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el Kiosco de Página/12

DESCARTABLES
Por Washington Uranga


Basta asomarse al diccionario para comprobar que excluir equivale a rechazar o descartar. La categoría sociológica de los excluidos se construyó, ni más ni menos, para nombrar esta situación de rechazo en la que han quedado colocados cada día más varones y mujeres que no tienen un lugar dentro del ordenamiento social. Aunque el discurso tienda luego a suavizar las aristas más graves de la situación, el lenguaje es preciso: los excluidos son rechazados y descartados, porque no hay lugar para ellos en el actual ordenamiento social y económico. Hay una enorme diferencia entre los pobres de ayer y los excluidos de hoy. La gran mayoría de los pobres de ayer eran trabajadores, es decir, varones y mujeres que sufrían condiciones de explotación y que, recibiendo por su trabajo salarios muy escasos, se veían sumergidos en condiciones de vida que hasta llegaban a poner en riesgo la sobrevivencia. Pero la condición de trabajadores les dio siempre a estos pobres de ayer una forma de estar incluidos. Fueron víctimas de la injusticia al estar ubicados en la parte más baja de la escala social, pero su condición de mano de obra a la vez que los hacía imprescindibles para la marcha de la economía les otorgaba un estatuto y marcaba su forma de pertenencia.
Los pobres-trabajadores, o los trabajadores-pobres tienen un marco de referencia para plantear sus reivindicaciones, pueden construir sus demandas en un espacio de lucha de fuerzas que, aunque les resulte desfavorable en la mayoría de los casos, genera reglas de juego a las que atenerse. Nunca podría decirse que un trabajador, aun aquel más pobre, es un excluido. Su condición no es la de �descartado�. Los excluidos de este modelo son, realmente, descartados sociales. No los necesita el sistema productivo y para la sociedad resultan tan molestos que se prefiere no reconocer su existencia. Por eso no tienen visibilidad social. La inequidad que caracteriza la sociedad actual puede leerse como la falta de normas que contengan al conjunto de quienes participan de la comunidad. La sociedad es inequitativa porque al construirse sobre reglas de juego parciales deja a los excluidos sin identidad, privándolos del sentido de la propia vida.
Como lógica consecuencia los excluidos no tienen forma de hacerse oír y, mucho menos, de hacerse entender. No forman parte del discurso del sistema, hablan un lenguaje diferente y ni siquiera están en la conversación. Están afuera: la sociedad no quiere verlos ni reconocerlos y ellos mismos no tienen forma de hacerse visibles dentro de las reglas del sistema. La única manera de hacerlo es irrumpir de forma abrupta, en la mayoría de los casos violenta, quebrando la �normalidad�, avasallando la cotidianidad que los ha dejado al margen. Sólo amenazando �la paz� de un modelo del que no participan, ni como trabajadores ni como ciudadanos, pueden hacerse oír. Unos eligen ser piqueteros. De otros la sociedad dirá que son delincuentes. Pero sólo así unos y otros logran cobrar visibilidad social y que los incluidos �a gusto o a desgano, pero incluidos� tengan que girar sus cabezas para prestarles atención. Las cámaras de televisión o el miedo a la inseguridad, o una combinación de ambos, transforman a los excluidos en visibles y obligan al conjunto social a encargarse, de la manera que sea, de aquellos a quienes descartó o rechazó. 
Sin que ambas situaciones puedan equipararse, ni el aumento de la delincuencia ni los cortes de ruta pueden ser vistos como situaciones aisladas o como problemas regionales. Tienen que ver directamente con la inequidad de un sistema para el que existen seres humanos que pueden entrar en la categoría de �descartables�. 

REP

 

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