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El iceberg que omite la cámara sorpresa

Los accidentes de trabajo y la solución que Cavallo nos legó. El mercado laboral y la salud de los trabajadores. El rol playing político en el escándalo de la UOCRA. 

Rodolfo Daer y Hugo Moyano abrazan a Martínez como si fuera Batistuta. El bloque de la Alianza vota mayoritariamente un recorte salarial como si tal cosa.


opinion
Por Mario Wainfeld

t.gif (862 bytes) Los ricos no sólo viven mejor que los pobres. Por añadidura, viven bastante más tiempo. Así ha ocurrido en todos los tiempos y ocurre en todas las comarcas. La primera marca de la desigualdad entre seres humanos es cuánto se vive y cuánto se sobrevive a la enfermedad o al riesgo. Un apologista del capitalismo democrático, Karl Deutsch, escribió hace medio siglo: �La protección de la vida es el primer requisito de actuación de los gobiernos porque el hecho de que la gente viva o muera es una cuestión política. Si dejáramos la vida y la muerte a los votos comprados con plata y a las fuerzas del mercado los pobres y sus hijos morirían como moscas�. En lo atinente a preservar la vida y la salud, cuando el Estado se va queda un espacio vacío que no lo puede llenar la presencia del amigo mercado.
La mortalidad infantil es, ya se sabe, un problema de pobres. Tanto como los abortos sépticos. Y los accidentes de trabajo, en buena medida, también. La Argentina, un país injusto y dual, tiene un porcentaje altísimo de siniestros laborales. En la industria de la construcción, por ejemplo, el año pasado murieron alrededor de 160 operarios, algo así como tres por semana. Las víctimas, por lo común, son argentinos de las provincias situadas al norte de la pampa húmeda, bolivianos y paraguayos. La accidentalidad discrimina tanto como cualquier facho: tiende a reforzar desigualdades preexistentes.
Bien mirados, los riesgos del trabajo hablan del conflicto objetivo de clases más que muchos textos. Nadie desea que ocurran accidentes laborales. Ni los empleadores son sádicos ni los obreros son masoquistas o suicidas. Pero, apremiados por sus respectivas (desparejas) necesidades, los empresarios �ahorran� en seguridad y los trabajadores se arriesgan de más. Los peligros son asimétricos. Si ocurre un albur uno �como mucho� paga con plata y otro con su cuerpo. 
La desnuda lógica del capital empuja a que todos pongan en riesgo la integridad física de los trabajadores. De ahí la necesidad ineludible de la presencia estatal para hacer más romas las aristas del conflicto laboral. Y del capitalismo. 

Made in Cavallo

El régimen de prevención y reparación de los accidentes de trabajo vigente tiene la marca de fábrica de Domingo Cavallo, bajo cuyo reinado se urdió: es economicista, pensado en función de las necesidades de �los mercados�, despectivo de otras variables, insospechado de voluntad social o igualitaria. Siniestro, al fin, porque abandonó en mano de los mercados la salud de muchos laburantes.
Dos designios orientaron su creación: disminuir las indemnizaciones que percibían los trabajadores accidentados (que supuestamente ponían en jaque a la rentabilidad empresaria y aún a la competitividad de la economía) y engordar el mercado de capitales. El paquete vino envuelto en promesas de reforzar la seguridad, prevenir los riesgos, premiar a las empresas cuidadosas con la salud de sus empleados y castigar a las desaprensivas. Una pátina muy finita, culposa e hipócrita que no disimulaba su finalidad esencial. Las Aseguradoras de Riesgos de Trabajo (ART) no mejoraron la prevención, no atenuaron la cantidad de siniestros. Pero sí bajaron las indemnizaciones y consiguieron amasar una formidable cantidad de dinero. Un negocio fenomenal para algunos empresarios, una inyección para los mercados, más y peor de lo mismo para los trabajadores.
El tímido sesgo protectorio armado con las ART exigía un Estado que el propio menemcavallismo hizo imposible: dotado de una burocracia con capacidad de vigilar a las empresas. Funcionarios, inspectores, idóneos, conscientes de sus deberes y bien remunerados, requisitos indispensables si se quiere gente apta para auditar y limitar (esto es, enfrentar) a los más poderosos. Pero hete aquí que el Estado argentino está desguazado, desprovisto de agentes, achicado en función de cálculos de contador que jamás ponderan el valor de la prevención.
Como un hijo no deseado, como fleco último de ese poncho tejido para engordar a los mercados quedó cierto grado de control y cooperación de los sindicatos en materia de prevención. La Superintendencia de Riesgos de Trabajo, organismo del Ministerio de Trabajo que tiene a su cargo el contralor del cumplimiento patronal de las medidas de seguridad no tiene ni por asomo los inspectores ni los recursos técnicos para cumplir con su cometido. Las ART también deben hacerlo pero no ponen mucha libido para lograrlo. Para paliar esas carencias, en verdad insalvables, se autoriza a los gremios a una suerte imperfecta de cogestión. Por ejemplo, la Unión Obreros de la Construcción de la República Argentina (UOCRA) está facultada a verificar el cumplimiento de las normas en las obras en construcción. 
En estos días, las cámaras de �Telenoche Investiga� escracharon a varios empinados dirigentes de la UOCRA �con su secretario adjunto Juan Ladina a la cabeza� traicionando su mandato y su deber, coimeando empresarios para venderles impunidad a cambio de billetes. O sea, para no suplir la imperfecta gestión del aparato estatal y de las susodichas ART.
La cámara sorpresa mostró con crudeza inusual a un gremialista haciendo con los dedos índice, mayor, anular y meñique el inconfundible gesto de pedir �cuatro� (lucas) y quedar pegado para siempre. Como pocas veces también, la denuncia puntual de la corrupción iluminó la parte menos importante del iceberg. Lo que queda oculto, lo esencial no es la inmoralidad de algunos dirigentes desclasados, por decirles poco, sino la estructura de un capitalismo salvaje montado sobre un Estado destruido. Es válida la luz sobre lo anecdótico, pero conlleva un riesgo para quien sólo ve lo que le muestran: encandila si se pretende observar lo esencial, invisible a primera vista.

