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EN LANCHA DESDE VICTORIA, ENTRE RIOS, HASTA ROSARIO

Desde hace cien años, una lancha une la ciudad entrerriana de Victoria con Rosario. El viaje no sólo ofrece el encanto del paisaje, sino que también rescata la deslumbrante historia del delta superior. La Laguna del Pescado, la cultura chaná, los “inventores de ríos” de Walsh, y el “país de los matreros” de Fray Mocho.

Por Francisco Olaso

Tradicional y apacible, la ciudad entrerriana de Victoria crece en una zona de lomadas, 120 kilómetros al sur de Paraná. Cada mañana de su puerto sale una lancha, con destino a Rosario, que al caer la noche está de regreso. El cruce a través del Delta superior cumplirá en diciembre un siglo. Pero antes de subir a bordo, vale la pena adentrarse en las calles y la historia de este pueblo entrerriano.

La Laguna del Pescado queda a pocos kilómetros de Victoria. Aunque los historiadores no se han puesto de acuerdo, una tesis sitúa allí la muerte de Juan de Garay, en 1583, a mano de los indios minuanes. Un siglo y medio después, otro acontecimiento de sangre signaría al paraje. Victoria no siempre fue Victoria. Anteriormente se llamó Matanza. Dos nombres que son el mismo, cambiando apenas la interpretación histórica. Al mando de Antonio de Vera y Mugica, entre 1749 y 1751, los españoles acabaron con los minuanes, charrúas y chanás que poblaban esta zona. “Las campañas del Cabildo de Santa Fe fueron de exterminio, muy crueles”, dice la poeta e historiadora local María del Carmen Murature de Badaracco. “Acá no quedaron ni mestizos. Los indios que pudieron escapar se fueron a las islas. De ahí son los únicos restos arqueológicos que se han encontrado.” “La cultura chaná se denomina también cultura de las campanas”, explica Oscar Lami, director del Museo Carlos Anadón, mientras observamos piezas muy trabajadas, algunas anteriores a la conquista. Señalando una campana y un pico de loro labrados en arcilla, Lami destaca la abstracción artística del chaná, para la cual “se necesita ser sedentario, tener un proceso cultural lento”.

Emplazado en una casona señorial, con vitrales y finos detalles de terminación, el Carlos Anadón es un museo de la vida cotidiana, que reconstruye además el trajín diario de los vascos y genoveses que poblaron Victoria en el siglo pasado. Allí pueden verse trajes y fotos del carnaval de comienzos de siglo, instrumentos antiguos, utensilios de cocina y de baño que la gente de Victoria fue donando.

La arquitectura italiana y francesa de fines de siglo, y la profusión de rejas que ornamentan puertas y ventanas, hacen del casco céntrico un paseo atrayente. Entre los edificios se destacan la Municipalidad, la iglesia de Aránzazu, el Club Social, la Sociedad Española, la Sociedad Italiana. También hay casas particulares a las que un desprevenido podría confundir con museos o lugares públicos. En las afueras del pueblo está la Abadía del Niño Dios, donde además de visitar el claustro benedictino es posible probar el licor que los monjes fabrican. Muy cerca de la Abadía se encuentra el lugar donde se consumó el exterminio. Unas cruces horadan el cerro Matanza, desde el cual se dominan el riacho Victoria y un delta que más bien parece estero. Lami comenta que en noches despejadas se ven las luces de Rosario. Y que en días muy claros, un fenómeno visual permite ver los edificios del centro.

Inventores de ríos

Rodolfo Walsh llamó inventores de ríos a esos inmigrantes estoicos, visionarios, que abrieron cauces en el delta. En 1898 Victoria no tenía contacto con la pujante urbe rosarina. Un islero le contó a Angel Piaggio, por entonces prefecto de islas, que durante las crecientes un madrejón conectaba los arroyos Torrentoso y Timbó. De allí a convertirlo en canal navegable se demoró poco más de un año. “Durante la construcción Piaggio mandaba palomas mensajeras para pedir alimentos o cubrir necesidades”, dice Oscar Lami, dando una idea de lo que pudo significar la tarea en ese entonces. El futuro Canal Piaggio se inauguró el sábado 29 de diciembre de 1899. A las 22 hs. -y a sólo 50 del siglo que acaba- la lancha a vapor “Vigía” entró al puerto de Rosario.

