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el Kiosco de Página/12


Un chiste argentino (II)

Por José Pablo Feinmann

Ya que este texto se presenta como continuación de uno anterior, creo que es mi obligación usar un viejo recurso de las seriales de los años 40. O sea, resumir el, digamos, capítulo primero. La cosa es así: hay un chiste y, como siempre que hay un chiste, no es casual que lo haya. El chiste existe por algo, expresa algo. Todos saben que Freud –campeón de todas las teorías de la sospecha, de esas teorías que dicen que siempre hay algo detrás de lo que se ve y Freud, perdón por insistir, al descubrir el inconsciente, descubrió lo que está detrás de todas las cosas de este mundo, siempre que uno crea que el inconsciente no sólo existe, sino que es eso que Freud obsesivamente llevó a primer plano– estableció una relación entre todo chiste y el inconsciente. No me voy a meter mucho con eso, pero digamos que, según el enfoque del maestro vienés, un chiste siempre dice más de lo que dice. Es decir, siempre es expresión de algo oculto, no evidente; algo que expresa una zona de no explicitación, que es negada o sofocada, y que se torna visible por mediación del chiste, siempre que sepamos leerlo y explicitar eso que realmente está diciendo. (No escribo esto desde un conocimiento hondo de la obra de Freud. Por desdicha, conozco el psicoanálisis, pero desde el lado de los pacientes. Y una regla de oro para un neurótico aplicado es no leer a Freud, sino escuchar a su analista. Para un neurótico, leer a Freud sería algo así como leer los prospectos de los remedios que un médico le receta: somatizaría todas las contraindicaciones. En suma, si usted quiere curarse su neurosis, dos consejos: Primero: no lea a Freud, confíe en su analista. Si lee a Freud, en un par de sesiones advertirá que sabe más de Freud que su analista y esto acaso fortalezca su ego, pero no habrá de curarlo. Segundo: no lea los prospectos de los psicofármacos que, según todos sabemos, están reemplazando exitosamente a los psicoanalistas. A quienes, no obstante, aún necesitamos: para que nos hagan las recetas. Y tal vez para que nos digan qué contraindicaciones debemos razonablemente somatizar, ya que si ellos no nos los dijeran, leeríamos los prospectos y somatizaríamos todas.)
El chiste argentino del que me vengo ocupando es el siguiente: una mujer de cuarenta años visita al ginecólogo y le dice que aún es virgen. Sorprendido, el ginecólogo le pregunta si nunca ha tenido un amante. La mujer responde que sí, que ha tenido tres. Siempre sorprendido, el ginecólogo pregunta cómo, entonces, es aún virgen. La mujer explica: “Mi primer amante era del Frepaso, y era pura lengua. Mi segundo amante era peronista y me rompió el culo. Mi tercer amante era radical y cuando estaba arriba no sabía qué hacer”. Este es el chiste, nuestra materia prima. Ya hemos analizado las tres modalidades que dice de la política argentina: la izquierda (el Frepaso entendido como ala izquierda de la Alianza) es discursiva, habla pero no hace; el peronismo es tosco, áspero, tal vez brutal; gobierna, pero de un modo arrasador: le rompe el culo a la dama. Y los radicales saben subir, pero no saben gobernar. El chiste dice: cuando están arriba no saben qué hacer. Cosa que remite a los días presentes: todos hablan de la gobernabilidad, y muchos se preguntan si De la Rúa realmente gobierna, si realmente emite a la sociedad una imagen fuerte.
Tratemos, ahora, de avanzar. ¿Qué problema deja irresuelto el chiste argentino? ¿Qué ausencia señala? ¿Qué carencia explicita? Señala, enprimer término, una permanencia: la dama sigue virgen. Y esto no es bueno, no es normal, no es saludable. Que una señora de cuarenta años permanezca virgen no habla de una vida sexual plena, satisfactoria; hay algo ahí que no anda bien. Señala luego una ausencia: ninguno de sus tres amantes ha sabido hacerle el amor exitosamente, ya que los tres la han dejado insatisfecha. De aquí que haya ido al ginecólogo y preocupada le haya dicho: soy, aún, virgen. Hay otro aspecto y es fundamental, ningún amante le ha hecho el amor en la modalidad vaginal. El del Frepaso es un