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FORMOSA: PARQUE NACIONAL RIO PILCOMAYO

Una excursión por la laguna del parque Río Pilcomayo donde crece el huajó, hierba semiacuática que cubre las orillas. Carpinchos, diversas especies de aves y el aullido de los monos carayá acompañan la caminata por las pasarelas sobre el huajozal de esta región formoseña.

Por Jessica Garbarino

Con la luna llena los tablones de las pasarelas hacia la laguna Blanca del Parque Nacional formoseño Río Pilcomayo, se encienden de ese tono plateado que permite prescindir de las linternas. A los lados, dos muros infranqueables de huajó, de unos tres metros de altura, no dejan alternativa al rumbo de quien se aventura en ese espacio íntimo de la naturaleza. Los mosquitos no descansan ni entonces, entrada la noche. Y por entre las grietas del paredón vegetal se cuela el escándalo -a un volumen que la oscuridad exagera- de pájaros, insectos y batracios casi diminutos, alertas por la osadía del intruso.

En esas condiciones, la carrera de un carpincho hacia el agua es una explosión sonora. Cuando se recupera la calma, mientras el carpincho nada algo más silencioso en la laguna Blanca, la bulla de los pequeños vuelve a tomar protagonismo e inhibe a cualquiera de pisar fuerte sobre el tablón, para no competir con los dueños de casa. Hasta que, una vez en confianza, es posible empezar a identificar a cada uno de los habitantes del huajozal por la forma de gritar.

El huajó o pehuajó es esa hierba semiacuática que crece en las orillas inundadas de las lagunas y puede encontrarse también en el Litoral y en toda la Pampa Húmeda (de ahí el nombre de la localidad bonaerense de Pehuajó). El huajozal del Parque Nacional formoseño abraza todo el contorno de la laguna Blanca, el espejo de agua más grande de la reserva, invisible a los ojos del visitante hasta que se interna por las pasarelas de madera que se casi siempre se prolongan en unos muelles encantadores sobre el agua. La banda de huajó en torno a la laguna llega a tener unos cien metros de ancho, que no serían transitables -a causa del barro y el agua- de no ser por las pasarelas sobreelevadas.

En el huajozal del Parque Nacional Río Pilcomayo tienen su hábitat una variedad inmensa de aves, entre las que sobresalen el federal, el tuyuyú, la garza blanca, la espátula, el chajá, el churrinche, la lavanderita, el zorzal, el chingolo y el cardenal, gran cantidad de insectos y arácnidos, los carpinchos (los roedores más grandes del mundo, según afirman los biólogos), los ofidios, que afortunadamente hibernan, y dos especies de yacarés. Cada uno de estos animales es un sonido para reconocer durante la noche y una presencia nada esquiva durante el día, si se les tiene paciencia o se los soborna con migas de pan.

El Parque Nacional fue creado en 1951 a orillas del río que le da el nombre, en el noreste de la provincia de Formosa, para proteger este ecosistema que incluye, además de lagunas y esteros, un área de selva en galería junto al Pilcomayo, isletas de monte con lapachos, quebrachos y algarrobos, y sabana con palmas Caranday. En un principio, el Parque abarcaba 285.000 hectáreas. Pero los descuidos presupuestarios redujeron el área a 47.800 hectáreas donde hoy sobreviven varias especies en peligro de extinción.

En todo el Parque hay tres seccionales de guardaparques: Laguna Blanca, desde donde parten las pasarelas, es la más visitada por el turismo al contar con un área de acampe con quincho, mesas, parrillas y duchas; Estero Poí (donde sólo se puede acceder con vehículo propio), especial para aventureros y fanáticos de los pájaros; y la recientemente creada Ricardo Fonzo, sobre el río Pilcomayo, en la zona de selva en galería, donde sólo se puede llegar a caballo.

Que las víboras aletargan en invierno es apenas una de las ventajas de visitar el Parque en esa época del año. El calor agobiante del verano, la legión de mosquitos y las inundaciones estacionales por la creciente del Pilcomayo hacen improbable y nada recomendable planificar la visita en el período estival. Hasta el Area Recreativa de laguna Blanca no llegan nunca los elusivos yaguareté, aguará guazú (que en guaraní significa “zorro gigante”), tapir y ciervo de los pantanos, todos en peligro de extinción, ya que prefieren esconderse en áreas más impenetrables, junto al Río Pilcomayo.

En cambio, es probable escuchar primero y ver enseguida una tropa de monos carayá o aulladores (también en peligro de extinción), en la isleta de monte ubicada junto al área de acampe. Las tropas, de entre seis y doce monos y monas (ellos negros y ellas rubias), se delatan rugiendo como leones. Pero el mejor puesto de observación no estará debajo del grupo: los carayá ya se hicieron famosos en las crónicas de los conquistadores, quienes relataron que estos monos, al sentirse amenazados, reaccionan bombardeando a un tiempo al entrometido con todo lo que tienen en los intestinos y la vejiga. Pero si de ver se trata, el mangrullo, especialmente construido con troncos de palma, es el lugar ideal para otear el huajozal de arriba y la otra orilla de la laguna, que por lejana resulta tan delgada. Desde esa altura, la cita con los amaneceres y los crepúsculos del Parque se vuelve un ritual. Imposible resistir a la invitación a apostarse puntualmente en el mangrullo o en el muelle a esa hora en que el agua se vuelve una plancha de cobre nueva que sólo son capaces de repujar nadando un carpincho o un yacaré. Y volver al campamento más tarde, ya entrada la noche, sin linterna, con el oído atento para deshilachar el barullo.