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Berlín, Afganistán, Chechenia y 
el nuevo orden de Vladimir Putin

Enfrascado en su remilitarización de la sociedad rusa, el presidente usó la Segunda Guerra Mundial para justificarla.

El presidente ruso Vladimir Putin ayer en la Plaza Roja.
Conmemoró la victoria sobre la Alemania de Adolf Hitler.
 


Por Gabriel Alejandro Uriarte

t.gif (862 bytes) �La victoria corre en nuestra sangre.� Esta declaración de ayer del presidente ruso Vladimir Putin puede entenderse como una justificación de la remilitarización de la sociedad rusa que inició. Putin introdujo por primera vez desde el fin de la Guerra Fría una doctrina nuclear que prevé el uso de ataques preventivos. Y también �revalorizó� al ejército dentro de la sociedad rusa. En términos de la estabilidad política del país, esa política ha sido admirable. Pero al mismo tiempo las �estrategias de acción� de Putin le han creado un predicamento cada vez menos atractivo: la guerra de Chechenia. Es en relación a ese atolladero que se escondía ayer un propósito más sutil de Putin. Su discurso creaba un paralelo muy distorsivo entre la Segunda Guerra Mundial y la actual guerra contra las guerrillas chechenas. Es que Chechenia tiene una similitud mucho mayor con esa otra intervención imperial rusa de tiempos recientes: Afganistán. Para ahuyentar ese melancólico antecedente, el recuerdo de la �Gran Guerra Patriótica� debe ser bienvenido para la población rusa. 
Quizá no debería serlo. O no del todo. Se puede decir que gran parte de la era Yeltsin consistió en un poderoso rechazo contra el sistema que legitimó inapelablemente el izamiento de la bandera soviética sobre el Reichstag. Fue un hito cuyo precio desafía la comprensión. Luego de la glasnost de Gorbachov se pudo saber que la cifra total de muertes civiles y militares soviéticas durante la guerra era de 28 millones. Las interminables cifras de bajas crearon (o reforzaron) una mentalidad en el generalato ruso que el periodista norteamericano Harrison Salisbury definió, con bastante mal gusto, como �prodigalidad con las vidas�. La sociedad rusa fue regimentada hasta un grado que ningún país occidental (con la posible excepción de Alemania) se ha aproximado. El ejército llegó a poseer una posición dominante (si bien subordinada) en el Estado ruso. El gasto de defensa y en particular los fondos para las fuerzas convencionales eran prueba abundante de esta parcial hegemonía militar. 
Afganistán terminó con eso. Naturalmente, no se puede decir que fuera la única causa. Pero se tiende a subestimar su verdadero impacto. El Estado ruso ya había demostrado que no podía proveer un nivel de vida aceptable para sus ciudadanos. Y el gasto de defensa, su más importante excusa, fue prodigado a una fuerza que se reveló incapaz de ganar o al menos de reducir la intensidad de una salvaje guerra en la periferia del imperio soviético. Afganistán es denominado a menudo el �Vietnam soviético�. Pero tuvo un impacto mucho más fundamental que la debacle norteamericana. En Estados Unidos las Fuerzas Armadas no eran tan importantes como para que su humillación atentara contra la legitimidad del Estado. En Rusia, por otra parte, la larga agonía (con muertes ocultadas a los familiares y un descontrol cada vez mayor de la tropa) y la derrota militar debilitaron la mayor justificación para la militarización soviética de la vida civil: la existencia de ese invencible Ejército rojo que había derrotado a Hitler. 
La reacción contra este militarismo �que tuvo su clímax en la primera presidencia de Yeltsin� no duró demasiado. La derrota en la primera guerra de Chechenia (1994-96) y la crisis económica socavaron los cimientos de la nueva Rusia. Peter Paret apuntó que �en tiempos de crisis los ejércitos parecen recuperar la importancia que tuvieron en la evolución temprana de la sociedad, cuando los Estados eran organizados en torno al ataque y la defensa�. Esa es exactamente la tendencia que Putin, un ex agente del KGB, aprovechó en Rusia. Como premier ordenó en octubre la segunda invasión a Chechenia. A pesar de un costo aproximado de unos 1000 millones de dólares por mes, continuó la operación luego del estancamiento de su ejército ante la capital chechena de Grozny. Mientras tanto, reintroducía el entrenamiento militar en las escuelas secundarias. Grozny finalmente cayó el 4 de febrero y Putin declaró que la guerra había terminado. Sólo faltaba acabar con los últimos �bandidos� escondidos en las montañas. Poco después era elegido presidente por una muy cómoda mayoría. La fórmula del ex KGB dio resultado. Sólo era cuestión de recrearel orgullo nacional en el ejército ruso que existió luego de la victoria sobre el nazismo. 
O quizá no era tan simple. Esa es la preocupación que se pudo detectar ayer en su discurso. Chechenia, naturalmente, no es la Segunda Guerra Mundial. Un ejército ruso mal equipado lucha y sufre dolorosas pérdidas contra una guerrilla a la que no puede aniquilar. La frustración ya ha llevado a masacres en represalia contra la población civil. Las bajas serían más de 4000. Y todo esto ocurre durante el invierno, cuando las guerrillas operan en desventaja. Los soldados rusos ya no esconden su preocupación sobre lo que ocurrirá luego de que la vegetación vuelva a las montañas chechenas. Quizá Chechenia pruebe ser el Afganistán del Estado poderoso que Putin intenta recrear en su país. 
Putin aseguró ayer que �nosotros tenemos el hábito de la victoria�. Pero al mismo tiempo omitió toda mención directa del conflicto en Chechenia. Parecería ser que asociar la victoria total de la Segunda Guerra Mundial con la situación en Chechenia resulta ahora inoportuno. Es significativo que recientemente las ofertas de paz desde el Kremlin hayan aumentado en frecuencia y generosidad. Putin ha sido llamado el �Pinochet� de Rusia, por su aparente voluntad de imponer orden por la razón o por la fuerza con el apoyo de las Fuerzas Armadas. Pero �confrontado con una guerra neocolonial sangrienta y quizás imposible de ganar� ahora da señales de querer convertirse en su De Gaulle.


