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Por Diego Fischerman Ya no sólo ese único último movimiento que Beethoven se vio obligado más adelante a sacar de
la obra por imposición de su editor sino el Cuarteto Op. 130
entero es una de las composiciones más difíciles, que más
concentración exigen y que más dependen de la claridad en
la definición de los planos para poder sonar con fluidez. Y la versión
del Cuarteto Alban Berg fue memorable. La engañosa paz del tercer
movimiento y la simpleza de la danza alemana en el cuarto venían
de un primer movimiento de fuerza inusual y funcionaron como impecable preparativo
para la conmovedora cavatina y para esa fuga final de desnudez desgarradora.
Una fuga que Toscanini, igual que el editor de Beethoven, caracterizaba
como imposible para un cuarteto y dirigía con una orquesta
de cuerdas. El bis, el Andantino del Cuarteto Disonante de Mozart
fue una suerte de remanso después de la tormenta. Y, curiosamente,
el concierto terminó teniendo una cierta forma cíclica que
había sido insinuada por la primera obra, el cíclico y muy
beethoveniano Cuarteto Op. 13 Nº 2 de Felix Mendelssohn. Allí,
también, la precisión apabullante, la fuerza y la claridad
en los planos mostraron una obra de gran complejidad como si se tratara
de la cosa más sencilla del mundo. El grupo conformado por Günther
Pichler y Gerhard Schulz en violines, Thomas Kakuska en viola y Valentin
Erben en cello tocó, entre Beethoven y Mendelssohn uno de los
pocos que tomó el legado de sus últimos cuartetos en forma
inmediata, el Cuarteto Nº 4 de Zbigniew Bargielski, una obra
con momentos interesantes en lo tímbrico, aunque demasiado cercana
al efectismo.
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