La silueta de las ruinas jesuíticas, y el fantasma de Horacio Quiroga, se presentan a la par cuando uno piensa en San Ignacio. Pero al recorrer este pequeño pueblo misionero, distante 60 kilómetros de Posadas, se constata que las piedras de la reducción y el recuerdo del escritor forman parte del imaginario y el hablar cotidiano de los lugareños.
Los Padres Jesuitas llegaron a la zona a principios del Siglo XVII, comisionados por la corona española en la evangelización de las tribus guaraníes. Más al norte, en el Guayrá, establecieron misiones donde imperaba la vida religiosa y el trabajo agrícola. Montándose sobre el comunismo de estas tribus, los Padres sostuvieron en los papeles la figura del cacicazgo, mientras ejercían con mesura una autoridad absoluta. Nadie le preguntó al aborigen si prefería dejar su vida seminómade por sedentarios reductos de piedra, y cambiar a Tupá por el Cristo clavado en el madero. También es cierto que la presencia de los jesuitas fue una traba para los encomenderos españoles y los mamelucos paulistas, que sacaban del monte mano de obra esclava. Las constantes incursiones de estos últimos obligaron a los Padres a replegarse hacia el sur.
En el actual territorio de Misiones hubo diez reducciones, de las cuales San Ignacio Miní, fundada en 1632, es la más conocida y una de las mejor conservadas. Antes de caminar por las ruinas, el visitante ingresa al Centro de Interpretación Jesuítico-guaraní. En el hall de acceso, un inmenso cuadro de Luis Felipe Noé preanuncia las etapas históricas que se verán en el recinto. Este es un museo escenográfico, que intenta ambientar el proceso que va desde la época prehispánica a la expulsión de los jesuitas en 1767, dice el guía Carlos Gómez.
De la choza guaraní, con sus utensilios e instrumentos, se pasa a una especie de selva fluorescente, en la que antes había animales, pero algunos se fueron muriendo y otros se los robó la gente. Al salir uno gira y se choca de frente con una cara demoníaca, que recuerda al visitante que la España que emprendió la conquista fue la de la Contrarreforma, que proclamaba a hierro caliente el maniqueísmo del bien y el mal, el pecado y la penitencia. El puerto, etapa ambientada en un hermoso patio, muestra la cara terrena de la empresa religiosa: barriles y cofres que transportaban yerba, carne salada y miel a la metrópoli; jaulas que llevaban aves exóticas para alegrar las cortes. Por fin se llega al último cuarto, donde puede verse una maqueta con la reducción que en su época de auge albergó a unos 4000 guaraníes. En plena euforia de la conquista, sin más opción que la esclavitud o la huida al monte, las palabras del guía ilustran la disyuntiva: Se dice que aquí los indios salvaron su alma, pero más bien salvaron su vida.
Bajo el estruendo siestero de las chicharras, uno recorre lo que queda de la iglesia, el cementerio, los aposentos de los padres, los grandes patios, las habitaciones de los indios en cuyo suelo crecen las sombras de los árboles. Alguna vez Borges dijo que El imperio jesuítico era el mejor libro en prosa que había escrito Leopoldo Lugones. Esas páginas son poco amistosas con la cultura nativa, pero decididamente críticas al experimento de los jesuitas. Lugones habla de la intención de construir un imperio teocrático, y desnuda los dividendos de la explotación de los productos de la tierra. El viaje que sirvió para recabar datos históricos del libro, realizado en 1903, marca asimismo el primer deslumbramiento de Horacio Quiroga frente a la región. El joven poeta uruguayo, entonces ignoto, se alistó para la expedición como fotógrafo.
La selva de Quiroga
En 1908 Quiroga compró 185 hectáreas en las afueras del pueblo. El terreno se extendía hasta el Paraná. Allí vivió entre 1909 y 1915 con Ana María Cires, su primera esposa, alumna de sus clases de literatura. Construyó la casa de madera, incendiada en 1928, cuya réplica se hizo hace tres años para el rodaje de una película biográfica. Alrededor plantó palmeras pindó en semicírculo, se cree que copiando el trazado de las palmeras de la plaza de Salto, Uruguay, donde nació en 1878, dice Alberto Aguilera, un joven fascinado por la vida del escritor, que de vez en cuando hace de guía ad honorem en la casa-museo.
Quiroga explotaba el inmenso terreno plantando algo de yerba mate, naranjas, bananas, ananás. Tenía también caballos, vacas, aves de corral. Así como escribió 416 cuentos, fue pródigo para cultivar oficios. Carpintero de canoas y constructor de casas. Taxidermista y entomólogo. Profesor de literatura, periodista, Juez de paz, secretario del consulado uruguayo. Luego de construir la casa de piedra y dejar la primera como taller, Quiroga abandonó Misiones en 1915, a causa del suicidio de su mujer. Volvió recién en el 32, con su segunda esposa, María Elena Bravo, amiga de su hija. De la casa de piedra que entonces amplió, se conservan todavía algunos muebles y enseres originales. El escritorio y la silla, la radio y el fonógrafo, la moto de una sola velocidad con sidecar, que revolucionó la polvareda roja de la zona. También son originales el ropero, el sillón y la cama del dormitorio. Detrás de la casa hay una pequeña piscina, construida en 1935, que según se cree usó como serpentario, dice Aguilera. Más allá hay un banco, un pozo de agua de napa, cercados por una pared de cañas hindúes, que Quiroga trajo del Jardín Botánico.
En una especie de taller junto a la entrada hay una vitrina con sus 13 libros. En las paredes cuelga Quiroga en blanco y negro, oscuro y barbado, junto a sus mujeres e hijos, y también junto a varios escritores entre quienes resalta Lugones y un Borges joven, rellenito, de anteojos.
Abajo, más allá del parque y el monte, el Paraná es un espejo que platea el agua. Sobre la izquierda aparece una barranca violenta, que llega a medir 65 metros de altura, el Peñón de Teyú Cuaré. El sitio contiene una reserva natural de 78 hectáreas, con selva nativa y estación de guardaparques. Muy cerca está el balneario La Boca, donde se puede acampar.
En guaraní Teyú Cuaré significa la cueva del lagarto. Este reptil vive en las grutas que dibuja el río. Pero es vox populi en San Ignacio que fue un hombre, de idéntica sangre fría, quien vivió en los 50 barranca arriba. Martín Bormann tuvo dos casas, una sobre el peñón, desde donde se domina la curva del río, y otra abajo, que ahora está en ruinas, a la que hacía llegar agua por un acueducto, dice Gladis Dañeleski, encargada del Museo Provincial Miguel Nadasdy.
Con el sol cayendo a plomo en la vereda, la voz de Gladis Dañeleski ata cabos de la historia de este pueblo. Por si alguien todavía no se enteró, en San Ignacio el escritor es un tema recurrente. Por eso es que el final es esta anécdota, referida también por la guía: Quiroga era de espíritu solitario: cuando no escribía, trabajaba en su casa. Cierta vez lo invitan a una reunión en el Club Social, y él se va así nomás, como estaba. Cuando llega a la puerta le piden si puede volver cambiado para la ocasión. Entonces Quiroga hace mandar una caja con el frac adentro. Yo ya fui -hace decir-, pero si lo que quieren es mi ropa de gala, ahí la tienen.