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El estilo entendido como una de las bellas artes

Un recital con todas las sonatas de Beethoven fue el vehículo con el que Pieter Wispelwey y Paolo Giaccometti construyeron su hipótesis.

 

Pieter Wispelwey y Paolo Giaccometti dieron una lección.
Entendimiento y rigor para recorrer la obra de Beethoven.


Por Diego Fischerman

t.gif (862 bytes) Hubo una época en que los grandes intérpretes tocaban con su estilo. Salvo algunos pocos saberes consensuados (Chopin se tocaba con más rubato, los trinos en el barroco empezaban con la nota superior, el clasicismo era un poco más medido en los aspectos expresivos), los recursos puestos en juego por los intérpretes eran siempre los mismos. El timbre era el mismo, los ataques eran los de siempre y el fraseo era el acostumbrado. Pieter Wispelwey, uno de los mejores cellistas del momento, corresponde a otra generación. Y, en particular, a la generación posterior al florecimiento de la musicología práctica en los años �60 y �70. 
Ahora se sabe que el sonido de Bach no es el mismo que el de Beethoven. Que no es una mera cuestión de notas sino de estética y de retórica. Los argumentos de color, de contrastes, practicados por cada época (y a veces por cada autor) para mantener la atención de su auditorio eran sumamente diferentes. Hay especialistas en el barroco temprano, expertos en el barroco tardío, autoridades en Beethoven y peritos en Schumann o en Brahms o en música del siglo XX. Lo que no es frecuente es que un mismo músico maneje con ductilidad todos los idiomas. Y mucho menos que llegue a extremos de sutileza como los de este cellista que fue capaz, en sus conciertos porteños, de establecer diferencias notables entre el sonido del estilo temprano y el del estilo tardío de un mismo autor. Un autor, es claro, en que lo que Lacan hubiera llamado sin hesitar la Lucha con La Cosa está expuesto en primer plano. Las cinco sonatas para cello y piano que escribió entre 1796 y 1815 son distintas facetas de una misma búsqueda, en la que Beethoven rodea, cerca, acorrala la cuestión de la forma, del sistema narrativo musical, y lo fuerza, lo subvierte, lo lleva a traicionarse a sí mismo. La fuga del último movimiento de la última sonata (una constante en sus obras tardías, desde la Sonata Hammerklavier hasta la Grosse Fugue que compuso para cerrar el Cuarteto Op. 130, desde la Sinfonía Nº 9 hasta la Missa Solemnis) es, en ese sentido, clara. Una forma arcaica, fuera del tiempo y excluida de la moda, con la que busca desplazar el centro neurálgico de la obra desde el comienzo hacia el final.
El fenomenal trabajo de Wispelwey y su acompañante, el excelente Paolo Giaccometti, fue el de establecer infinidad de registros transitables, de sorpresas posibles. Cada nota, cada frase, tiene para estos intérpretes una manera propia de ser interpretada. La arcada, el vibrato, las intensidades, cada variable es, para ellos, un abanico de opciones puesto al servicio de la mayor claridad en la exposición musical. El contraste teatral entre momentos recitados y cantados en las dos primeras sonatas, la abstracción casi dolorosa de las dos últimas, el vigor épico de la intermedia. Cada sonata mostró su mundo propio y brilló de dos maneras: como objeto bellísimo en sí mismo y, también, como parte de un relato más amplio, el de la lucha de Beethoven con La Cosa.

 

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