Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira

OPINION

Diferencias

Por J. M. Pasquini Durán

Durante décadas para la socialdemocracia era una condición esencial de su identidad, sobre todo en Europa, desde Israel a Gran Bretaña, la adhesión de sindicatos. Ya no es así. En la mayoría de los países de la Unión Europea gobernados por socialdemócratas, bajo los términos de la globalización dirigida por el pensamiento conservador del �neoliberalismo�, los sindicatos perdieron peso específico mientras confrontaban con las políticas económicas y sociales de sus antiguos camaradas. De ahí que Fernando de la Rúa pudiera hablar en la tribuna socialdemócrata, en paridad de condiciones con destacados miembros de esa Internacional, aunque su partido, la centenaria Unión Cívica Radical (UCR), nunca tuvo ninguna influencia significativa en los gremios obreros.
La reorganización económica del mundo, en el último cuarto del siglo XX, desalojó a los sindicatos de las posiciones influyentes que habían conseguido, a pulmón, al mismo tiempo que se desmontaba el llamado �Estado de bienestar� en nombre de la supremacía del mercado. Con inmensos contingentes de trabajadores sin empleo, semiocupados o en �negro�, los sindicatos perdieron su fuerza de negociación para impedir que se derogaran las leyes proteccionistas. Las condiciones laborales y el monto de los salarios pasaron a ser secundarios ante la necesidad de conservar alguna ocupación, la que sea. El terrorismo de Estado, allí donde pudo implantarse, hizo el resto para quebrar la capacidad de resistencia.
A esas tendencias globales, hay que sumarles las específicas características nacionales. Nacidos en la matriz del Estado, burocratizados en sus cúpulas y en concubinato con los poderes de turno, lo que les permitió represaliar a los disidentes que no comulgaban con esas dirigencias, los sindicatos sufrieron, además, las contradicciones y los vaivenes del peronismo, su principal representación política. La adhesión del menemismo al ideario del Fondo Monetario Internacional (FMI) terminó de desubicarlos, salvo como aparatos electoralistas. Con una porción de dirigentes reciclados a las tareas del management y sólo el diez por ciento de la mano de obra empleada en la industria, la responsabilidad defensiva quedó en manos de los gremios de servicios (transportes, estatales, docentes, judiciales), que ocuparon la vanguardia en sustitución de metalúrgicos, albañiles, mecánicos, textiles y otros similares, pero en las nuevas condiciones de debilidad y sin experiencia de conducción.
Dadas las condiciones actuales, el Estado, los gobiernos y los sindicatos deberían reelaborar las condiciones de su relación interactiva y aún los términos de la representación. La CTA, por ejemplo, propuso el sindicato en el barrio, en lugar de la fábrica ausente, el voto directo para elegir la conducción en todos sus niveles y la formación de multisectoriales en lugar de reducirse al exclusivo número de afiliados. La mayoría de un lado y del otro, sin embargo, sigue manejándose en los viejos términos, lo que los lleva a extremos irreconciliables. El Gobierno asume el conflicto social como una conspiración retardataria, con más severidad que si fuera un motín carapintada, y los gremios en lucha perciben a los gobernantes elegidos por mayoría en las urnas como meros administradores de políticas públicas antiobreras. 
Así, Hugo Moyano acusa de traición a los senadores peronistas porque no defienden el interés de los trabajadores, sin reconocer que esos mismos representantes desde hace una década abandonaron el ideario justicialista. Del mismo modo, repudia a la Alianza en bloque, sin diferenciar a los miembros de la coalición que están en la CGT disidente o son aliados directos de sus mismas reivindicaciones justicieras, aunque no sean peronistas. Algunas de las mejores críticas a la reforma laboral en la sesión de diputados fueron expuestas por aliancistas y aún más, miembros de la CGT disidente, como la diputada Alicia Castro. A su turno, la percepción anacrónica del conflicto social por parte del Gobierno, que lo envuelve en versiones conspirativas de la realidad, activa sus reflejos represivos hasta el abuso de autoridad. Dos muertos en Corrientes y una docena de heridos de bala en los alrededores del Congreso, en sólo cuatro meses de gobierno, son suficientes señales de alarma. Corrió el tremendo riesgo de conmemorar el �Día de la Convivencia en la Diversidad Cultural� con otros muertos. 
