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el Kiosco de Página/12

Que sí que no

Por Antonio Dal Masetto

t.gif (862 bytes) En la barra hay dos clientes, una linda muñeca y un vistoso muñeco. Ambos podrían ser tapa de una revista de modas. El Gallego y yo los miramos con interés. No podríamos definir si acaban de conocerse o si la historia viene de más lejos. Toman saludables tragos largos de frutas sin alcohol.

  El muñeco está en plan de ataque. La primera estocada va dirigida a los maravillosos, lánguidos e inteligentes ojos de la bella. La segunda, a esos labios tan sensuales. Los mira y le producen temblores, dice. La tercera estocada es para el cuello. A duras penas puede contener el impulso de mordisqueárselo un poquito ahí nomás. Le gustaría que estuvieran en un lugar más íntimo. Se proyecta sobre ella, la cubre con su sombra, estira la mano y le acaricia suavemente la cintura. Hay cuerpos que están destinados a encontrarse, dice.

  La bella se mueve inquieta sobre el taburete, se aleja de la mano que la acosa. Entonces la mano va a depositarse sobre una de sus rodillas y comienza a trepar. Ella discretamente la toma y la aparta. No, murmura, no.

  A esta altura el Gallego me mira, llena una medida grande con licor de naranja de 43 grados, pasa raudo junto al vaso de la bella y, con la rapidez y la habilidad del mago Houdini, se la zampa adentro.

  Unos segundos después la bella toma un soberano sorbo. Se relame varias veces con la punta de su lengua rosada e inmediatamente se manda un segundo sorbo más soberano que el primero. Mira alrededor como si acabara de descubrir el bar y nos dedica al Gallego y a mí una sonrisa beatífica. Después, con un gesto decidido atrapa la mano del tipo y se la desliza bajo la pollera.

  El Gallego me guiña un ojo y yo apruebo con un movimiento de cabeza.

  Ahora es la figura de la bella la que crece, se proyecta sobre el fulano, lo cubre como una sombra y le habla de sus ojos, su boca y los mordiscones que le encajaría a ese cuello. También a ella le gustaría que estuvieran en un lugar más íntimo. Se descalza un pie, lo introduce bajo la bocamanga del pantalón del tipo y le acaricia la pierna. Mientras tanto, la mano, firmemente apresada, es empujada cada vez más arriba.

  El muñeco se ha puesto rígido, empalidece y balbucea cosas que no entendemos. Tironea y logra retirar la mano. Se echa atrás en el taburete y se libera del pie que lo estaba acariciando.

  El Gallego me mira, manotea la botella y entra en acción por segunda vez. Es tan rápido que ni yo alcanzo a verle los dedos cuando le zampa la medida de licor de naranja en el vaso del muñeco.

  Unos segundos después el tipo toma un morrocotudo trago de jugo de fruta enriquecido. Se relame con expresión feliz y se manda un segundo trago más morrocotudo que el anterior. Los ojitos le dan vueltas. Inmediatamente es él quien pasa nuevamente al ataque. Entonces la bella retrocede.

  Estamos como al comienzo.

  El Gallego no se da por vencido. A partir de ahí corre con su medida de licor de naranja de 43 grados y los apuntala por turno. Pero no hay caso, la historia se repite. Cuando el tipo avanza, ella se retira. Cuando ella se tira a fondo, el que recula es él.

  Acá hay algo que está fallando, me digo, es matemáticamente imposible que no haya un punto de coincidencia. El Gallego está haciendo un esfuerzo titánico y lo noto realmente cansado, anda más lento y ha perdido los reflejos de prestidigitador. La pareja o la casi pareja no se da cuenta porque a esta altura están totalmente ebrios. Así y todo persisten en su quiero y no quiero.

  Le hago una seña al Gallego para que se acerque y le digo:

  --Mire que lleva gastados tres cuartos de botella y este negocio no va a ninguna parte. ¿Por qué no abandona?

  --A mí no me gusta perder a nada --me contesta--. Cuando se me mete algo en la cabeza no hay dios que me lo saque.

  Y sigue trotando, yendo y viniendo de la botella a los vasos y de los vasos a la botella.

  Yo no insisto más, que haga lo que quiera, es mi amigo y lo último que quisiera en la vida es romperle la ilusión. 

 


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