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el Kiosco de Página/12

Voces
Por Eduardo Galeano

Para la Cátedra de Lingüística

 A la ventura se marcharon tres hermanos, por tres caminos, y tres años después regresaron a su casa, en el sur de Veracruz.
El padre les preguntó qué habían aprendido en esos andares.
El hijo mayor contestó:
�Yo conocí las artes de sastrería.
El padre asintió.
El del medio informó:
�Yo me hice maestro en carpintería.
El padre aprobó.
El hijo menor contó:
�Yo aprendí el idioma de los pájaros.
Y el padre se enojó. El más muchacho, su hijo del alma, le venía con embustes. Entonces, un pájaro cantó, desde la rama más alta, sobre el tejado. Varias veces el pájaro cantó lo mismo, un canto que parecía anunciar alguna cosa, y el padre exigió al hijo menor:
�Si no eres un mentiroso, dime lo que dijo.
El hijo se negó, pero el padre insistió.
�No te gustará saberlo �advirtió el hijo.
Y cuando, por fin, tradujo el canto, el padre palideció y lo echó de la casa.

Los mendigos

Para triunfar en la vida, los mendigos estudian.
Espiando la tele, en bares y vidrieras, los mendigos reciben lecciones de los maestros del oficio. En la pantalla chica, ellos asisten a las clases impartidas por los presidentes latinoamericanos, que pasan el sombrero en las conferencias internacionales, y que practican el arte de implorar en sus periódicas peregrinaciones a Washington.
Así, los mendigos aprenden que la verdad no es eficaz. Un buen profesional no pide para el vino: extiende la mano suplicando una caridad para llevar a la anciana madre al hospital, o para pagar el cajón del hijito que acaba de morir, mientras con la otra mano exhibe la receta médica o el certificado de defunción.
Los mendigos también aprenden que algo hay que ofrecer, a cambio de la limosna. Ellos tienen la calle por patria, carecen de territorio: no hay suelos, ni subsuelos, ni empresas públicas, que puedan entregar. Pero pueden prometer un lugar en el Cielo: no me obligue a robar, Dios también pidió, lo dice la Biblia, Dios se lo pague, Dios lo tenga en la Gloria. Cada vez que la caridad ocurre, la cárcel pierde un preso y el Paraíso gana un habitante.

La actriz

Hace más de medio siglo, la Comedia Nacional llevó Bodas de sangre a los campos de Salto. Desde otros campos, lejanos campos de Andalucía, venía esta tragedia de García Lorca. Era una historia de familias enemigas, una boda rota, una novia robada, dos hombres queriendo esa mujer: en tierras de secano, corría la sangre más fuerte que el agua, y peleando a cuchillo, acuchillados, caían los dos. La madre de uno de los muertos decía a su vecina:
�¿Te quieres callar? No quiero llantos en esta casa. Tus lágrimas son lágrimas de los ojos, nada más.
Margarita Xirgu era, en escena, esa madre dolida y altiva. Cuando se apagaron los aplausos, un peón de estancia se le acercó. Sombrero en mano, la cabeza gacha, le dijo:
�La acompaño al sentimiento. Yo también perdí un hijo.

Las páginas

Iván Kmaid había querido que los querientes se quisieran una vez más, o tres, o cinco, porque impar es la dicha; y en noche impar nos juntamos sus amigos, para evocarlo, bajo los árboles del parque Rodó.
Esa noche, Hugo Burel leyó algunas páginas en memoria de Iván, algo así como un conjuro contra su muerte. Y a la tarde siguiente, cuando quiso guardar esas palabras, descubrió que las había perdido.
Hugo se lanzó a recorrer, uno por uno, todos los lugares donde había estado. Ni rastros. Pero de pronto recordó que en la noche, al regreso de aquella ceremonia, se había cruzado con una manifestación de cooperativistas, y que había parado el auto al pie del Obelisco. ¿Se habrían volado las hojas por la ventanilla abierta?
Estaba la calle todavía alfombrada por los volantes que la manifestación iba arrojando a su paso. Hurgando bajo esa manta de papeles, Hugo encontró sus páginas. Estaban dispersas, una por acá, otra por allá, salvadas de la lluvia y del viento.
Encontró todas, menos una. Faltaba la última. Siguió revolviendo al volanterío desparramado sobre la calle, y le llamó la atención un muñequito de papel. Lo levantó, reconoció su letra. Alguien había recortado aquella última página, y el manuscrito había quedado convertido en muñequito: brazos, piernas, una boca grande, abierta de risa.
Sí, alguien había recortado esa hoja. ¿Alguien? Hugo apretó el muñequito contra su pecho, meneó la cabeza, y sonrió mirando más allá de las nubes.