El miedo al desgaste que sufrió la administración alfonsinista por los reiterados embates de la CGT de Ubaldini, hoy ladero de Moyano, y la impotencia para resolver las demandas de empleo, dejan a las autoridades en manos de las fuerzas de seguridad, ineptas para prevenir con eficacia y siempre dispuestas a pelear con ventaja, ya que tienen el monopolio de las armas. Las disculpas y las sanciones aisladas, después de los desbordes, no son suficientes para fijar una política de orden público con respeto absoluto por los derechos civiles y sociales. Por el momento, está jugando con fuego, sobre todo si no reconoce que entre los uniformados, ya sea porque fueron desplazados o se sienten menospreciados, tiene enemigos tanto o más enconados que entre los militantes sindicales.
Ante las críticas, el elenco gubernamental suele responder con dos argumentos que, de tanto repetirlos, han comenzado a perder la eficacia del primer momento. Uno se refiere a la maldita herencia del menemismo y el otro a la diferencia de procedimientos entre una administración y otra. En rigor, los votantes ya lo sabían cuando acudieron a las urnas y por eso los eligieron. No hay confusión en ese sentido, pero es evidente que esa misma mayoría esperaba que las diferencias fueran más drásticas. Están recibiendo, en cambio, decepcionantes señales de continuidad. Aunque los represores más salvajes hayan sido puestos en disponibilidad, un buen gesto, también es cierto que los gases lacrimógenos, los chorros de los carros hidrantes, los bastones, las itakas y el método fueron los mismos de antes.
La apelación impositiva del Presidente por cadena nacional sonó a un �créanme� demasiado parecido al �síganme� de Menem, para una sociedad incrédula con los que le prometen que no la van a defraudar. El monto escaso de la recaudación tributaria, a pesar de los nuevos gravámenes, parecen indicar que persiste la desconfianza en el Estado y que los grandes evasores siguen sin castigo verdadero, además de la injusta distribución de las cargas. Mientras el IVA sea la principal fuente de recaudación y se aplique lo mismo a la canasta básica de alimentos que al consumo suntuario, hay una cuota de inmoralidad o de inequidad que desacredita al sistema en su conjunto. La obsesión por la caja pública y por agradar al FMI evoca sin gracia la actitud oficial de la década anterior. 
Las reticencias de los ministerios de Justicia y de Relaciones Exteriores en darles trámite judicial a los requerimientos del juez español Baltasar Garzón en expedientes sobre violación de derechos humanos durante la última dictadura, aunque con mejores modales, tampoco marca todavía una diferencia sustancial con el pasado inmediato. Podría decirse que existe una cierta coherencia en la actitud con la posición presidencial que rechaza la jurisdicción extraterritorial. Si fuera así, sería aún más incomprensible el voto argentino contra Cuba, a propósito de los derechos humanos, un acto de extraterritorialidad innegable típico de la Guerra Fría, que rompió la tradicional abstención del radicalismo, que desdeñó la posición de Brasil, socio mayor en el Mercosur, y se justificó en la vecindad chilena, para terminar en una indeseable continuidad de la diplomacia menemista. 
El precio parece demasiado alto para conseguir algún elogio de Bill Clinton, presidente saliente de Estados Unidos, en la próxima visita de De la Rúa a Washington. Nadie como Menem hizo tantos esfuerzos para quedar bien y ninguno recibió tantos cumplidos, pese a lo cual el país heredó una situación que el actual Gobierno señala como una de las causas centrales de los problemas populares. El líder italiano Massimo D�Alema acaba de sufrir una 
derrota electoral que le costó el gobierno, en medio de comentarios elogiosos sobre su gestión de la más prestigiosa prensa norteamericana y británica especializada en finanzas y negocios. 
La pobreza tampoco se da cuenta de que cambió el gobierno. Reconocer su existencia es un paso, aceptar que los presupuestos son escasos o mal empleados es otro, pero ninguno de ellos calma el hambre ni dignifica la miseria. Tal vez los que pasan por esas necesidades no estén en condiciones de reconocer los hilos más finos de la trama política ni las razones de Estado que obligan con los acreedores internacionales o con el FMI, pero cada día recorren el camino a sus infiernos particulares por el mismo empedrado de siempre. Y eso indigna, enfurece, impacienta, solivianta, sin necesidad de conjuras necias. 

 

PRINCIPAL