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ABBADO Y LA FILARMONICA DE BERLIN
El mejor concierto

Es posible que sea la mejor orquesta del mundo. Y también el  mejor director. El debut en Buenos Aires fue más allá de los 
antecedentes y produjo algo asimilable, más bien, a la magia.


Por Diego Fischerman
t.gif (862 bytes) El final fue extraordinario. Tal vez, el final más extraordinario que pueda imaginarse. Y en el principio de todo estuvo una orquesta perfecta. Pero es en la distancia entre ese punto de partida y el resultado último donde debe buscarse la exacta dimensión del concierto con que Claudio Abbado y la Filarmónica de Berlín debutaron en Buenos Aires. Una cosa es la mera excelencia. Y otra, muy distinta, es la poesía desgarrada de un silencio como el que selló la Sinfonía Nº 9 de Gustav Mahler. En ese final, literalmente, se destruye el tiempo, todo se detiene, no hay narratividad o, en todo caso, lo que se narra es la nada más absoluta. Abbado comandó ese adagissimo en el filo de lo audible y haciendo equilibrio sobre la delgada línea que separa al movimiento imperceptible de la quietud. Cuando la última sinfonía escrita por Mahler terminó, sólo cupo el silencio. Y si la convención del aplauso (y en este caso la ovación que finalmente explotó después de largos segundos, fue verdaderamente sobrecogedora) no estuviera tan arraigada, la multitud que llenó el Teatro Colón se hubiera retirado, también, en silencio. 
La Sinfonía Nº 9 de Mahler es una obra genial y atípica. Su último movimiento es lento y, además, termina en un pianissimo. Nada más alejado de la idea de conclusión espectacular. Nada más diferente que lo que podría suponerse como un pretexto para el lucimiento. Sin embargo, en las manos correctas, pocos finales pueden resultar tan inconmensurablemente espectaculares como éste y en pocos una orquesta puede llegar a lucirse tanto como aquí. En efecto, cuando la batuta de Abbado permaneció quieta, casi temblando, en el medio de la inmovilidad más absoluta, pudo percibirse que todo, desde ese omnipresente ostinato inicial, desde el contrapunto enloquecido del primer movimiento o de la fuga que intenta articularse en el medio de la danza popular (un Ländler) del scherzo, hasta cada una de las explosiones y de los pianissimi repentinos, había tenido el sentido de conducir a ese momento. El sentido de arco, de conducción de un gran relato, que caracterizó a la Filarmónica de Berlín a lo largo de su tradición y que con Karajan fue muchas veces ejemplar, fue llevado esta vez hasta un abismo; hasta el mismo extremo de lo posible. 
El clima mágico que logran Claudio Abbado y la Filarmónica de Berlín puede encontrar parte de su explicación en dos o tres signos aparentemente menores. Que tal como contó el director a Página/12 todos los músicos de la orquesta hagan habitualmente música de cámara es uno de ellos. Ciertos matices, la sutileza de ciertos ataques, el lirismo de los solos de viola o de corno inglés, la calidez y transparencia del fraseo de la flauta solista, refieren a la intimidad de los grupos de cámara y, en ese sentido, el tratamiento orquestal de Mahler, que piensa a la masa más como resultante de infinidad de pequeños grupos que como unidad, encuentra en la Filarmónica de Berlín el vehículo más idóneo. El otro signo es más visible y, en algún modo, prosaico. Los movimientos involuntarios de los integrantes de la orquesta, esos balanceos con los que se traduce la concentración en el discurso musical, parecían extrañamente ensayados. No había intencionalidades contrastantes sino, más bien, una suerte de acuerdo implícito. �El placer de hacer música juntos�, decía Abbado en su conversación con este diario y lo que podría no ser otra cosa que una buena frase retórica, se demostró en los hechos como un principio constructivo irreemplazable. Más allá de su excelencia, de que seguramenteson los mejores solistas del mundo, de que entran a esta orquesta después de exámenes en los que se confrontan miles de aspirantes, los músicos tocan con ganas. Ser integrantes de la mejor orquesta no alcanza. Saben que el de esa noche debe ser el mejor concierto. 

 

ROSSINI EN LA TEMPORADA DEL TEATRO COLON
Una comedia que no teme lo serio

El primer impulso es el de considerar a El turco en Italia, de Gioacchino Rossini, como una ópera buffa más. Situaciones de enredos, amores no correspondidos, secretos de alcoba y, por supuesto, abundantes coloraturas como para que los cantantes exhiban sus dotes. Si hay un chiste acerca de que Vivaldi compuso un mismo concierto infinidad de veces, el mismo podría aplicarse, sin dificultad, a Rossini y la ópera cómica. 
Berlioz confesaba en sus Memorias, por ejemplo, que su deseo más ardiente era el incendio de un teatro rossiniano, con Rossini y todo el público rossiniano adentro. Y sin embargo, El turco en Italia es mucho más que la repetición de fórmulas. Escrita por Rossini cuando aún era un joven exitosísimo, a los 22 años, esta ópera que subirá al Colón el próximo martes, con puesta e iluminación del notable director teatral Alberto Félix Alberto, es además de una divertida comedia, un buen reflejo de las costumbres y lugares sociales de su época. Y además no le teme a la incursión en registros más serios y en alguna que otra osadía musical sumamente inusual para este autor. 
Con funciones el 23 (para el abono de gala), 26 (abono nocturno), 28 (abono vespertino), 30 (abono nocturno nuevo) y 1 de junio (extraordinaria), la escenografía de esta puesta será del pintor Guillermo Roux, el vestuario de Cynthia Sasson y la dirección musical de Walter Attanasi. Los papeles principales serán representados por David Pittsinger (Selim), Angeles Blancas (Donna Fiorilla), Enzo Dara (Don Geronio) y Raúl Giménez (Don Narciso). 
El turco en Italia remite, ya desde el título, a otra ópera de Rossini llamada, de manera casi simétrica, La italiana en Argel. Sin embargo, ambas tienen características casi opuestas. La segunda es una típica comedia y la primera lo es sólo en forma atípica. Un pasaje como el que Donna Fiorilla canta a capella, entre los dos grandes conjuntos del segundo acto, no hubiera cabido en La italiana. De la misma manera en que el seductor Selim de El turco poco tiene que ver con el torpe Mustafá de La italiana. Otro detalle curioso es el personaje del poeta y su manera de interactuar tanto con el resto de los personajes como con el público. Fracasada en su estreno milanés (en parte por su cercanía con La italiana y las acusaciones de autoplagio que recibió su autor) esta ópera fue redescubierta muy recientemente. 

 

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