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Los dibujos animados están cada
día más lejos del modelo Heidi

El éxito de �La vaca y el pollito�, �Ren y Stimpy� y �Ah, monstruos� subraya que los niños ya no se asustan del dibujo grotesco.

�Ren y Stimpy� ya es un clásico de la animación mundial.


Por Julián Gorodischer

t.gif (862 bytes) El asco, llevado a su extremo, puede provocar una carcajada interminable. Para muestra, basta mencionar las tres series animadas para chicos más repugnantes �y al mismo tiempo divertidas� que levantan la bandera de la animación escatológica. �La vaca y el pollito�, �Ren y Stimpy� y �Ah, monstruos� están unidas por una clave común: muestran lo que históricamente otros dibujos se encargaron de tapar. Lo suyo es un humor basado en mocos, orina, cuerpos defectuosos y agresiones desmedidas. Aunque haya adultos que se queden presos de una perplejidad sin retorno.
�Ren y Stimpy� (por MTV, todos los días a las 13) son un perro y un gato envejecidos con alma de cachorros. No aprendieron ninguna norma de urbanidad, y se regocijan alardeando de esa condición casi primitiva. Comen con gula, se exceden y vomitan. Pero lejos de enojarse, esa acción les causa gracia, y la repiten. El vómito, la saliva, la orina, la materia fecal y la sangre son materia intercambiable, herramientas para agredir o jugar bromas. En su trazo bien grueso, �Ren and Stimpy� parecen intuir que hacen mal en referirse a sus procesos intestinales, pero no pueden evitar el goce de mencionar cada gas que se les escapa o la comida indigesta que les va subiendo. El hambre no es dicho: es mostrado como proceso interior. Se ven tripas que se revuelven y tiemblan, exhibidas en detalle. En uno de sus capítulos más brillantes (�El deterioro de Ren�), el perro comienza a sentirse viejo. La narración no ahorra síntomas: dientes postizos, ojos rojos, orina no retenida. El perro es enterrado y lo devora un gusano. Pero Ren reaparece, minutos después, como materia putrefacta y parlante. Y en ese estado sigue peleando con su compañero: Stimpy le mete cosas en la boca, le fractura el cuerpo y le vomita encima. Esa saturación plantea dos opciones: o la carcajada ante el exceso, o la imposibilidad de seguir viendo. Pero, queda claro, esta serie no propone medios tonos. 
Creada por el guionista David Fess, �La vaca y el pollito� (por Cartoon Network a las 13, y por Telefé a las 11.30, de lunes a viernes) es menos violenta, pero igual de revulsiva. Es casi un elogio a la deformidad física. La vaca y el pollito, caricaturas casi siniestras, son los hijos aberrantes de una pareja de humanos. La vaca es gigante, obesa y exageradamente esmerada en asistir a un hermano mayor que no la soporta. Es pegajosa, y recibe imperturbable la crueldad del pollito. Sabe que el rechazo �como también su condición defectuosa� es su destino. Al comer son repugnantes. Son torpes y no es su culpa: son animales, y el contexto humano les es ajeno. De allí que su presencia en la casa, en la calle, sea siempre para marcar una diferencia, la confrontación entre las plumas, las ubres, el regurgitar propios de la vida salvaje y la ciudad que no los asimila.
Lo repugnante, en �Ah, monstruos� (por Nickelodeon, sábados a las 15 y a las 23) llega de la mano del escenario no convencional. La historia se sitúa en un basurero que apesta. El lugar está plagado de olores desagradables, colores oscuros y desperdicios de toda índole. Allí crece una camada de monstruos que presentan extrañas mutaciones. Sus rasgos son humanos, pero exagerados o fuera de contexto. Ickis, Oblina y Krumm (tales sus nombres) pueden tener una boca perfecta pero sin nariz ni ojos, o unos ojos inyectados desmedidamente separados. En ese lugar sucedió algo terrible (una explosión nuclear, una pérdida de gases tóxicos...) y los monstruos son el testimonio de la catástrofe. Pero no hay dramatismo: ellos se ríen mientras aprenden a asustar en una academia. El horror está en los cuerpos y en la imagen, no en la trama. Por eso nunca faltan los tropiezos y los equívocos; también las bromas. Porque es en el contraste �como sucede en �Ren and Stimpy� y �La vaca y el pollito�� donde el humor y el asco logran alinearse en un único camino. 

 

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