El libro

Reina Reyes quería que Felisberto Hernández pudiera dedicarse a escribir sus cuentos prodigiosos y a tocar el piano. La literatura le daba pocos lectores y plata ninguna, y la música no era, que digamos, un gran negocio: Felisberto viajaba por el interior uruguayo y el litoral argentino, ofreciendo conciertos, y terminaba siempre escapándose del hotel por la ventana.
Reina se ganaba bien la vida. Mientras vivió con ella, Felisberto no escuchó nunca hablar de dinero.
El primer día de cada mes, Reina le regalaba un libro, de alguno de los narradores o poetas que a él le gustaban. Dentro del libro, estaba la libertad que lo salvaba del infierno de las oficinas, o de cualquier otro tormento laboral de esos que roban las horas y gastan la vida. Cada pocas páginas, bien planchadito, había un billete.

La vitamina

Al despertar, Sandra Cisneros recibe su vitamina. Cada mañana, su VitaBert está esperándola en la pantalla de la computadora. Bert Snyder envía una palabra por día, desde su casa de Nueva York hasta la casa de Sandra en San Antonio. Cada día, una palabra diferente. Estas vitaminas se toman de a una.
Es un alimento de primera necesidad:
�Y hoy, ¿qué será de mí? �se pregunta Sandra, que sufre síndrome de abstinencia cada vez que Bert sale de viaje y suspende el suministro.
Una fórmula misteriosa: ella no sabe por qué, y quizá Bert tampoco sabe, pero cada Vita-Bert es la palabra que ella está necesitando, precisamente el día que llega, para vivir, escribir y demás vicios.
Las Vita-Bert son palabras amorosas o desafiantes, ayudonas o rezongonas o insultantes, o son simplemente palabras, palabras porque sí, como tightrope o swing o perhaps. Sandra repite la palabra de cada día a su papagayo, Agustín Loro, con la esperanza de que él la aprenda de memoria, pero Agustín Loro sólo habla español.

La palabra

Estás encerrado, supongamos, penando tus penares, tus penas de verdad, penas del dolor y del horror, y también las otras, tus penas tontas y tantas: estás condenado, supongamos, a pena perpetua, prisionero de la tristeza en celda solitaria, incomunicado y sin visita. Y de pronto, supongamos, aparece una pulga, inesperada, que se pone a practicar piruetas de circo en la palma de tu mano. Una pulga: una palabra. Una palabrita, que llega sin aviso, y juega.
Robert Hass cuenta la historia de un amigo. El sólo tenía cenizas en el pecho, y una noche decidió que ya no daba más. Subió al puente de San Francisco y trepó por los fierros, para arrojarse a las aguas de la bahía. Y ya iba a tirarse, cuando una palabra apareció, traída por los aires marinos o por quién sabe quién. Era la palabra seafood, que a primera vista nada tiene de raro ni de cómico, pero al amigo de Robert Hass esa palabra le sonó ridícula, y él se detuvo a pensar en lo ridícula que era. En eso estuvo, mientras pasaban los segundos, los minutos. Cuando se quiso acordar, ya había perdido las ganas de suicidarse, y se volvió a la casa. La casa estaba vacía, nadie lo esperaba, pero él estaba vivo.
Pienso en las palabras que podrían salvarme, llegado el caso. A mí, o a otros. Podrían salvar muchas vidas, me parece, se me ocurre, si llegaran a tiempo, palabras como cacofónico, paralelepípedo, chinchulín, pluscuamperfecto, pusilánime...


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