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En las islas que pintó el artista francés, las brisas del Pacífico envuelven al viajero en la plácida belleza de los Mares del Sur. Selvas, flores, montañas y jardines de coral bajo aguas transparentes como cristales. No es difícil entender la sonrisa y dulzura de los que viven en este paraíso.
ISLAS DE LA POLINESIA FRANCESA: TAHITI, MOOREA Y BORA BORA
Paraísos en el Océano Pacífico
Por Florencia Podestá
Pintada por Gauguin y amada por Herman Melville, R. L. Stevenson y Marlon Brando, desde mediados de siglo la Polinesia figuró en el imaginario occidental como sinónimo de aventura y exotismo, y la prueba accesible de que el paraíso es terrenal. Los motivos son muchos: el viajero que viene de una existencia sobreestimulada, perdido todo contacto consigo mismo, encuentra que en las islas la vida se le revela en su sencillez; todo lo que no es esencial es barrido por las brisas del Pacífico. La increíble fecundidad es otro motivo; árboles de mango, coco, papaya, banana, guayaba, fruta de la pasión, ananá y otros manjares, simplemente se nos ofrecen, y el mar rebosa de peces. Y por último, el motivo más evidente, la belleza. La tierra es selva, flores, cascadas y montañas de formas irreales. El mar nos deslumbra como un cristal duro con todos los colores posibles del azul al esmeralda; pero también bajo las aguas se esconde un bizarro segundo paraíso de belleza indescriptible: los jardines de coral, que se dejan explorar infinitamente.
Geografía del paraíso
De las innumerables islas del triángulo de la Polinesia, unas 130 pertenecen al Territorio Francés de Ultramar y están agrupadas en varios archipiélagos. Quizá el más conocido y visitado sea el de las Islas de la Sociedad, donde se encuentran Tahití, Moorea y Bora Bora. Son islas volcánicas, de montañas escarpadas y selváticas, con ríos, quebradas y bahías, rodeadas por atolones (islas de origen coralino, muy bajas y cubiertas de palmeras). Desde el aire los atolones se ven como un 95 por ciento agua y 5 por ciento tierra, un fino anillo de arena y coral que encierra una porción de mar poco profundo (laguna).
La cultura polinesia, como se puede apreciar a primera vista o en una visita al Museo de Tahití y sus islas (en Papeete), desarrolló una profunda expresividad plástica y artística en la vida cotidiana, ya sea en la música, en la danza y la escultura en madera (recordar los impresionantes tótems). Hoy nos sorprende la extraña mezcla entre lo que sobrevive de una cultura desprejuiciada que tiene vínculos profundos con el mundo natural y mítico, y el lujo y la hipersofisticación de la cultura francesa, palpable sobre todo en la cuisine.
Dulce Papeete
Papeete es la capital de la gran isla de Tahití, y la única verdadera ciudad de la región. Apenas pisamos suelo tahitiano, se nos acerca una chica o un chico vestidos con el tradicional pareo; Maeva (bienvenidos) dice con una gran sonrisa mientras nos pone un collar de flores o de caracoles alrededor del cuello. Las sonrisas y la dulzura nos siguen adonde vayamos. Cuando estamos a punto de volvernos suspicaces ante tanta amabilidad, nos vamos dando cuenta de que esta gente es alegre, franca y hospitalaria por naturaleza, no sólo para el turista.
Para explorar un poco el paisaje humano de la isla nos tomamos el camioncito público, el famoso le truck que usan los locales. Así, circulando por callecitas junto a las mujeres (vahine) tahitianas que andan en moto con flores en el pelo, llegamos al imperdible mercado de Papeete. Aquí el viajero descubre que no sabía nada del mundo de las frutas; cápsulas rojas y peludas, frutos verdes por fuera y de interior morado y líquido, formas y texturas extrañas, todo aguijonea nuestro instinto explorador y pronto queremos probarlo todo. Este también es un buen sitio para comprar artesanías de madera, coral o caracol, y los hermosos pareos.
Si no sucumbimos a los misterios del mercado, tenemos mucho para elegir en las callecitas de Papeete: desde la afamada cuisine francesa, hasta restaurantes chinos, italianos, thai y polinesios. Cuando anochece, en la costanera -el Boulevard Pomare- frente a los veleros y la hermosa bahía, se acomodan decenas de roulottes, camioncitos con remolques adaptados comorestaurantes al aire libre. Sirven buena comida tahitiana y es una oportunidad para conocer el ambiente isleño, ya que van pocos turistas.
Playas, selvas y cumbres
Como en cualquier isla de la Polinesia, el mar nos captura durante todo el día. Tahití tiene varias playas de arena blanca o coralina, y de arena negra o volcánica. Aunque a comparación de las otras islas no es la preferida porlos buzos, es un excelente lugar para tomar las primeras lecciones, ya que hay siete centros de buceo y actividades náuticas (paseos en lancha con fondo de cristal, travesías en velero y otras excursiones) distribuidos entre los hoteles principales y las bahías de Outumaoro y Marina Puunui.
