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SEGÚN VARIOS TESTIGOS, LOS AMOTINADOS HICIERON COMIDA CON LOS MUERTOS
El amargo olor de la carne quemada

Los presos se mostraron distendidos e incluso sonrieron ante algunos horrorosos relatos de los testigos

"¿Estaba rica? Te comiste a un preso." Eso oyó el guardia Oscar Iturralde, después de comer una empanada que le alcanzó "Chiquito" Acevedo, uno de los amotinados en Sierra Chica. Otros testigos dieron ayer cuenta de la misma horrorosa historia de antropofagia: cadáveres descuartizados, olor a carne humana quemada.


Por Cristian Alarcón
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Al cuarto día de juicio, la antropofagia posterior al asesinato de las víctimas de Sierra Chica se hizo finalmente indisimulable. Y es que el olor nauseabundo que habrían producido los cuerpos ardiendo en un gran horno de pan, o convertidos en comida para repartir, pareció sentirse en la sala. Por ejemplo, cuando un testigo y los defensores discutieron largos minutos acerca de cómo es que huele realmente la carne humana quemada. O cuando un testigo contó los ruidos de los traslados nocturnos de cadáveres. O cuando otro testigo reprodujo, ajeno a los énfasis de la literatura, cómo en la mañana de un martes el preso Miguel "Chiquito" Acevedo le convidó dos empanadas, de las que él probó una sola:

  --¿Comiste la empanada, guacho? --quiso asegurarse el amotinado.

  --Sí --contestó el rehén.

  --¿Estaba rica? --se interesó el interno.

  --Sí, estaba dulce... --reconoció el rehén.

  --Porque te comiste un preso, ahora vas a ir adelante, te comiste un rocho --le dijo riéndose el gigante Acevedo.   

  Fue la primera escena del día, reconstruida --como viene sucediendo desde el lunes pasado-- por un testigo de entre los 17 rehenes que hubo en poder de los apóstoles de la muerte, en el penal de Sierra Chica. Esta vez fue el guardia Oscar Fabián Iturralde, un hombre de mediana edad y bigotes mexicanos, que vestido de civil fue desgranando esa experiencia maldita que comenzó en su vida el sábado 30 de marzo del '96, cuando a las tres de la tarde, en el pabellón 10 de homosexuales, donde era carcelero, escuchó: "Quedáte piola, hermano, que acá sos boleta", y luego el frío de la faca carcelaria en el cuello.

  Iturralde volvió a recordar ese lunes 1 de abril, cuando el ánimo de los cabecillas se había caldeado lo suficiente tras arrasar con la farmacia del penal, y se largó lo que fue una auténtica cacería humana, resultado de la rivalidad entre bandas de presos. Los capos Marcelo Brandán Juárez, Jorge "Pelela" Pedraza y Víctor Esquivel --además de Chiquito como lugarteniente operativo-- habían decidido cortar de cuajo con la posibilidad de un boicot que podía surgir del liderazgo de un viejo y conocido reo, quien en ese momento mantenía buenas relaciones con el Servicio Penitenciario: Agapito Lencinas. Durante esos días sangrientos, la facción de "Agapo" fue conocida con el sugerente nombre de "la banda púrpura". Bautismo al que no hace falta buscarle explicación si se repasa

lo que cuentan todos los rehenes haber escuchado de testigos directos: fueron asesinados, después trozados y trasladados en zorras, sobre las vías internas del penal, hacia el sector de la cocina.

  La mañana del lunes, Lencinas salió corriendo del pabellón 8 del penal hacia la puerta de salida, pero cayó bajo el peso de las balas y las facas de los amotinados. Esos tiros motivaron la respuesta ciega del Servicio Penitenciario, que disparó con sus itakas consiguiendo herir a dos presos y a tres rehenes, todos hombres de la fuerza. El tiroteo provocó también que el resto de los rehenes fuera llevado hasta la terraza, entre gritos y golpes. La propia jueza María de las Mercedes Malere tuvo que rogar a los gritos que detuvieran la balacera oficial. Tras el caos en el pabellón 8, murieron dos hombres de Lencinas. El resto habría caído durante el día. Por la noche, otro preso, José Cepeda Pérez, quiso salvarse. Llegó a la puerta de la guardia y se protegió tras un cordón del grupo GEO. Pero apenas Brandán y los suyos amenazaron con matar a dos guardias si no lo entregaban, los hombres antimotines sigilosamente se retiraron y dejaron al preso en manos de los apóstoles.

