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el Kiosco de Página/12

Sealand

Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelon


UNO Así se presentan: “Soy un honesto ciudadano de Francia y me gustaría ser ciudadano de Sealand”; “Soy un abogado ruso, profesor de la Universidad de Moscú. Deseo información sobre los pasaportes diplomáticos de Sealand”; “Soy un aviador del ejército norteamericano herido grave en un accidente de helicóptero. Ofrezco mis servicios como diplomático para el principado de Sealand”. Hay muchos más, hubo mucho más, habrá muchos más. En Internet –www.fruitsofthesea.demon.co.uk– buscando su metro cuadrado en Sealand, la Tierra Prometida. Sealand, conviene saberlo, tiene 140 metros de largo por 40 de ancho, pero es infinita como el universo.

DOS Ahí está la foto. Un rectángulo con helipuerto apoyado sobre dos pilotes cilíndricos de piedra y cemento. Sealand es una vieja plataforma artillera de la época de la Segunda Guerra Mundial situada en el Mar del Norte, a unos diez kilómetros de la costa británica de Suffolk. Sealand existe y no existe al mismo tiempo desde que la inolvidable mañana del 2 de setiembre de 1967 el ex comandante inglés Roy Bates tomó posesión de la plataforma, izó una bandera roja, blanca y negra y se autoproclamó Príncipe de Sealand. Hay una emotiva filmación de ese momento patrio -emitida periódicamente por los noticieros con la música de fondo de un himno esperpéntico y pegadizo como casi único testimonio documental del épico absurdo– así como del golpe de Estado (o de plataforma) sufrido varios años después cuando Bates casi es depuesto. Allí Bates –muy parecido al actor Stewart Granger– aparece lanzando una encendida proclama con una voz que le gana al grito azul y salado de un océano invernal y lleno de olas y adioses. Después, enseguida, la historia de Sealand se volatilizó en varias direcciones y varias Sealands virtuales aunque, todavía, hay una sola plataforma artillera. Esa que aparece en la foto.

TRES Ningún país le ha otorgado reconocimiento oficial a Sealand, pero aun así la plataforma se las ha arreglado para mantener cierta soberanía y ya cuenta con una historia tan negra como delirante. Andrew Cunanan –asesino serial y verdugo del modisto Gianni Versace– circulaba con un coche con placas diplomáticas del principado y utilizaba un pasaporte de Sealand (elegantes y hechos con caucho plastificado) que lo acreditaba como cónsul. En Eslovenia, en 1997, se utilizaron pasaportes de Sealand para lavar dinero del narcotráfico. En Hong Kong se vendieron cuatro mil pasaportes a mil dólares la pieza. En España, el año pasado, se allanó el domicilio del “regente” Francisco Trujillo Ruiz –un ex guardia civil– dedicado a la venta de títulos universitarios de Sealand a todo aquel que los solicitara a su site en Internet. El pasado 26 de mayo unos supuestos embajadores de Sealand en España proyectaban comprar en Rusia cincuenta carros de combate, diez aviones Mig-23 y tres Antonov, ocho helicópteros, quince unidades de artillería, cinco mil bombas, veinte misiles antitanque y cinco mil cartuchos para luego venderlos a una república africana. Ahora, una banda de hackers cyberpunks –Haven Co. Ltd.– ofrece un paraíso en Internet con base en Sealand para aquellas compañías que deseen “que sus servidores de correos electrónicos estén en un sitio que pueda considerarse como realmente privado y no estén sujetos a la investigación de nadie con capacidad de interponer una demanda”. En resumen, una tierra de nadie electrónica donde no se interfiera con la estática de los negocios turbios. Y esto recién empieza.

CUATRO Dicen los defensores de Sealand, los descendientes del príncipe Roy y de la princesa Joan, que Sealand existe y que no es apenas una sombra criminal y una aberración geográfica; que no han emitido pasaportes falsos y que sólo los tienen quienes trabajan con ellos; que hay ciento sesenta personas viviendo en la plataforma y que son “un estado muy pequeño y, por lo tanto, vulnerable”. ¿Hace falta que agregue que todo esto es verdad, que el paradójico nombre de La Tierra del Mar (Sealand) es un hecho cierto y fácilmente verificable? Hay algo de milagroso en estos instantes en los que la realidad supera a la ficción (cada vez más, cada vez mejores) y nos obliga a preguntarnos acerca de los límites de lo posible y las fronteras de lo imposible. A mí –desde afuera, pero con ganas de conocer el adentro– todo el asunto me recuerda a esos héroes solitarios de Jules Verne fundiéndose con los forajidos computarizados de Philip K. Dick. Guardo mis recortes de Sealand. Tengo muchos. No estoy seguro de que Sealand exista, pero sí estoy seguro de que hay una gran novela esperando ahí adentro. “Soy un escritor argentino y me gustaría proponerme como historiador oficial de Sealand”, voy a tipear cualquier día de estos en el e-mail de mi computadora portátil y arrojaré mi botella virtual al mar y esperaré a que alguien en Sealand lea mi mensaje y a ver qué pasa. Algo va a pasar. Seguro.

REP

 

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