocos años, el otrora pequeño y humilde pueblo de pescadores, defendido de los ataques extraños por diversas construcciones militares, vio cómo nacían numerosos chalets y casas refinadas que albergaban durante los fines de semana a la monarquía portuguesa y su inseparable corte.
Con el paso de los años, se instaló una línea férrea que llegaba a Cascais como terminal de un recorrido que arranca en Cais do Sodre, entre los docks lisboetas. Hoy día, la estación de Cascais tiene todavía ese aspecto alegre que hace pensar en las fastuosas épocas ya pasadas. Al bajar del tren, los pasajeros son recibidos por paredes floridas con macetas pintadas, y por los típicos azulejos portugueses que se imponen en la decoración de las casas más antiguas. El interior de la estación no es tan colorido ni tan floreciente -de hecho, los propios portugueses no dudan en afirmar que toda la localidad necesitaría un buen trabajo de recuperación en algunos sectores-, pero los mármoles y las antiguas boleterías permiten entrever el esplendor pasado. Hoy Cascais, a escasos kilómetros de la aglomeración lisboeta y vecina de las ciudades de Sintra y Estoril, es un balneario más popular pero no menos encantador que antes, invadido durante el verano por turistas de Europa del norte. Se llega tan rápidamente desde Lisboa que se convierte casi en un paseo obligado desde la capital portuguesa: y sin embargo, Cascais se gana ese paseo por méritos propios.
Recuerdos de reyes
Bajo el reinado de don Pedro I, Cascais tuvo el honor de convertirse en una villa autónoma respecto de Sintra, a la que pertenecía hasta entonces. Pero ello no la salvaría de una historia agitada: primero fueron las ambiciones españolas durante el siglo XVI y, más tarde, el 1-o de noviembre de 1755, un terremoto (seguido por un maremoto) que provocó ingentes daños y dejó una huella indeleble en la ciudad. Cientos de personas muertas y miles de construcciones arrasadas -casas, iglesias, conventos- marcaron el comienzo de la decadencia de Cascais, una decadencia que no se detendría hasta su renacimiento turístico de mediados del siglo pasado. La renovación llevó el sello de don Pedro V, que en 1859 manda construir el camino entre Cascais, Oeiras y Sintra, extendiendo también hasta este puerto la línea telegráfica. Poco después se trazarían las líneas férreas, comienzo de la renacida prosperidad de Cascais. Otra fecha clave es 1873, cuando el duque de Palmela comienza a construir su palacio sobre el océano, el primero de una serie de importantes residencias, como el palacio de los condes Castro Guimaraes. Las fotos que se conservan de aquella época ya dejan entrever algo del Cascais de hoy, con su espléndida ubicación sobre la bahía y las construcciones señoriales de la nobleza. La red ferroviaria seguiría extendiéndose, y no tardaría en llegar la luz eléctrica: voluntad de reyes sin duda para su destino de vacaciones preferido, en esos años previos a la Primera Guerra Mundial y a las drásticas transformaciones del siglo XX.
El llamado período dorado de Cascais termina a principios de siglo, junto con la monarquía portuguesa, aunque el nuevo gobierno republicano proclamara su voluntad de mantener el desarrollo turístico de Cascais. Era tiempo de esperar el segundo renacimiento de Cascais, que llegó finalmente en los años 40, cuando se abrió un nuevo camino entre Lisboa y el puerto, comenzaron a construirse nuevos barrios y a levantarse modernos hoteles. La forma con que se conoce hoy a Cascais data, finalmente, de los años 60, cuando Europa entera se renovó turísticamente y Cascais en particular reorganizó toda la zona baja y dio pie a la construcción de los hoteles Baía y Estoril Sol. Además, a su halo turístico Cascais añadió otro: el de haberse convertido en tierra de recepción para quienes escapaban de las guerras europeas y en tierra prometida para los refugiados que en los años 70 empezaron a llegar de las ex colonias portuguesas. La fama de tolerancia, afabilidad y cosmopolitismo así ganada se respira todavía hoy en esta localidad que vive al ritmo del sol y de la playa, pero que sabe guardar las antiguas tradiciones de los pescadores en sus barcos, sus calles y los cantares de la amable gente de Portugal.
