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El regreso a un pueblo que pronto desaparecerá

En �Las huellas borradas�, el director Enrique Gabriel se solaza en una pintura de la España profunda amenazada por el progreso, con Federico Luppi en el papel de un poeta en busca de sus raíces.

Luppi está impecable, pese algún problema con el acento.
Por el pueblo de Higueras desfilan entrañables personajes hispanos.


LAS HUELLAS BORRADAS       7 puntos

España/Argentina, 1999.
Dirección: Enrique Gabriel.
Guión: E. Gabriel y Lucía Lipschutz.
Fotografía: Raúl Pérez Cubero.
Música: Ramón Paus.
Intérpretes: Federico Luppi, Mercedes Sampietro, Elena Anaya, Héctor Alterio, Sergi Calleja, Asunción Balaguer y Mariví Bilbao.
Estreno de ayer en los cines Village Recoleta, Hoyts Abasto, Normandie, Patio Bullrich, Gral. Paz, Showcase Norte, Showcase Haedo.

Por Horacio Bernades

t.gif (862 bytes) Elegía en medio tono de un mundo al borde de su extinción, Las huellas borradas es un clásico relato de regreso a los orígenes. El tercer largometraje del argentino Enrique Gabriel (desde hace años radicado en España), es, de hecho, bastante más clásica que sus anteriores Krapatchouk, al este del Edén (1992) y En la puta calle (1996, de próximo estreno en la Argentina). Siempre luchando con un acento porteño al que le cuesta horrores pasar por español y con el cabello cada vez más poblado de canas, Federico Luppi es aquí Manuel Perea. Se lo supone nacido en el pueblito castellano de Higueras y volviendo allí, tras largos años de residencia en la Argentina. Poeta obligado a rebuscárselas en el periodismo cultural, teñido de esa cierta amargura que dan los años y la realidad, el regreso de Manuel al terruño obedece a una razón muy concreta: despedirse de Higueras, que a su vez se está despidiendo de la faz de la tierra. Es que un proyectado embalse anegará para siempre el pueblo, obligando a sus habitantes a cerrar para siempre sus casas y negocios, y emigrar a la vecina ciudad de Señero.
Manuel celebrará sus ritos finales de despedida y deberá ajustar asignaturas pendientes. Sobre todo con su cuñada Virginia (Mercedes Sampietro), a quien lo unen ciertos fuegos que nunca llegaron a arder ni a apagarse del todo. Casi como le ocurre al pueblo todo y sus pobladores, atados a un modo de vida ancestral y a punto de ser borrados de un plumazo por el progreso. El rescoldo de las cosas queridas (como las que acaricia Manuel en su regreso a casa) tiñe a Las huellas borradas de calidez. Y de color local: allí está la España profunda, representada por esas hermanas solteronas que no pueden dejar de odiarse y amarse sordamente, con mucho salero pero también vinagre. Están también los habitués del bar, que cantan viejas canciones del lugar. Y el cura con cojones y su mejor enemigo, el encantador Don José, erudito, agnóstico y liberal (Héctor Alterio, �robando� sistemáticamente cada escena con los recursos más genuinos).
Gabriel llena de color a esos personajes y los observa con contagiosa simpatía. Pero cae en esquematismos a la hora de reflejar a quienes quiere menos, como ese joven programador de computadoras que parece reunir en sí todos los males atribuidos a la modernidad. Aunque el relato parezca dirigirse hacia un culto algo rancio por las cosas idas, en los tramos finales Las huellas borradas termina aceptando lo inevitable del progreso. Aceptación que un poema final de Manuel redondea, en la huella elegíaca de cierta lírica tradicional española. Ciertas subtramas aparecen algo incrustadas, como una disputa de vecinos que terminará trágicamente, un hijo secreto o un arrebato patoteril del joven programador, de borrosas motivaciones. Otro tanto ocurre con metáforas como las de las cigüeñas que buscan su nido o las fotos de viejas stars de Hollywood, que flotan a la deriva en los planos finales. Pero Gabriel encuentra el tono justo para contar esta historia y lo sostiene de punta a punta, apoyado en encuadres tan clásicos como el cuarteto de cuerdas que acompasa las imágenes, y acudiendo a fundidos a negro y encadenados que le dan al relato la cadencia que pide. Igualmente justas resultan la fotografía de Raúl Pérez Cubero, cristalina y melancólica, y cada uno de los integrantes de un elenco que (salvando las dificultades de Luppi con �eses� y �zetas�) no da una sola nota falsa.

 


 

�TURBULENCIA 2, TERROR A VOLAR�
Una película estrellada

TURBULENCIA 2, TERROR A VOLAR              4 puntos

(Turbulence 2, Fear of Flying) Estados Unidos, 2000.
Dirección: David Mackay.
Guión: R. Kerchner, B. Broderick.
Fotografía: Gordon Verheul.
Intérpretes: Craig Sheffer, Jennifer Beals, Tom Berenger y otros.
Esreno de ayer en los cines Ocean, Alto Palermo, Village Recoleta y otros.

Por Martín Pérez

La película comienza en un avión lleno de gente que no quisiera estar allí. Una azafata trata de calmarlos. �No hay lugar más seguro que un avión�, dice. Pero no hay caso, uno de ellos se dirige a la puerta. �No aguanto más�, grita, y sale a un pasillo donde enciende un cigarrillo. Turbulencia 2 no comienza en un avión sino en un simulador de vuelo en el que un curso de miedosos intenta dejar de serlo. De más está decir que, cuando estén realmente en el aire, todos los miedos dirán presente y todas las puertas serán abiertas, como corresponde en un film catástrofe. Antes que cine catástrofe, Turbulencia 2 es un ejemplo de cine catastrófico. Film clase Z, sin gracia en los chistes ni originalidad, esta Turbulencia con Jennifer Beals como heroína en vuelo y Tom Berenger como héroe desde la torre de control es una rutina. Rodada con el profesionalismo de una correcta película pornográfica, recorre escenas con imperturbable burocracia, sin preocuparse por la verosimilitud o convicción. Cuando el grupo de miedosos esté en el aire, sucederá lo que debe suceder: habrá una tormenta, un demente tomará el mando del avión, el avión se quedará sin piloto y así.
Lo peor, sin embargo, no es la carencia de convicción sino su rutinario devenir, que ni siquiera le permite falencias que le darían algún carácter de culto. Apenas si se puede contar que un Berenger, preocupado por la tormenta que lo obligó a cerrar su aeropuerto, hable desde una torre desde la que se ve un horizonte impecablemente limpio. El momento bizarro llega al final, cuando se abre una puerta del avión en vuelo, pero no por obra de un pasajero atemorizado sino por un secuestrador con ganas de enviar una advertencia. Así es como cae del cielo uno de los rehenes, que impacta de lleno en el cristal de la torre de control, con una puntería que el film de David Mackay no demuestra tener nunca.

 

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