En el interior isleño se puede ascender al escarpado Monte Marau. Por el sendero, entre gargantas selváticas y cumbres fantasmales tras la niebla, veremos las cascadas de Faarumai y de Vaiharuru emergiendo de un paisaje jurásico que nos transporta a un mundo perdido. Una excursión para los más aventureros es la travesía a pie, de dos o tres días, por la parte más agreste de la isla, la península de Tahití Iti. Desde los pueblitos de Peu y Tautira, donde termina el camino norte, el sendero nos lleva por la costa deshabitada y selvática a lo largo de los acantilados de Pari, adonde asoman grutas, petroglifos y restos arqueológicos.
Moorea, al son del ukelele
Tras siete minutos de vuelo en un avioncito casi de juguete llegamos a esta isla, según dicen, la más hermosa junto a Bora Bora. Desde la Bahía Cook, la primera visión es impresionante: cubiertas de selva, una hilera de montañas de silueta fantástica, dentadas y de cumbres por siempre bajo nubarrones sombríos, con nombres tan elocuentes como Diente de Tiburón y Mouaputa (montaña con agujero).
En la playa siempre brilla el sol. El hotel consiste en varios bungalows de estilo polinesio frente al mar de un turquesa inverosímil, en medio de un jardín en el que crecen árboles floridos de hibiscus, buganvillas y algunas orquídeas. Para completar el mito del Edén también abundan bananos y cocoteros. Una banda de hombres en pareos coloridos y coronas de flores va por el jardín entonando al son del ukelele las armonías claras de las canciones polinesias; según nos cuentan, en la cultura tahitiana quienes más trabajan son las mujeres, mientras los hombres se dedican al arte: a cantar, bailar y organizar las ceremonias.
Caminando por los jardines, recogemos un coco del suelo. Al instante aparece August, un polinesio voluminoso y sonriente, que de la nada saca una especie de facón y una mesita de madera en forma de tortuga. En tres segundos pela el coco, lo parte, lo abre y raya (con los dientes de la tortuga) la carne blanca, que nos ofrece sobre el lomo del animal. En francés con acento nos cuenta que Mo-orea significa lagartija amarilla y Bora Bora, bravo. Tiene las pantorrillas tatuadas con delicados dibujos geométricos. Los tatuajes no son de adorno, éstos cuentan dos historias, dice August, la de la Polinesia, y la de mi vida.
Antorchas junto al mar
El mar de Moorea es glorioso. Un arrecife de coral rodea casi toda la isla, y en las aguas protegidas y poco profundas de aguas clarísimas y visibilidad perfecta (ideales para snorkelling y buceo) prolifera la vida: se ven cientos de peces de arrecife (los más coloridos), anémonas, payasos, lucios azules, rayas leopardo, corales gigantes, y en algunos buceos, diferentes tipos de tiburones. Desde los hoteles hay excursiones que nos llevan en velero o piragua a los pequeños motu, islitas deshabitadas en el arrecife. Una buena idea es alquilar un scooter o bicicleta para recorrer por nuestra cuenta las infinitas playas, parajes naturales, aldeas de pescadores y antiguos marae (templos ceremoniales) que existen en la isla. En el Tiki Village, una aldea folklórica y de artesanos, se celebran los tamaara -fiestas tahitianas en donde se canta y se baila- y las típicas bodas polinesias. La pasión por la danza de los tahitianos -los hombres practican la danza con antorchas- fue desalentada por misioneros del siglo XIX, pero hoy está viva otra vez gracias a una revalorización de la cultura nativa.
Bora Bora, el cielo bajo los pies
Esta isla famosa sintetiza a la Polinesia: espectaculares picos volcánicos rodeados por la laguna más bella y colorida de las islas. Para entrar en éxtasis en esta isla no hace falta más que montar una canoa para deslizarnos entre los infinitos tonos de verdes, azules y turquesas nunca repetidos, sobre aguas tan cristalinas que juraríamos que las piraguas navegan sobre el aire. Desde la superficie los peces iridiscentes del fondo se ven a la perfección, y las gigantescas mantarrayas parecen volar en un cielo bajo los pies.
Obviamente, lo más recomendable es pasarse horas explorando los jardines sumergidos de coral, pero también podemos dejarnos convencer y anotarnos en una excursión que nos lleva a conocer tête a tête a los tiburones. Cuando la lancha llega al punto escogido, nos sumergimos en el agua con máscaras y respirador, y nos tomamos de una soga para que no nos lleve la corriente, sin terminar de entender lo que va a suceder. Entonces el guía, un polinesio tranquilo y sonriente, se sumerge con nosotros y saca de un balde pedazos de pescado. Al principio, a través del agua clarísima, vemos acercarse a cientos de peces de colores atraídos por el olor. A nuestra fascinación le sigue el pasmo cuando vemos que se acercan uno, dos, cuatro, y luego más de veinte tiburones que a escasos metros, nadando en círculos y con los ojos en blanco por el frenesí, se diputan la carne. No tenemos miedo; estamos como hipnotizados por el espectáculo salvaje y magnífico. Cuando una media hora más tarde vamos de nuevo en la lancha, enteros y rumbo a la costa, entonces sí que no lo podemos creer.
