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OPINION
Preparados

Por Juan Forn

En algún libro horrible o una película horrible de esas que pretende enseñar zen, había un monje comiendo con un europeo y de pronto le decía que los occidentales se iban a morir de hambre antes que los orientales. Ante el estupor del otro, el monje le señaló con la cabeza su modo de comer: en cuanto se llevaba un bocado a la boca, el europeo ya estaba cargando el tenedor de nuevo y pensando en el siguiente. Es decir: el anteúltimo bocado era el último, para el pobre europeo y todos los que comemos como él. Acabo de comentárselo a mi mujer. Estamos en la azotea de nuestro edificio, cada uno con su copita, esperando los fuegos artificiales de Año Nuevo. Ninguno de los dos tiene reloj. Tampoco trajimos una radio. No hay nadie más en la azotea, ni se ve a nadie en los edificios vecinos; todo está insólitamente sereno en estas alturas.
Mi mujer me pregunta si voy a empezar a torturarla con eso de que el milenio no termina esta noche sino dentro de 365 noches, cuando agonice el 2000. No, para nada. En lo que estaba pensando es en otra cosa que leí u oí por ahí: que supuestamente hay un espacio mínimo, una fisura casi indiscernible, entre las 11.59 y las 0.00 de cada medianoche. Un momento atemporal en el que todo se queda quieto, permanece, como el reflejo de las cosas en el agua de un estanque perfectamente calmo, las noches sin viento. Uno de mis poemas favoritos de Murena termina así: “Sólo atento / no hay que estar: /preparado”. Miro de reojo a mi mujer, miro su panza de ocho meses, apoyo mi mano en su mano, aspiro hondo. Ahí vamos.

 

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