  Fue tras esa matanza que aparecieron los rumores, primero, y las evidencias, después, de la carnicería en que se convirtió el pabellón 12 de máxima seguridad, el lugar en el que habrían sido depositados los cuerpos de las víctimas. Primero, el martes por la mañana fueron repartidas las empanadas. "Vino Chiquito Acevedo repartiendo empanadas y a mí me dejó dos, pero comí una sola", contó Iturralde. Después vino lo de la pregunta capciosa sobre el sabor de la amable ofrenda, el dulzor del relleno, y las risas entre Acevedo y otro interno mientras los guardias hacían arcadas. Iturralde fue a contarle el incidente a sus compañeros, quienes también habían probado la comida. Todos se descompusieron.

  De noche, contó ayer el guardia Miguel Di Napoli --uno de los que aceptó entrar como rehén a cambio de uno de los heridos--, el ruido era el de la música alta, que salía del fondo de algunos pabellones y el de los carros que atravesaban la cárcel sobre las vías interiores. Eran las "zorras" en las que suelen llevarse materiales del depósito, en un extremo del penal, hacia la cocina, en el otro. Sólo que el sonido que todavía recuerda el hombre corresponde al traslado de los cuerpos trozados. El guardia Héctor Cortez --también un rehén canjeado-- vio pasar "la zorra con una olla destapada a dos metros mío". La empujaba un interno. Entonces el preso que custodiaba a Cortez hizo ese comentario inequívoco: "Ahí va otro para el microondas".

  El canibalismo del que fueron víctimas los presos asesinados en Sierra Chica quedó por la tarde más representado ante la sana incredulidad que cualquier escucha le puede dar al horror de estos relatos. Jorge Krolling, guardia y rehén desde aquel lunes, contó cómo se fue enterando poco a poco de la masacre. Primero sintió ese "olor nauseabundo, agridulce, raro", que venía del pabellón 12. Otros testigos contaron ya durante el juicio que fue ése el sitio donde habrían sido descuartizados los cuerpos. Iturralde dijo que vio a varios internos cargar un pesado bulto envuelto en mantas, de entre las que caía, con el peso de los muertos, un brazo humano.

  Krolling fue el que ayer contó la escena más cruenta como testigo: estaba él, dijo, siendo usado como escudo humano en la puerta del pabellón 1, cerca de la cocina y el horno, al costado de "unos tambores de 200 litros partidos", cuando sintió "el ruido de un carrito". Vio enseguida al "Pelela" Pedraza, con un handy y una faca, como supervisando la tarea de un interno alto que empujaba. En el carro, medio tapado con frazadas y lleno de sangre, se podía ver un trozo de cuerpo, sin cabeza y sin extremidades. "No mirés porque te mato", le dijo Pedraza y mandó a los presos a que lo custodiaran en el pasillo del pabellón. Entonces, mirando la pared, durante 45 minutos, Krolling escuchó "ruidos sordos, como que tiran pesos dentro de tambores y de ahí que son arrastrados, con un ruido muy característico que hacen contra el cemento, hacia la cocina". Después también vio el humo blanco, y sintió el olor nauseabundo, el mismo agridulce y obsceno olor traído ayer a la sala.

 

El anticipo de El Tucán

  "En Sierra Chica, con el Gordo Gaitán hicieron albóndigas", fue el título de la nota publicada en Página/12 el domingo 28 de noviembre del año pasado. Se trataba de una entrevista a un preso del penal, en la que por primera vez se detallaban los pormenores truculentos del motín que recién ahora se están ventilando en el juicio. El preso, que se identificó como El Tucán, relató otro episodio de filme de terror que también apareció en la audiencia la semana pasada: "A Agapito (Lencina) le pegaron un tiro, después lo cortaron, le sacaron la cabeza y se jugó al fútbol con la cabeza". Ayer, el guardiacárcel Oscar Iturralde sostuvo que le convidaron una empanada que se habría hecho con los restos de Agapito.

