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el Kiosco de Página/12

Destrozos
Por Antonio Dal Masetto

t.gif (862 bytes) Hora del Angelus, calor terrorífico, el aparato de aire acondicionado está con la lengua afuera. En el bar estamos el Gallego, yo y dos clientes, una dama triste y un caballero melancólico, uno en cada extremo de la barra. La dama saca un cigarrillo y yo que estoy cerca me apresuro a darle fuego y le alcanzo un cenicero. Ella agradece e inmediatamente me cuenta la historia de su vida. En la otra punta el caballero entró en conversación con el Gallego y también empieza a contarle la historia de su vida. Así que tengo una oreja puesta acá y otra allá. Me doy cuenta que el Gallego también está sintonizando las dos emisoras. Esto es lo que me cuenta la dama:

  --Los hombres son horribles y yo soy la mujer más desgraciada del mundo. Me entretuvo cinco años. No quería casarse hasta que se consolidara nuestra situación económica. Yo para estas cosas soy muy ordenado, me decía. Soy un empresario, tengo grandes proyectos, decía. Nunca llevaba plata encima, despreciaba los gastos chicos, estaba para los grandes números. Las salidas las pagaba yo. Cine, teatro, cenas. En los últimos tiempos ya ni siquiera me proponía salir. ¿Dónde vamos a estar mejor que en tu casa?, decía. Se instalaba tres veces por semana y yo le cocinaba. Tuve que hacer un cursillo de cocina porque era de lo más pretencioso. Lo esperaba con la mesa puesta, mantel de hilo blanco, el vino elegido con cuidado porque si no me lo rechazaba. Yo que de japonesa no tengo nada me había convertido en una geisha. Siempre creí que el amor es una cuestión de dar y por eso vivía para él. Esteban se sentaba frente al televisor, enganchaba el canal de los deportes y miraba hasta los campeonatos de golf. Y pensar que me sedujo recitándome poesía. La verdad que era un amarrete. Para todo. Aun para la intimidad. En cinco años una sola vez me trajo un ramo de flores y estoy casi segura que era alquilado. Un día me llamó por teléfono: estoy en el atrio de una iglesia y dentro de diez minutos me caso, perdoname Claudita. Y cortó. Tengo el corazón destrozado. Mi corazón lleva luto permanente. Ya no creo en el amor. Nunca más permitiré que se me acerque un hombre.

  Solloza.

  He aquí lo que le cuenta el caballero al Gallego:

  --La amé desesperadamente, nunca estuve tan metido ni lo volveré a es- tar. Me engrupió con el cuento de una infancia triste. Que su padre nunca le había dado bolilla, que la maltrataba. Soy muy sensible, me decía. Hice de padre, de novio, de amante, de hermano, de tío, de hijo, de abuelo. Cumplí todos los roles masculinos para compensarle lo sufrido. Durante cuatro años viví para ella. Abandoné mis amigos, me alejé de mi familia. La sentía tan frágil, me parecía que en cualquier momento se iba a quebrar. En los bares me agarraba a trompadas cuando algún tipo se le acercaba. Después me di cuenta que ella provocaba las situaciones. Me metí en créditos, me empeñé, traté de darle todos los gustos. Nada era suficiente. Nada la colmaba. Yo me quería casar y tener hijos. Ella me decía que no estaba lista, que no estaba suficientemente madura. Si una mina no está madura a los 35, ¿cuándo? Le pagué la terapia durante esos cuatro años. Al final la fulana se piantó a París con el psicoanalista. Como dice Discepolín: Fui un gil que alzó un tomate y lo creyó una flor. Tengo el corazón destrozado. No creo más en el amor. Nunca más le voy a dar calce a una mina.

  Se le quiebra la voz.

  Cuando los dos terminan nos miramos con el Gallego. El Gallego destapa una botella de champaña y sirve dos copas. Le alcanza una a la dama.

  --Es invitación del caballero que está allá.

  Le alcanza la otra al caballero:

  --Es invitación de la dama que está allá.

  Los corazones destrozados se miran y se deslizan con pasitos rápidos uno hacia el otro a lo largo de la barra hasta que las copas se tocan: clinc.

  Con el Gallego discretamente nos apartamos.

  --Yo de chico quería ser boy scout --le digo.

  --Yo de chico admiraba los socorristas --dice el Gallego.

  Chocamos las copas. Clinc.


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