Visita a Cascais
¿Cómo acercarse al alma de Cascais? Una buena manera puede ser acudiendo a la feria y mercado que todos los miércoles y sábados por la mañana tiene lugar en el centro de la ciudad. Todo lo que se pueda desear para comprar y sobre todo para curiosear se da cita aquí: el ambiente es alegre, ruidoso, colorido, matizado por un portugués que sólo un oído bien entrenado puede entender, aunque la similitud con el castellano permite entender prácticamente todo lo que se lee aquí y allá en las calles y en los puestos de la feria. Por eso, más vale confiar en los ojos que en el oído... y lo mismo sucede cada noche, cuando llega el pescado fresco y se lo vende rápidamente a un público bien acostumbrado a regatear. Una costumbre que bien vale la pena conocer y disfrutar, llena de sabor y color local. Escenas cotidianas que hacen casi olvidar que Cascais fue en el pasado la primera tierra que los navegantes veían al regresar a Portugal, la ansiada tierra natal después de sus aventuras y desventuras en los mares. Pero también era la última tierra que veían cuando partían rumbo a los misterios de Africa y Brasil... Esta situación estratégica convirtió a Cascais en una de las primeras localidades portuguesas que tuvo un faro (ubicado donde hoy está el faro da Guia). Muchos de los recuerdos de este pasado marítimo se pueden apreciar hoy en el Museo del Mar, que cuenta la tradición navegante y pesquera de la comunidad local, pero a la vez apunta a la preservación y el estudio de un patrimonio regional muy amplio e importante. El Museo tiene cuatro sectores: Historia (ictiología, ornitología, paleontología y otras salas), Etnología (donde se puede aprender cómo se vestían los pescadores portugueses, además de admirar modelos de barcos), Arqueología Subacuática y la Historia de los Naufragios Marítimos (una especialidad para los buscadores de tesoros, ya que aquí se habla de los tesoros recuperados en la costa de Cascais, pero también en el estuario del Tajo).
El otro lugar símbolo de Cascais es la Ciudadela, que aunque sigue siendo usada para fines militares -ya que tiene una ubicación inmejorable frente al mar- tiene también hermosos jardines abiertos al público, donde se exhibe una pequeña colección de artillería.
Uno de los momentos más agradables es justamente el paseo que bordea la costa desde esta Ciudadela, con su austera masa que vigila las aguas, hacia el este, rumbo a la costa del centro de la ciudad. Los acantilados sobre los que fue levantada la Ciudadela están a una altura tal que ofrecen una vista general de toda la costa -conocida como Costa de Oro o Costa de Estoril- hacia Estoril y los confines de Lisboa. El punto máximo de curvatura de esta línea costera se da precisamente en Cascais.
El paseo sigue escaleras abajo hacia el puerto: en realidad, una playa de arena lo suficiente grande -entre todas las playas de arena que se esconden entre los acantilados- como para poder albergar a todas las lanchas de pesca de la ciudad. Como en los siglos pasados, al regresar de pesca en el estuario o en el mar abierto, las lanchas son arrastradas hacia la playa por el propio pescador, ayudado por un par de colegas. Pero siempre quedan sobre la arena algunos barcos que ya volvieron o no salieron de pesca: bajo los rayos del sol, sus coloridos motivos y sus imaginativos nombres son una de las mejores fotos que se puede conservar de la ciudad. Sobre el paseo y la plaza que hace de muelle, bordeando la playa, se amontonan redes y equipos de pesca de altura. Hay que abrirse camino entre el laberinto que forman estos aparejos para seguir caminando a lo largo de la costa y no perderse sobre el diseño caprichoso que forman los acantilados frente al mar. Pero vale bien la pena, porque de vez en cuando aparece, escondida entre rocas coronada de casas antiguas, algunaplayita escondida, a la que se llega por pequeñas escaleras que flanquean las escarpadas rocas. También aparecen de vez en cuando algunas plazoletas que dominan el mar, y donde no faltan mesas instaladas por algún café vecino. Mejor que en las plazas del centro de la ciudad, frente al puerto se puede tomar el pulso del Cascais alejado de las multitudes, que se quedan muchas veces regateando souvenirs sobre el muelle, o en los negocios de la calle peatonal del centro. Allí, frente al mar, a la sombra de antiguas casas, mientras la vista se pierde en el horizonte hacia Lisboa, se entiende bien por qué Cascais fue una playa de reyes.