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Por Fabián Lebenglik Pensada ahora, a la distancia, esa primera exhibición se trataba de la búsqueda de un espacio pictórico, virtual, de un espacio ficcional para organizar y sistematizar la imagen, tanto en las telas como en las esculturas. En ese mismo año, 1991, obtiene una beca de la Fundación Antorchas para trabajar durante dos años en el taller dirigido por Guillermo Kuitca, donde completó su formación. El mismo Bazán, desde 1990, venía ejerciendo la docencia artística, actividad que sigue desarrollando hasta hoy, a través de cursos, seminarios y clínicas de arte en Buenos Aires y en el interior del país. En 1992 presentó la muestra Meninas (Espacio Giesso), donde el punto de partida de la imagen era la figura de un yunque, como símbolo de la representación del trabajo manual. De a poco la imagen de ese objeto se iba transformando en la silueta del vestido de la infanta Margarita del cuadro de Velázquez. En esa serie de cuadros había una pregunta por el tipo de trabajo que significa pintar. Se pasaba de un icono como representación clásica del esfuerzo, a otro icono que –según el célebre ensayo de Foucault incluido en Las palabras y las cosas– inaugura la pintura y la mirada modernas. Aquel cuadro clave de la historia del arte, condensada en el vestido citado por Bazán, es también la irrupción –en términos de la modernidad– de la imagen del artista en su taller. Ese funcionamiento de la cita como irrupción y como clave es un gesto que Bazán sigue utilizando desde entonces. El entonces muy joven pintor comienza a exhibir regularmente en muestras colectivas o grupales en Estados Unidos, Francia, Holanda y México, así como en la V Bienal de La Habana y, posteriormente, en las principales ferias internacionales. En 1998 obtuvo una nueva beca de la Fundación Antorchas, en este caso un “subsidio a la creación artística”. La pintura que presenta ahora es producto de una larga dedicación a investigar las relaciones entre el lenguaje abstracto de la pintura y el de la escritura musical como códigos especializados y fuertemente estructurados. A partir de 1994 el pintor cita en su obra la notación musical remitiendo, en cada caso –en cada cuadro–, a célebres partituras de la historia de la música occidental. Desde entonces sus telas se configuran, al menos, sobre dos motivos superpuestos. Por un lado la partitura, como un dato relativamente reconocible, y por la otra (como fondo o en primer plano) los elementos propiamente “pictóricos”: los círculos, panales, espirales, encadenamientos de puntos, rayas y manchas que se relacionan con la música desde varias perspectivas: en principio como mera contigüidad, pero luego también como explicación, como consecuencia, como interpretación plástica o formulación abstracta de aquella notación. La yuxtaposición de ambos motivos (la transcripción de la música en lenguaje escrito y las formas abstractas complementarias de la tradición pictórica) logran que la mirada del espectador ponga en funcionamiento su capacidad de establecer relaciones, más allá de cualquier arbitrariedad posible. Se trata de un proceso de construcción de la imagen que desencadena una búsqueda. En la tradición pictórica, desde el renacimiento, el círculo –figura presente en casi todos los cuadros de Bazán– está considerado como la representación de una forma perfecta (por ejemplo, la música), al tiempo que toma el sentido de complacencia, satisfacción y plenitud narcisista. Sería la versión según la cual la música constituye una experiencia cuasi religiosa. En este sentido, el círculo y la esfera también suponen la evocación de la naturaleza desde la perspectiva en que lo natural sería el revés de trama de lo sobrenatural. Por otro lado, todos los cuadros resultan de un recorte ortogonal (cuadrangulares y rectangulares), lo que implica lo contrario del círculo, porque las figuras ortogonales son el artificio por antonomasia, las formas geométricas que más claramente contrastan con la naturaleza, lo construido. Bazán no reproduce sonidos, sino que copia manualmente una transcripción al modo de una cita de un lenguaje formalizado en el interior de otro. Los sonidos sordos que salen de estas pinturas no son necesariamente los sonidos de la música sino más bien toda una serie de ruidos y rumores: la muestra de Sergio Bazán pone en juego la posibilidad de la abstracción como representación. La diferencia entre distintos sistemas de notación codificados (el de la pintura –que establecería tensiones en el espacio– y el de la música –que establecería tensiones en el tiempo–) suponen un artificio racional, una toma de distancia y una objetivación de un complejo sistema de formalización tanto de las sensaciones y emociones como de los saberes. (En la galería Diana Lowenstein, Avenida Alvear 1595, hasta el 7 de mayo.)
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