Por Francisco Olaso
Los penachos de hojas curvas se yerguen sobre los troncos flacos. Hacia el horizonte, las palmeras son un manto que cubre la serranía. En la proximidad son siluetas recortadas en el cielo. Si es pleno día, el sol aplasta los verdes, dibuja con cada planta un reloj de sombra. Si es madrugada, como ahora, la niebla suele presentarse en listones, que nublan las copas y muestran los troncos. Lo bello es entonces sinónimo de raro.

La yatay es una de las cuatro especies de palmeras que crece en el territorio argentino. En el pasado cubría buena parte de la superficie de Corrientes y Entre Ríos. Hoy quedan manchones en ambas provincias, y una concentración calculada en dos millones en las 8500 hectáreas que ocupa el Parque Nacional El Palmar, 50 kilómetros al norte de Colón, 360 de la Capital Federal. Casi todos los ejemplares del parque tienen entre 200 y 400 años. Tres siglos tardaron en llegar a sus doce a quince metros actuales. Pero su futuro es algo incierto. El ambiente palmar-pastizal depende de los animales hervíboros y del fuego, que eliminan la arbustificación exagerada, dice el intendente del parque Cristóbal Paramosz. Hasta la llegada del español los cérvidos como el venado mantenían a raya el pastizal. Este se transformó luego en sitio de pastoreo para las vacas, que se comieron casi todos los renovales de palmera en los últimos 200 años. Un enigma es saber por qué -sacado el ganado al crearse el Parque Nacional en 1966- sigue sin haber renovales. Se está estudiando si el fuego ayuda a que la semilla se ablande para poder fructificar, dice Paramosz.
El fuego ha sido utilizado por muchas sociedades agricultoras en el mundo. Aunque once de los últimos doce incendios en el parque fueron intencionales, el fenómeno no tiene que ver -como en el sur, como en la Reserva Ecológica- con maniobras premeditadas de especulación inmobiliaria. Es la venganza de algún cazador furtivo al que le secuestramos las armas, el caballo, la canoa, dice el guardaparque Ricardo Bignotti. Y se apura a explicar el aprendizaje adquirido a partir del daño. Donde hubo fuego palmeras quedan. Los troncos están negros, pero las hojas volvieron a brotar como si nada. En la superficie quemada proliferó el ñandú nativo, que necesita pastizal bajo para correr y protegerse. Con asistencia de una bióloga, se están experimentando fuegos controlados en áreas pequeñas, para luego estudiar la regeneración del palmar.
Como si fuera el dueño del camping, un lagarto overo atraviesa la siesta de fin de verano. Cada tanto se frena y estira en alto las patas, para que su observación gane en perspectiva. La presencia de otro lagarto frente a una cueva atrae su interés. Los animales se huelen. El sexo iba a ser parte del asunto, pero aquí no habrá cortejo: se trata de dos machos. Las bocas abiertas buscan el cuello enemigo, muerden alternadamente. Los cuerpos giran como en una danza. Cada tanto ambos resoplan con esfuerzo. Como a los diez minutos el intruso escarmentado emprende la huida. Además de peces, este animal come roedores y víboras, por lo que goza del aprecio de los guardaparques. Los que también lo aprecian son los peleteros. Dos millones de sus cueros se venden anualmente a EE.UU. y Europa, según informa el video que proyecta el muy completo Centro de Interpretación del parque. Si esta cifra es cierta, el control estatal en la materia es como mínimo igual a cero.
También las cotorras viven en la zona circunscripta por el camping y el casco de estancia, de 1870, donde funciona la intendencia del Parque Nacional. Han hecho sus nidos en lo alto de los eucaliptos y se hacen sentir durante el día. La noche, por el contrario, es propiedad de las vizcachas. Este roedor con cabeza de conejo y manos de ardilla, encuentra protección contra zorros y gatos monteses en la zona poblada.
El martín pescador, los patos, el biguá y el pájaro carpintero son algunas de las 215 especies de aves que habitan El Palmar. En el camping se ven también urracas y gallinetas. Las mejores posibilidades de avistar fauna abarcan el atardecer, la noche, y las primeras horas del amanecer. Aunque con las especies salvajes no siempre hay suerte, lo que el visitante encontrará -y mucho- son sus rastros. Ver huellas produce una excitación rara. Uno se configura a los animales. Jabalí, y así de grande, precisa Bignotti, con la palma a la altura del muslo, mientras vadeamos el arroyo El Palmar. ¿Y ésa de qué es?, pregunto. Felino... Ah, no, marca las uñas, es de zorro. ¿El felino no marca las uñas? Solamente cuando está enojado, bromea el guardaparque.
