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el Kiosco de Página/12

Conejos
Por Antonio Dal Masetto


El tipo está solo en la barra y mira llover a través del vidrio.
–Es un día perfecto para que me sea infiel. En este preciso momento lo debe estar haciendo –me dice.
–¿A quién se refiere? –pregunto.
–Mi esposa. Hace veinte años que trato de pescarla. Y no hay caso. Soy abogado, me recibí con las mejores notas, medallas de oro de mi promoción. Me eduqué para respetar la verdad y la justicia. Y el tema es que jamás pude probar que ella sea realmente culpable. Siempre le cupo el beneficio de la duda. Siempre tiene una explicación a mano.
–¿Por ejemplo?
–Por ejemplo, el helado en la media. Me volví experto en registrar todos los detalles. Una tarde ella viene de la calle, le señalo las piernas y le digo: “Cuando saliste la media corrida estaba en la pierna derecha, ahora está en la izquierda”. Me cuenta que en la heladería un chico corría con un cucurucho en la mano, tropezó y le tiró el helado sobre las piernas. Tuvo que ir al baño, sacarse las medias, lavarlas y ponérselas mojadas. “Pobre criatura, la madre es una salvaje, no te puedo contar el tirón de orejas que le dio, tuve que interceder, si no la paro todavía le está pegando.”
–Así que helado en la media, eh –digo.
–Hace un par de semanas me olvidé un escrito en casa, fui a buscarlo y me encontré con un fulano en mangas de camisa. “El señor del service –me dijo Lucrecia–, se acaba de romper el microondas, qué desgracia.” “Está fallando el propagador de ondas electromagnéticas –dijo el tipo–, me lo tengo que llevar, en dos días le paso el presupuesto.” Y ella: “Llame después de las siete que está mi marido, así arregla con él”. “Bien”, dijo el tipo y se puso la campera. No tenía pinta de técnico en electrodomésticos, pero desenchufó el aparato y se lo metió bajo el brazo con tanta decisión que me dejó sin argumentos.
–Así que propagador de ondas electromagnéticas, eh –digo.
–El jueves pasado volví del estudio un par de horas antes y me la encontré en desabillé. “Me estaba por bañar”, dijo. En ese momento tocaron timbre y abrí. Era un tipo con un perro: “Disculpe la molestia, señor, estoy pasando por un mal momento, perdí el trabajo y ya no puedo mantener a Sultán. No quiero entregarlo a la protectora de animales, no quiero que sufra y pase hambre, lo estoy ofreciendo en el vecindario, me gustaría tenerlo cerca, así de tanto en tanto puedo verlo y quizá visitarlo”. A mis espaldas Lucrecia me gritó: “Ricky, ni se te ocurra aceptarlo, después soy yo la que tiene que hacerse cargo”. Y al tipo: “Señor, lo lamentamos pero no podemos ayudarlo, ya tenemos a Sócrates, y con dos animalitos no sabríamos qué hacer, intente con los vecinos de al lado”. Hubo algo que me llamó la atención, Sócrates es muy malhumorado y cuando se enfrenta a un perro desconocido lo primero que hace es tratar de arrancarle la cabeza. Pero con éste hubo un intercambio de ladridos amistosos, como si se conocieran de mucho tiempo.
–Así que los amiguitos Sócrates y Sultán –digo.
–Un día la seguí y en una confitería la esperaba un tipo. A los dos minutos estaban agarraditos de la mano. Me acerco a la mesa: “¿Qué hacés acá?”. “Te presento a mi hermanastro”, dice ella. “Mucho gusto en conocerte, Ricky –dice el tipo–. Lucrecia me estaba hablando de vos.””¿Desde cuándo tenés un hermanastro?”, digo. “Vos sabés que papá era muy picaflor. Tuvo un romance con una señora que después se fue a vivir a Australia y allá nació Jonathan. Al cabo de tantos años tuvo que viajar a la Argentina por negocios, averiguó mi número y justo hoy me llamó. ¿No es maravilloso?” “¿Australia?”, dije yo con tono de no creer nada. Jonathan resultó ser un verborrágico. Me habló una hora de todo el bicherío de Australia, ornitorrincos, koalas y canguros. Me dio una clase magistral sobre marsupiales, alimentación, costumbres, reproducción y ciclo vital.
–Vaya, vaya con los marsupiales –digo.
–Acabo de darle unos ejemplos recientes. A lo largo de los años conocí de todo: un aviador, un egiptólogo, un andinista, un ventrílocuo, un filatelista, un marinero, un vidente, un carterista, un limpiador de vidrios de altura, un domador, un filósofo, un japonés. Sin contar la cantidad de plomeros, electricistas y vendedores ambulantes. Y siempre la muy habilidosa tenía una respuesta, siempre sacaba algún conejo nuevo de la galera.
Mira el reloj.
–Paró un poco la lluvia. Me voy. Tengo el presentimiento de que hoy voy a tener suerte. Hoy la voy a agarrar con las manos en la masa y no va a tener respuesta.
–Métale, no le afloje. Yo estoy siempre en este bar. Cuando resuelva el caso no deje de venir a contármelo.

REP

 

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