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Una playa en Uruguay sin los clichés de la costa

Allí se lee algo más que revistas de frivolidades. No hay mujeres operadas ni chicos de catálogos. Y se escucha jazz por las tardes. Hasta allí van cada vez más argentinos que escapan del barullo urbano, pero también de los estereotipos de las playas esteñas. Es La Pedrera, a unos cien kilómetros más allá de Punta del Este.


Por Cristian Alarcón
Desde La Pedrera

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Jorge Jurado deja que pase la tarde sobre un largo sillón de cañas que cuelga del techo en el porche de una casa de los cincuenta. No aparta la vista de los estallidos de las olas contra unas rocas, más abajo, y con la mano como visera alcanza a ver a los suyos corriendo el agua marina que se esconde entre las piedras. Parece uno de esos modelos maduros que ponen las tarjetas de crédito sobre hamacas paraguayas, mirando desde el reposo cómo construye castillos su descendencia. Jurado, un porteño de 38 años, casado y con dos hijas de 8 y 10, es uno más del millar de argentinos que llega este verano a relajarse como en las postales a La Pedrera, un lugar pensado para alejarse no sólo del barullo urbano sino también --exceptuando los amaneceres-- de los clichés de las vacaciones en la costa.    Después de doscientos kilómetros desde Montevideo, 110 desde Punta del Este, justo 10 después de La Paloma, a La Pedrera se ingresa casi a paso de hombre. No por el embotellamiento --en este lugar una palabra imposible-- sino por la sucesión de lomos de burro puestos para frenar la ansiedad de los argentinos veloces. A los costados de una calle que lleva directo al mar, el verde de los árboles se preserva desde hace cien años, cuando se instalaron las primeras casas en este rincón pensado para el retiro de los que elegían antes que la expansiva Punta del Este el clásico hotel La Pedrera, los pinares, las dunas. Hoy, entre solares vacíos que se venden, se levantan chalets campestres, cabañas de dos aguas y decoraciones cálidas, símbolos locales de una expansión inmobiliaria que comenzó hace cinco años.

  Por la banquina caminan hacia la playa chicos y chicas de remeras teñidas. Hay algunos almacenes, una panadería, una heladería, una iglesia pintoresca, pintada de un encendido color rosa viejo. Cada cuadra y media se levanta una inmobiliaria. Febrero todavía no está ocupado y es posible conseguir una casa para cuatro personas, con intimidad para dos parejas o un matrimonio y dos hijos, a 50 dólares por día. Un grupo de artesanos tira el paño en una vereda del Club Social de La Pedrera y dos bandos se ubican a ambos lados de una mesa de ping pong festejando los tantos como si se tratara de un Roland Garros. Un cartel escrito en tiza sobre un viejo pizarrón negro anuncia en el club un torneo de truco para el próximo sábado.

  El resto del año, Jorge Jurado pasa los días en medio de un paisaje en el que el olor a óxido y herrumbre vuelve más industrial aún a los movimientos de las grúas en el puerto de Buenos Aires, donde es gerente de operaciones de una terminal de contenedores. Pero promediando enero se complace con la siesta contemplativa en este chalet playero en el que recala hace 13 años, el tiempo que lleva lo suyo con Ana Rosa Corso, la madre de sus niñas de 8 y 10. Los padres de Ana Rosa fueron de los primeros en hacer una casa frente al mar en la más mansa de las dos grandes playas de La Pedrera. "Todavía somos felices con lo de todos los veranos", dice. Se refiere por ejemplo a la ceremonia diaria de las 6.30, cuando baja a la playa "con la taza de café con leche en la mano" y se sienta como un mahatma sobre sus piernas para ver cómo amanece.

  A las cuatro de la tarde, Ana Rosa juega con las nenas entre esas rocas que emergen en la orilla como si fueran estalagmitas. La Pedrera le debe su nombre a esas piedras. Una punta de rocas entre las que se forman algunas piscinas naturales divide las dos playas de La Pedrera. También las separa el perfil de la concurrencia. En la de las piedras recortadas se juntan las familias: mucha heladera, sanguchito y mate uruguayo. Del otro lado de la puntilla se juntan los más jóvenes, sobre una larguísima extensión de arena en la que sobresalen los oxidados restos de un pesquero coreano que en los setenta naufragó en estas costas, famosas como zona de viejos naufragios.

  En la entrada a la playa, donde los surfistas pueden remontar unas olas implacables, hay una parrilla que funciona día y noche. El lugar se llama Balcón al Mar y es una construcción de madera con la forma de un rombo en la que un grupo de jóvenes porteñas que parecen salidas de una función de domingo en la Lugones del San Martín se dedica por completo a un asado. "Esto es La Pedrera, comer a la hora en que da hambre, ir como se te antoje vestido a cualquier lado, pasar la noche tomando cerveza en un barcito escuchando a una banda y después, si querés, seguir con una fogata en la playa", dice Mara, la más locuaz, acomodándose un rodete atravesado por un lápiz. "Esto tiene un look Susú", describe, aludiendo a casi la única famosa argentina que visita La Pedrera, la Pecoraro. También son de la partida Norma Aleandro y Maitena, quien hasta el año pasado era una de las dueñas del bar y restaurante Quitapenas. ¿Qué es un look Susú? "No hay mujeres operadas ni chicos de catálogo, podés ver gente que lee en la playa algo más que Caras y escuchar un poco de jazz a la tarde", dice Lara, mientras llama a una moza de piercing en el ombligo que no le dedica ni una mirada.

  Pintado de un simpático verde esta temporada, el Quitapenas ya no ofrece comidas; ha pasado a ser un pub y le han cambiado el nombre: ahora se llama Bar-aca-tún. El lugar concentra la mínima y bohemia vida nocturna que completa, como sucedía antaño, el Club Social de La Pedrera. Fundado en los años '30, había decaído en la última década, pero este verano una nueva comisión de emprendedores lo resucitó y el lugar hormiguea a pleno.

Mientras dos chicos van por la revancha en el pool y otros dos dan remolinos con un metegol, hay cola para el torneo de truco que se viene. "Hace una semana estuvo de improviso cantando Washington "Canario" Luna --una especie de mito viviente uruguayo-- y por las noches suelen tocar bandas de rock de Montevideo", cuenta.

  Sobre las paredes hay exposiciones de nuevos pintores y convocatorias a cursos de yoga, malabarismo, karate y candombe. Para los carnavales ya comenzaron los aprontes. De una pared en el fondo cuelgan las máscaras que llevan entonces los cabezudos, todos los niños de La Pedrera disfrazados para ir sobre un gran carro alegórico. Ese carro no tiene tractores ni motores que lo empujen. Lo llevan los padres de los nenes a tracción a sangre, seguidos por el pueblo entero, unas mil personas, entre locales y turistas, que caminan bailando el candombe con las caras pintadas, festejando por la apacible calle de las lomas de burro, en el único gran barullo de la temporada, al fin de las vacaciones.

 

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