lingüista. El peronista está fijado en la pulsión anal. El radical -indeciso, vacilante– roza los campos siempre infértiles de la impotencia. (Nota sobre la pulsión anal pero-menemista: el chiste argentino, al describir la modalidad peronista, tiene como verosímil la gestión Menem, por cercanía y por relacionarla con cierta devastación del país, cosa que popularmente se expresa como “romper el culo”. Hay un texto de Freud que se titula: Sobre las transmutaciones de los instintos y especialmente del erotismo anal, Obras Completas, tomo XVII. Aquí, Freud escribe que el erotismo anal es sustitutivo. Se realiza en busca de una sustitución. ¿Cuál? La sustitución de las heces por dinero. Conclusión: el menemismo, hasta la caca transformó en dinero. Vulgarmente dicho: hasta de la mierda hizo guita.)
Sigamos. Ninguno de los tres amantes –decíamos– le ha hecho el amor a la dama en la modalidad vaginal. En suma, no sólo la condenan a la virginidad, sino también a la infertilidad. Ninguno puede fecundarla. Ninguno puede darle vida. Ninguno puede darle un hijo. De este modo, la patria es lo que ha sido. Es decir, estéril. Terrible conclusión que uno apenas se atreve a formular, salvo a través de la ficción. De modo que -si se me permite, y espero que sí– no puedo sino introducir aquí la temática decisiva de mi reciente novela El mandato. No es casual que el chiste argentino me haya convocado tanto. Dice lo que dice una trama que vengo trabajando desde hace dieciocho años. El chiste argentino dice: “Somos incapaces de fecundar a la patria. Esta incapacidad la ha tornado estéril. O, más exactamente, ha sido estéril a causa de esta incapacidad. De nuestra incapacidad para amarla bien”. El mandato cuenta la historia del patriarca Pedro Graeff y su hijo Leandro. El patriarca le dice que, al nacer, dejó estéril a su madre, que en consecuencia, le dé un nieto, para reparar esa culpa. Leandro se casa con Laura Espinosa, pero el hijo no viene. Leandro es estéril. Así, le pide a un empleado suyo y de su padre que le haga a su mujer el hijo que él no puede hacerle. La potencia vendrá de afuera. La mujer será penetrada y preñada por Otro. A su vez, un teniente uriburista, al fracasar la revolución, al ver que el Poder va otra vez a manos de la vieja oligarquía probritánica, dice en el tono altisonante de los nacionalistas: “Este país, si no lo fornican los extraños, no tiene vida”. Y esta frase, dolorosa, terrible, expresa la conclusión del chiste argentino. A la dama no han sabido darle vida, fecundarla los hijos del país. Siempre le hicieron mal el amor. De este modo, tuvo una vida histórica subordinada, porque, como dice el sombrío teniente nacionalista, siempre la fornicaron los extraños.
¿Cómo fue expresada esta situación por el lenguaje político nacional? Durante los sesenta y los setenta (al calor de las teorías de la dependencia o del antiimperialismo) una palabra asomaba una y otra vez: penetración. La patria había sido y era penetrada por Otro y ese Otro era el imperialismo. Así, la penetración era la penetración imperialista. La denuncia incesante de la penetración imperialista exigía una praxis de liberación. ¿Qué era la liberación nacional sino la lucha por impedir, por librarnos de la penetración imperialista? Hoy, a comienzos del siglo XXI, luego de muchas luchas, dolores infinitos, fracasos, muertes innumerables, desencantos, democracias que no curaron, no educaron, no sanaron, democracias que fueron instrumentadas para el desmantelamiento del país, para la corrupción, para la obscena frivolidad, democracias que siguen el camino de la obediencia, de la sumisión a los poderes económicos nacionales y transnacionales, el chiste argentino proclama la inexistenciade una posible penetración nacional. Queda en pie la otra. La que se llamó penetración imperialista. La que hoy, si se prefiere, podríamos llamar penetración financiera. O, por qué no, globalización. Queda en pie –en suma– la penetración del Otro. Del que penetra a la dama en exterioridad. Del que la fecunda sin amor. Y acaso sin culpa. Porque quienes debimos amarla bien, no supimos hacerlo

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