También es de noche ahora. No amanece todavía sobre el puerto de Victoria, cuando zarpamos a imitar el recorrido centenario. Nos impulsa la curiosidad, a falta de épica pionera. La lancha de pasajeros es igual a las del Tigre. Ingresamos al riacho Victoria. Avanzamos entre la isla ylos galpones del puerto. Atrás, sobre las luces del espigón y la avenida costanera, las torres de la iglesia y el único edificio de Victoria se recortan sobre en el cerro. Pronto amanece y el paisaje desconcierta. A izquierda y derecha, alternadamente, aparecen grandes manchones de agua, lagunas de oleaje picado. Por momentos el agua se extiende hasta el horizonte. “¿Sirve para algo acá una carta náutica?”, le pregunto al marinero. Beto se encoge de hombros: “Nosotros lo conocemos de toda la vida, pero hay gente que se pierde.” Le pregunto si ya pasamos el canal Piaggio. Me dice que está, como todos los arroyos, bajo agua. “Cuando a Brasil se le antoja largar agua, la laguna se come al río. Por eso ni nombre tiene. Nosotros le decimos Laguna Grande”, dice Beto. No habrá imaginado Piaggio semejante ironía. A cien años de su desvelo, el canal es un espejo de agua.

La mayoría de los pasajeros duerme. El capitán y los marineros toman mate y charlan. Durante el trayecto apenas hay tránsito. En la costa son pocas las huellas de presencia humana: un corral precario, algunas colmenas, algún toldo hecho con una lona de camión, a modo de carpa. Un pescador recoge el trasmayo desde el bote. Las islas, cuando las hay, son bajas. En ellas pastan caballos y vacas. Hacia el nordeste nos escolta un buen rato la barranca de la costa entrerriana. Así transcurre la primera mitad del viaje.

País de matreros

Recién en el arroyo Cariaga la lancha entra por fin en un cauce definido. Hileras de sauces sostienen la costa a ambos lados. Mechones de paja cuelgan de las ramas, indicando la altura de la última creciente. Cruzamos una lancha. Vemos ranchadas de barro y palo con techo de paja, al estilo guaraní, y alguna que otra casa construida sobre pilotes. Todo es bastante desolado. Pero en vez de caranchos hay golondrinas, que vuelan bajo sobre el río, anunciando una lluvia que no llega. A veces la lancha se arrima a algún amarradero rústico, para recibir una carta o entregar una encomienda al paso.

Suben unos chicos que van a la escuela: un bote se arrima y se hace el abordaje. Minutos más tarde, en la desembocadura de un arroyo la lancha se detiene en un muelle de palos. Un cartel anuncia: “Escuela 46, Patagonia argentina”. Entramos en una zona más agreste, con ceibales y enredaderas floridas. Al paso de la lancha, la gente sale al frente, como seguramente lo hará cada día. No hay empalizadas porque casi no hay tránsito. De unos palos con forma de palenques, junto a las casas, cuelgan los trasmayos, grandes redes con boyas amarillas.

Al igual que en el delta bajo, estas islas fueron refugio de indios y después de criollos desavenidos con la ley. En 1897, en Un viaje al país de los matreros, Fray Mocho (José S. Alvarez) escribía de esos pescadores y nutrieros que rara vez formaban familia, porque “tener aquí algo que perder es vivir con la vida en un hilo”. Cuenta el escritor la historia de un viejo, que junto con una decena de hijos y nietos habitaba una ranchada miserable sobre el río Victoria. Por deber una vida, decía, había ido a dar a estos pajonales. Luego el escritor se entera de que, además de esa muerte, el viejo había cobrado las de dos hombres que salieron en defensa del primero. La interminable huida había visto al viejo pelear contra policías, formar cuadrillas de bandoleros, formar parte de la tribu del cacique Manuelito, caer prisionero para ser destinado al “Seis de línea”, del que desertó, según refiere Fray Mocho, “para aumentar la cuadrilla de vagos y cuatreros que, cuando ya no tienen cabida en las costas, se refugian en las islas buscando que la naturaleza los defienda y los ampare”.

Buques y botes

Las siluetas de San Lorenzo, en las afueras de Rosario, aparecen al fondo del arroyo promediando la mañana. Pronto se ven los puentes de los buques cargueros. Ingresamos a un Paraná que siempre se las arregla para causar asombro. A partir de ahora, y hasta llegar a Rosario, veremos una buena cantidad de barcos de gran calado. Algunos cargan cereal, otros esperan que les den entrada al puerto. Antes de llegar al amarradero de Puerto San Martín, nuestra lanchita pasa junto a la hélice de una de estas ciudades ancladas.

La costa santafesina es una gran barranca terrosa. Al pie vive gente ribereña, con su rancho y su canoa de colores vivos. A algunos se los ve en plena tarea de pesca, en botes que el Paraná y los buques hacen parecer frágiles. “¿Qué es ese delantal que tiene puesto?”, pregunto, refiriéndome a un pedazo de lona plástica que el pescador usa a la cintura. “Ahí se afirma para sacar el trasmayo: no se moja ni se lastima”, me informa el otro marinero, llamado Néstor.

En minutos en la proa aparece el cemento de Rosario. Dejamos atrás el tradicional balneario de La Florida, el gigante de Arroyito, los edificios del centro. Llegamos a la estación fluvial, junto al Monumento a la Bandera. Completamos así este viaje centenario, a través de islas menos pobladas de hombres que de leyenda.