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OPINION
El lujo de la corrección política
Por Pablo Rodríguez

Los 16 meses y medio de Pinochet en Londres crearon una suerte de slogan en las huestes gubernamentales chilenas. La transición a la democracia, se acostumbraron a decir las figuras de la Concertación, está todavía en veremos, y la lección internacional debe servir para tratar con más seriedad la administración de la Justicia puertas adentro. Pero también, y sobre todo, debe servir para cerrar el largo ciclo de Augusto Pinochet en la historia de Chile. Esto significa disolver lo que eufemísticamente se llama �los enclaves autoritarios�: la influencia de las Fuerzas Armadas en el gobierno, las mordazas a la Justicia, la existencia de senadores designados, además de los vitalicios, de los cuales la mitad corresponden al mundo militar. Y hay que agregar otros enclaves tan incongruentes con lo que se llamaría una democracia, como un sistema electoral por el que la derecha �heredera orgullosa de Pinochet� logra una mayoría parlamentaria muy superior a su representatividad electoral. Luego del espectacular resultado obtenido por el pinochetista Joaquín Lavín, hasta la misma derecha insinuó que algunos de esos enclaves pueden ir desapareciendo.
Así las cosas, el caso Pinochet le sirvió a la Concertación oficialista para refrescarle la agenda que dejó en el cajón desde que el dictador dejó de ser dictador. Desde 1980, año en que sancionó ilegítimamente la Constitución que rige actualmente, Pinochet le dio a la oposición democrática dos opciones: o aceptaban el camino institucional de aguantar unos años �hasta 1988�, de someterse a esa Constitución y de plebiscitar la vuelta a la �democracia�, o había dictadura para siempre y sólo quedaba el combate hasta el final. Esta última opción fue seguida por los comunistas. El resto estimó que �el camino institucional� era el único viable a la democracia y que, cuando el tiempo pasara, la �democracia protegida� volvería a ser una democracia.
Esa es la base fundacional de la Concertación, compuesta por socialistas, democristianos, radicales y socialdemócratas: combatir a Pinochet dentro de las pautas impuestas por Pinochet. Existen muchos debates sobre si la decisión fue acertada. Es cierto que el régimen de Pinochet fue el más sólido dentro de las dictaduras latinoamericanas de los �70 y que enfrentarlo con éxito era muy difícil. La prueba está en que moldeó política, económica e ideológicamente a Chile. Pero también es cierto que pasó mucho más de una década desde que abandonó el poder. Y de la Justicia, ni hablar. De marchar hacia una democracia real, ni hablar. De corregir el modelo neoliberal salvaje impuesto por Pinochet, apenas un poquito.
Quizás, la Concertación considere que la inmensa defensa desplegada a favor del ex dictador es algo que debe ser recompensado con una derecha distinta. Una derecha que acepte que aquello del comunismo ya no es peligroso y que la condición de �protegida� de la �democracia� es un completo anacronismo. Pero un Pinochet vivito, coleando y sonriente, más las fanfarrias y los ceremoniales de las Fuerzas Armadas, demostraron que la derecha chilena puede seguir siendo todo lo provinciana que es. Después de todo, salvó a Chile del comunismo y lo convirtió en un país moderno, el Chile-jaguar. Por creer eso, se pueden dar el lujo de ser políticamente insultantes �ya no incorrectos� ante la benévola Europa.
Si es así, y esto recaerá especialmente sobre el próximo presidente Ricardo Lagos, el caso Pinochet no habrá servido para que la Concertación se acuerde de que nació para recuperar la democracia. Habrá servido, más bien, para demostrar que era la contraparte perfecta de la legitimidad sempiterna de Augusto Pinochet y sus secuaces.

 

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