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EL FINAL DE LOS PATRIARCAS
Por Susana Viau

Quién hubiera dicho hace tres décadas que ese hombrecito de pecho tachonado de chatarra y voz aflautada, impropia de un general benemérito: el que no vacilaba en llenar de prisioneros un estadio, iba a refugiarse en la debilidad y pedir clemencia en nombre de sus años. El general Augusto Pinochet Ugarte, senador vitalicio, se escudó en la atrofia del lóbulo frontal, adujo invalidez y se hizo el gagá. El recurso, llamativamente, funcionó. Como si la decrepitud de Augusto Pinochet Ugarte no hubiera sido un dato previsible desde los mismos días en los que el mundo se conmovía con la visión de La Moneda en llamas y los camiones descargando montañas de cadáveres en las banquinas. Como si en aquel comandante en Jefe, desleal y cincuentón, no hubiera estado presente ya el octogenario de hoy. Para qué tanta demora, puede preguntarse uno, y no haberlo beneficiado entonces, en consideración al viejo que iba a ser. Eso sí, no contaron con que el senador vitalicio se tomaría una pequeña venganza y poniendo un toque boulevardier a la espinosa cuestión de estado. Al tocar pista se levantó como un resorte de la silla de ruedas y caminó, erguido y ligerito, hacia la exquisita concurrencia que lo aguardaba, bañada en lágrimas.

  Es probable que los médicos británicos no hayan podido advertir que el proceso agudo que afectaba a Pinochet era el síndrome Valladares. El que se manifestó en toda su virulencia cuando Armando Valladares llegó a Madrid igual que el senador vitalicio a Santiago: en silla de ruedas. Valladares era el poeta-héroe del anticastrismo, torturado hasta la demolición, decían, en las cárceles del régimen. Muy pronto --apenas lo que lleva cruzar el Atlántico-- quedó en claro que ni lo uno ni lo otro. Valladares ni murió ni fue guerrero. Era un patán, un vividor, autor de unos versitos escandalosamente malos. No más pisar Barajas, olvidado de sus dolencias, corrió alegre hacia la comitiva que esperaba al presunto rehén político. El mismo mal postró a Eduardo Massera, a Jorge Rafael Videla y a Cristino Nicolaides. Es que estos hijos de la crueldad, llegado el caso, no se aguantan nada. En la mala, los dictadores se hacen los chanchos rengos. Los salvadores de la patria se achuchan a las duras y se agrandan a las maduras.

  Quizá esas zorrerías tengan, como tantas otras cosas, una matriz ideológica, y quizá este tampoco sea el peor de los finales para la historia iniciada por Baltasar Garzón. Pinochet, en Londres, era el prócer de las damas y caballeros momios librando su última batalla, el caudillo de los insolentes oficiales que le rindieron honores al compás de Lili Marlene. El que retornó a Chile caminando a paso vivo era, en cambio, un viejo pícaro, tramposo y sin una pizca de grandeza. Haciendo de la necesidad virtud, puede decirse que, gracias al chiste, a la derecha latinoamericana ya no le quedan patriarcas.


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