Un penoso rol playing

La reacción de los actores políticos frente al episodio fue la de un previsible, penoso, rol playing.
El Gobierno festejó el papelón gremial que robustece una de lasestrategias que más complacen a su ideólogo Dick Morris: construir prestigio demonizando a un adversario. Fiel a ese principio, el ministro de Trabajo Alberto Flamarique, que a duras penas podía contener la risa cuando se enteró de la investigación de �Telenoche�, dobló la apuesta y comenzó una auditoría sobre la UOCRA. Su objetivo de mínima es mantener vivo el escándalo el mayor tiempo posible, el de máxima intervenir al gremio.
En Economía se restregan las manos: el episodio convalida ex post su apuesta a la reforma laboral, lubrica el humor colectivo para la desregulación de las obras sociales (otro tema como el de las ART y el de las AFJP pensado en estricta función de los intereses empresarios). Y hasta en alguna oficina se empieza a borronear un proyecto de fondo para pago de despidos con miras a suspender acaso en el 2001 las indemnizaciones por antigüedad y los preavisos que ponen en riesgo la rentabilidad empresaria y hasta la competitividad de la economía. 
Las figuras principales de las dos CGT depusieron enconos e internas y salieron en block a dar un espaldarazo a Martínez. Su intención contenía cierta lógica: contrapesar la ofensiva. Su forma de obrarla fue, por quedarse corto, poco feliz. Los secretarios generales de las dos centrales, Hugo Moyano y Rodolfo Daer, abrazaron a Martínez como si hubiera sido él y no Gabriel Batistuta el autor de dos de los goles argentinos contra Colombia. Y soslayaron todo énfasis, casi toda mención a los corruptos que �en el mejor de los casos para Martínez� lo rodeaban. No pidieron investigaciones, no gastaron una gota de saliva para cuestionar a quienes tan gravemente hirieron el prestigio sindical. Jugaron sólo su partido contra el Gobierno. Autistas, se olvidaron de tomar posición pública y crítica frente a lo que buena parte de la sociedad vio por TV. Esas imágenes se inscriben en un contexto de tremendo escepticismo sobre la dirigencia gremial que dos de sus figuras cupulares nada hicieron por contrarrestar en esta ocasión. La crítica a los corruptos fue monopolizada por el �Perro� Carlos Santillán, un outsider dentro de la estructura sindical.
El menemismo �cuya paranoia se acrecienta en pendant con su soledad política� creyó ver en la investigación una conspiración digitada por el Gobierno. Un peldaño más de una escalada que incluye las citaciones judiciales a sus ex funcionarios sospechados de corrupción, tema en el que el Gobierno sí mete la manito acá y allá. Esa visión �sinárquica�, fabulando un pacto entre los periodistas televisivos y el oficialismo, fue llevada por el gobernador de La Pampa Rubén Marín y el jefe de la bancada de Diputados Humberto Roggero a su reunión con el, azorado ante la sospecha, ministro del Interior Federico Storani.

La enfermedad y el síntoma

La agenda pública y las charlas de café de estos días estuvieron hegemonizadas por la muerte de Rodrigo y el partido de la Selección. Al fin y al cabo, dos clásicos argentinos. La política quedó muy relegada. Dentro de la pobreza la corrupción hecha espectáculo fue su mejor vedette. 
Pero concomitantemente con esos hechos �sin duda más excitantes� se produjeron dos que dejarán más huella: la votación de los diputados oficialistas ratificando el recorte salarial para estatales dispuesto por el Ejecutivo y las sentencias de Cámara que suspenden su aplicación. Fallos que el Gobierno, como hacía su predecesor, desacatará y que la Corte menemista... perdón la Corte Suprema de la Nación casi seguro revocará en línea con los deseos del Ejecutivo. 
¿Es la corrupción apenas un síntoma del modelo o una patología autónoma que lo agrava? Cualquiera que sea la respuesta queda clara que cristalizada en perejiles como Ladina es, en el mejor de los casos, un detalle lateral. 
La escena, la que no iluminan las cámaras sorpresa, acaso porque aburre a fuer de repetida, es otra. La de Ejecutivos gobernando con decretos denecesidad y urgencia, de improbable legalidad. La de parlamentarios oficialistas de perennes manos levantadas. La de una Corte que siempre complace al Ejecutivo. 
Y como fondo, un sistema económico y social del que los accidentes de trabajo, entre otras plagas, son casi, casi, una consecuencia natural.

 

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