  Según El Tucán, Agapito era odiado por los Apóstoles porque "arruinaba guachos", frase que significa que se habría dedicado a violar a los detenidos más jóvenes. Para ese preso, entrevistado en noviembre, el más odiado era "el Gordo Gaitán", cuyos restos habrían sido metidos "en la máquina de picar carne (...) y después hicieron las albóndigas". Según El Tucán, los muertos en el motín "no fueron siete como se dijo, sino 16 o 17".


Los disparos de los Geos

Por C. A.
La actuación del Grupo de Operaciones Especiales (GEO) de la Policía Bonaerense no quedó ni mínimamente saldada ayer cuando declaró el oficial Aníbal Fernández Bustos, uno de los hombres al mando de los operativos montados en Sierra Chica. Tercero en la cadena de mandos del grupo desarmado después de la masacre de Ramallo, Fernández zafó de las preguntas de la fiscalía diciendo que él no estuvo presente durante los dos momentos de oro de sus hombres. Primero, cuando a la mañana del lunes en un tiroteo de entre 10 y 15 minutos fueron heridos tres rehenes, todos del Servicio Penitenciario. Ya de noche, cuando según los testigos fueron los Geos quienes entregaron a los apóstoles al preso José Cepeda Pérez, asesinado a facazos inmediatamente.

  Fernández dijo ayer que el GEO llegó con 20 efectivos a Sierra Chica el domingo a la madrugada, cuando el motín había comenzado a las 3 de la tarde, y la jueza María de las Mercedes Malere y su secretario Héctor Torrens ya eran rehenes desde las 9 de la noche. Cuando el lunes temprano comenzaron los tiros en el patio central de la cárcel --porque los apóstoles ya disparaban a Agapito Lencinas y su banda, a lo que sucedió la balacera incesante de los guardias apostados en la entrada--, Fernández Bustos descansaba "en una casa a cuatrocientos metros del penal". Después, cuando Cepeda Pérez fue entregado, Fernández hacía lo mismo a la misma prudente distancia del penal.

  Los disparos del lunes fueron escuchados por el oficial desde su lecho.

 Ayer contó que, cuando llegó a la entrada de la cárcel, "ya había un equipo que salía del portón de guardia". Y explicó que "este grupo había avanzado 20 metros del portón hacia la zona de control, en una posición de cuña. Pero no se pudo avanzar por los disparos de adentro hacia afuera". Según esa explicación, los hombres pararon con los tiros por el fuego de los amotinados, no porque la jueza Malere pedía por favor que cesaran, a punto de ser tirada desde la terraza del penal al vacío.


"No somos monstruos"

  El juicio comenzó ayer con una queja. Miguel "Chiquito" --mide casi dos metros-- Acevedo, uno de los Doce Apóstoles, se paró en la jaula en la que están encerrados los acusados y a través del circuito cerrado de televisión pidió hablar ante los jueces: quería quejarse porque las crónicas del juicio presentaban al grupo como "sanguinarios". "No somos las fieras que la prensa está vendiendo", dijo el hombre en representación de sus compañeros. Y agregó: "Queremos comunicarle a nuestras familias que no somos lo que el Servicio Penitenciario dice ni las fieras que pintan los medios". Terminadas las protestas de "Chiquito" Acevedo llegó el turno de los testigos del día. Y el relato sobre las empanadas hechas con carne de los presos descuartizados por la banda de los apóstoles. Precisamente, Acevedo fue señalado por uno de los testigos como el preso que más se esforzó en convidar esas empanadas a los guardias-rehenes. Además de "Chiquito", Acevedo ostenta el mote de "Panadero": también él fue señalado como el encargado del horno de la panadería del penal durante la incineración de los reclusos previamente descuartizados. Luego de las quejas de "Chiquito", los defensores presentaron un documento formal ante el tribunal: "Nos están condenando antes de conocerse una sentencia, por lo que pedimos se arbitren los medios para que los aspectos de esta causa no se den a publicidad porque nos presentan como monstruos".

 

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