Un carpincho ingresa silenciosamente al agua. Las bogas saltan en la superficie. Encontramos un gran caracol hueco en la tierra arenosa. Bignotti explica que el osito lavador -el aguará popé- los saca. La presencia de este animal parecido al mapache, se ha constatado menos por la vista que por sus huellas, similares a la mano humana. Dos ejemplares fueron atropellados en los caminos del parque en los últimos años. No deja de resultar irónico que en un área protegida los autos constituyan una causa importante de mortandad de las diferentes especies. Se calcula que unos 300 ejemplares son atropellados cada año.
Bignotti está encargado del control de una especie exótica: el jabalí europeo. Introducido en el país para crear cotos de caza, en El Palmar se lo captura a fin de realizar estudios e impedir su multiplicación. El control se hace desde hace dos años: una bióloga hace un estudio de laboratorio, nosotros hacemos el trabajo de campo. De cada pieza capturada se saca la cabeza, el estómago y los tractos reproductivos. El objetivo es estimar la población y su daño, ya que cuando el jabalí come el fruto fibroso y dulce del yatay, sus dientes rompen la semilla. Hemos encontrado animales con el último fruto en la boca y el primero en el ano, y a lo largo del intestino una ristra de frutos. Estamos plantando esas semillas, para ver si germinan, dice el guardaparque.Así como se controlan las especies exóticas, se planea reintroducir el venado y el coipo, que prácticamente han desaparecido del parque. Se cree que desde la conquista se perdió la mitad de las especies animales. También hay control de especies vegetales como el paraíso, proveniente del Himalaya, o el crataego, de China, que se han vuelto plaga. Cuando una especie exótica se adapta, crece muchísimo más rápido que las nativas.
Aunque no hay parque que no tenga algún tipo de furtivismo, en El Palmar el problema es relativamente menor. El más peligroso no es quien caza para comer, sino el que comercia, dice Paramosz. Es una cuestión de cultura, tradición, hobby, por joder, porque está prohibido: no es por necesidad ni por hambre, dice Bignotti. El último que agarramos tenía la mejor linterna que hay en el mercado, un rifle 22, una canoa, dos espineles. Mucho más valor que el carpincho que se llevaba.
El cazador furtivo busca principalmente carpincho o jabalí. Entra a pie, a caballo, con perros. El perro arrincona; el cazador mata, en general a cuchillo. El que entra a caballo es difícil que venga solo, nunca son menos de dos. Y con ellos podés contar entre 15 y 18 perros, dice Bignotti. Los perros entrenados no ladran, son muy silenciosos. Les hacen pasar hambre los últimos dos o tres días antes de salir. Entonces buscan, porque saben que lo que encuentren van a comer. Cuando atrapan una presa, el cazador ahí mismo los premia con un pedazo. Quienes cazan de noche usan el tradicional linterneo desde la canoa. Al furtivo detenido se le decomisan las armas y la movilidad y se le cobra una multa. Luego se da publicidad a todos lo medios zonales, para que la noticia se disperse. Para el intendente es importante la extensión educativa con los chicos de la zona, para desarrollar un cambio de costumbres.
En El Palmar hay varios senderos de interpretación. Cerca del camping está el de El Mollar, que ofrece una caminata de un kilómetro a través de un bosque de molles, arrayanes y mataojos. El sendero de Las Ruinas conduce hacia la calera de Barquín, que en 1775 comenzó la extracción de cal de ese suelo generoso además en canto rodado. Con el residuo del lavado de la piedra caliza, se formó la gran playa de arena que en verano aprovecha el turismo. En estos dos senderos el follaje tupido forma una especie de túnel sobre las cabezas. En ambos hay una cantidad llamativa de aves. El sendero de La Glorieta y el del arroyo El Palmar nacen en el pastizal donde crece la palmera yatay. Ambos tienen miradores con vista panorámica. Después de atravesar el monte xerófilo, llegan al arroyo, donde no es raro sorprender algún carpincho o un jabalí. El ambiente húmedo y fresco junto al agua conforma la selva en galería. En el de La Glorieta hay además una pequeña cascada.
El 80 por ciento de los visitantes de El Palmar viene de Capital Federal y Gran Buenos Aires. La mayor afluencia se produce en Semana Santa, por lo que conviene consultar previamente la disponibilidad en el camping. Paramosz cree que hacen falta al menos dos días para respirar lo que es El Palmar. Guardaparques desde hace 22 años, eligió su profesión por el placer de ver cómo se desarrolla la vida vegetal y animal. Sentirse uno parte de esta tranquilidad de los animales, de vivir en un ambiente incontaminado brinda una satisfacción especial, dice. Eso mismo es lo que busca el visitante, porque para quienes viven en la ciudad, disfrutar de un amanecer en el río parece algo utópico o de otra época.