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Por Cecilia Hopkins Estrenada en 1904, esta obra de Laferrere tal vez no alcanza a desarrollar el tema que se
propone con las derivaciones que aparecen en otras escritas
posteriormente, como es el caso de Las de Barranco. La pieza teje
alrededor de un mismo hecho una serie de situaciones que concluyen con
similares resultados, a la espera de divertir a un público cómplice
precisamente con el recurso de la repetición. La anécdota es sencilla:
el plan de Carlos consiste en alejar al maduro don Lucas de su prima, a
los efectos de oficializar el noviazgo que con ella ya mantiene. Para
lograrlo, el muchacho no tiene mejor idea que acusarlo a sus espaldas de
jettatore, para terror de parientes, amigos y sirvientes de Lucía. El
caso es que finalmente, el universo familiar abandona el caos en el que
había sucumbido para encontrar su reorganización definitiva, a gusto de
la joven pareja y sus aliados. Alejado el peligro de este modo, todos
disfrutan aliviados del nuevo clima que se vive en la casa. Nada se sabe
acerca del destino del pobre de don Lucas, que sin saber fue la víctima
inocente de todo el enredo.A cargo de la dirección, Javier Portales ha sabido sacar buen partido de las situaciones que requieren un ritmo dinámico y sostenido (la primera, el revuelo generado en torno del desmayo de Lucía, la última, el conjuro de la jettatura). Otro de sus aciertos fue convocar actores habituados a los procedimientos característicos de los cómicos porteños tradicionales (entre los que se encontraba el propio Alberto Olmedo, compañero de Portales). Es el caso especial de los personajes varones sobre los que recae parte de la responsabilidad humorística en el desarrollo de los hechos. En esto son particularmente eficaces Carlos Scornik, Juan Carlos Ricci y Maximiliano Paz, quien en el rol del gracioso Pepito saca a relucir un inventario de actitudes físicas que homenajea a figuras cómicas como José Marrone y Gogó Andreu. En cambio, ninguno de estos rasgos podrían aparecer en los personajes del protagonista o el padre de Lucía, interpretados por De Grazia e Iglesias, respectivamente, con la mesura y dignidad que les reservó el autor. Entre el elenco femenino, el subrayado gestual más convincente corre por cuenta de la mucama Angela (Jana Purita) mientras que Dora Prince conserva la dignidad característica del personaje aristocrático, aún cuando las circunstancias la llevan a adoptar costumbres ajenas a su educación.
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