�La gran patria soviética�

Cincuenta y cinco años después de que el Ejército Rojo izara la hoz y el martillo sobre el Reichstag en Berlín para sellar la victoria más grandiosa de la Unión Soviética, el presidente Vladimir Putin presidió ayer sobre su primer desfile militar en la Plaza Roja y evocó los días de gloria de una ex superpotencia. Putin es el primer líder ruso sin experiencia de la Segunda Guerra Mundial, aunque su hermanito murió en el asedio nazi a Leningrado. Su padre fue un guerrillero en la región del Báltico.
�Fue duro, pero sobrevivimos �dijo Pavel Todorchuk (81), veterano de las campañas por Kiev, Varsovia, y Berlín en 1945�. A Yeltsin no lo respetábamos, pero a Putin sí. Veremos cómo actúa, cómo es su equipo, y entonces nos decidiremos sobre él�. Putin se dirigió a las tropas llamándolas �camaradas�, habló de la �gran patria soviética ante jóvenes veteranos de la actual guerra chechena que, en sus capas militares color kaki y cascos de los años 40, marchaban ante su podio al ritmo de vigorosa música militar. Pese a las derrotas de Afganistán, de la guerra chechena de 1994-96 y la Guerra Fría, Rusia �afirmó Putin� estaba convirtiendo la victoria asegurada en 1945 en un hábito. Un partidario de Yeltsin, el director de cine Nikita Mijailkov, aprovechó el aniversario para pedir que Volgogrado, la ciudad donde se entró en la batalla decisiva, vuelva a llevar su nombre de la época soviética, Stalingrado. 

 

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