UN RECORRIDO DESDE HONOLULU A MAUI
Placeres hawaianos
Por Felisa Pinto
Hasta que se conoce el archipiélago de Hawaii, este nombre, así en singular, evoca engañosamente una isla. E induce a no percibir que Hawaii es una pluralidad insular, diversas islas con encantos intensos y diferentes. Una de ellas es Maui. Y de ella Mark Twain escribió: Fui a Maui para estar una semana y me quedé cinco. Nunca pasé un mes más placentero ni me despedí de un lugar con tanta pena. En ningún momento pensé en ocupaciones, o me preocupé de tarea humana o en problema o angustia o fastidio alguno, y la memoria de esto permanecerá en mí para siempre. Con estas credenciales tiene sentido dedicarle unos párrafos. El viajero llega al archipiélago desde la costa californiana, Los Angeles o San Francisco, a la isla de Oahu, donde está la capital del estado, Honolulu, con su importante puerto, Pearl Harbour, con obvias resonancias históricas y bélicas y su condigno aeropuerto internacional.
Waikiki
Este lugar es el suburbio residencial de Honolulu. En los años 30 constituyó para los norteamericanos una suerte de cielo en la tierra en materia turística. Había entonces más casas privadas que hoteles y departamentos. Era visitado por las celebridades de Hollywood en el tiempo previo al tráfico aéreo congestionado del presente y de las cadenas de restaurantes ubicuas y previsibles. Y los memoriosos lugareños recuerdan que la ley obligaba a las señoras a vestirse casi completamente no bien dejaban la playa. Y también las imágenes amables y relajadas de los tranvías abiertos que llevaban a la gente desde Waikiki a Pearl Harbour. Una visión nostálgica y efímera de los remanentes de aquel Waikiki se puede percibir visitando el tradicional y encantador Moana Surfrider Hotel, clasificado como uno de los Hoteles Históricos de Norteamérica, con sus 793 habitaciones para huéspedes, sus 44 suites, su playa privada, su pileta casi junto al mar, sus restaurantes, y su Beach Bar que compele a entregarse a libaciones tropicales. Los precios participan, lamentablemente, de esa munificencia. Si uno no renuncia a la vista al océano, los cuartos con esta perspectiva van desde 375 dólares por noche.
Maui
Desde el mencionado aeropuerto, a través de un vuelo breve, se llega y aterriza luego en Maui. Las otras islas son Hawaii, llamada también La Isla Grande, Kaui, Niihau, Kahoolawe, Molokai, y Lanai. La experiencia de Mark Twain se renueva en los visitantes de Maui. En pocos lugares uno se siente tan lejano de los afanes y cuitas cotidianos como en esta isla que tiene el efecto de proyectar esas preocupaciones humanas a un horizonte remoto donde parecen desvanecerse. Esta sensación de desprendimiento de lo habitual junto a los colores azules y turquesa intensísimo de las aguas contribuye a crear un marco de descanso y relajamiento inusual. En Maui hay mucho que ver. Por eso no resulta descaminado alquilar un auto al llegar al aeropuerto local. Desde allí, mediante carreteras razonablemente buenas, se puede dirigir a Kapalua, una bahía cercada por 12.000 hectáreas dedicadas al cultivo intensivo de los ananás. El auto se justifica por el tamaño de la isla. La segunda en dimensión dentro del archipiélago: tiene algo así como 1166 kilómetros cuadrados, con un largo de casi 77 kilómetros, y un ancho, entre los dos puntos más distantes de casi 42 kilómetros. Otro de los lugares que se impone conocer es Kaanapali. Establecida a lo largo de una playa de cuatro kilómetros, ningún otro lugar en la isla ofrece más variedad en hospedaje, actividades, comidas y precios. Hay seis hoteles importantes y cuatro villas-condominio, con una amplia opción para exigencias, requerimientos y presupuestos. Con frecuencia se pueden ver desde Kaanapali a las ballenas y sus ostentosas expulsiones de agua. No en vano esta localidad aloja el Centro Ballenero del Pacífico y un museo con magníficas osamentas de cetáceos que vieron mejores días. Pero el lugar para playeros y golfistas es Wailea. El microclima es ideal. Largos días soleados con escasísimo viento. Las playas tienen una arena blanca y sedosa. Los ya mentados azules y turquesas de las aguas deslumbran sin atenuantes. Hay un buen número de hoteles de las cadenas internacionales, algunos con bungalows muy confortables, preferibles tal vez a las habitaciones del propio hotel porque aumentan la excepcionalidad de la experiencia.
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