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Tosió expulsando sangre por primera vez en agosto de 1924. La tuberculosis, sin cura conocida por entonces, se lo llevó en cinco años y medio, a los 44 de edad. En ese lapso, D. H. Lawrence escribió sin tregua: cuatro volúmenes de poesía, cinco de relatos y cuatro novelas. Y, como siempre, viajó incansablemente de un lugar a otro, de un país a otro, movido por invitaciones repentinas, sugerencias de amigos o la ensoñación de paraísos. Cada vez más delgado y con un rostro que la tisis devoraba poco a poco.
Nunca admitió su enfermedad, a la que llamaba “un problemita de los bronquios”. En una ocasión, por la calle, su aspecto casi fantasmal atraía la mirada de todos los pasante y Frieda, su mujer, le coloreó las mejillas con rouge. Ambos fueron desalojados de un hotel porque la tos del escritor no dejaba dormir a otros huéspedes. En su lecho de muerte dio fin a Pensamientos, libro que contiene algunos de sus poemas mayores: “Negras lámparas de los salones de Dis, /ardiendo en azul obscuro, /dando obscuridad, obscuridad azul, como las pálidas /lámparas de Démeter dan luz, /llévenme entonces, abran camino, guíenme”, dice en “Gencianas bávaras”.
D. H. Lawrence vivía también devorado por la furia. “Soy tan condenadamente violento y autodestructivo –supo confesar–... Me siento como un paralítico convulsionado de rabia... Mi alma, o lo que sea, se siente cargada y sobrecargada del ‘temperamento’ más negro y monstruoso... más viejo me vuelvo, más furioso me vuelvo”. Hay testimonios de ello. H. Gotzsche, el flemático danés que lo acompañó a México, asienta en una carta: “Se conocen sus maneras (las de Lawrence), cómo inclina mucho la cabeza hasta que su barba reposa en su pecho y dice (sin reír) ‘ji-ji-ji’ cada vez que uno le habla. Me corre frío por la espalda cuando lo hace. Siento que en él hay algo insano”. Lo mismo debe haber sentido su perra preferida, a la que golpeó salvajemente por “desleal”: había satisfecho necesidades naturales con un perro.
Se viaja por placer, para conocer otros países, otras culturas, por razones de salud, por impuesto exilio y aun por azar. Es probable que ni el mismo D. H. Lawrence conociera la razón de su constante hacer y deshacer valijas, partir abruptamente de sitios que amó de entrada, alquilar cuartos en hoteles de escasísimas estrellas o ninguna, aguardar trenes en estaciones desoladas, viajar en barcos de equilibrio impresentable, esperar cartas que recibía su ausencia ya, y padecer perpetuamente la falta de dinero. “En un par de semanas no tendré ni un céntimo para comprar pan y margarina”, confió a un amigo. Era famoso, pero pobre. Sólo El amante de Lady Chatterley, de circulación clandestina, le aportó recursos. Pero ocurrió en 1928 y era tarde.
Su breve estadía en Ceilán (ayer), Sri Lanka (hoy) -.seis semanas– es una suerte de paradigma. Sus amigos, los Brewster, lo invitaron a pasar una temporada en la confortable cabaña que habían alquilado en una colina de las afueras de Kandy. Fue amor a primera vista: “Nunca me iré de aquí”, proclamó Lawrence. Se apuraba. El lugar era húmedo, enfermó; sus nervios no soportaban los rumores de la selva contigua, y una mañana descubrió que durante la noche una familia de ratas había hecho casa en su casco de corcho. Odió al budismo entonces, a los “templos guaridas de ratas” de una “religión guarida de ratas”. Se fue, claro.
Había despotricado contra Europa, que consideraba decadente, rancia, terminada, pero sus vagabundeos por Australia, India y México en busca de mundos puros por salvajes le propinaban buenas dosis de nostalgia. “Oh, Dios, estar en Europa, encantadora, encantadora Europa, que él había odiado tan completa y vehementemente, diciendo que agonizaba... Estabaloco”, exclama por boca de Richard Somers, protagonista de Canguro, su novela australiana. En Estados Unidos saltó de Nueva York a Chicago, de San Francisco a Los Angeles, pero lo marcó realmente Nuevo México. Allí se liberó “de la era actual de civilización, la gran era del desarrollo material y técnico. Cuando vi la mañana brillante y orgullosa resplandecer sobre los desiertos de San Luis, algo se puso de pie en mi alma... una parte nueva del alma se despertó súbitamente y el viejo mundo abrió a paso a un mundo nuevo”. En relatos como “St. Mawr”, “La princesa” y “La mujer que se fue a caballo” intentó aproximar, por cruce o choque, el universo blanco al orbe indio. En realidad, exploraba sus propias preguntas sobre “la desintegración blanca”, su civilización “irreal, insustancial, mecánica, en que las palabras carecen de significado”, de la que no se podía mutilar.
Tal vez ése fuera el origen de su errancia y de su rabia. Pero es posible que el más hondo radicara en su voluntad de atravesar con la escritura “el umbral de la psique humana”, una voluntad condenada al fracaso. Quiso capturar un territorio real, pero invisible e intangible. En un cuento temprano, “Eva nueva y viejo Adán”, el personaje Peter comienza a escuchar a “ese ser oscuro, desconocido, que vivía bajo su conciencia entera en la eterna penumbra de la sangre”. El ser que Lawrence deseaba expresar es habitante de la no palabra. No atraparlo es motivo de cansancio o silencio en algunos escritores, de acicate empecinado en otros. En D. H. Lawrence fue alimento de su furia.
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