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"SECRETO Y MALIBU", DE DIANA SZEINBLUM
Mujeres que esperan

Apoyándose en la notable labor de Inés Rampoldi y Leticia Mazur, la coreógrafa presenta en el Callejón de los Deseos una pieza en que hasta los cambios de vestuario producen agradables sorpresas.

Por Silvina Szperling
t.gif (862 bytes)  A Diana Szeinblum le gusta decir que la coreografía de Secreto y Malibú es una creación conjunta con las intérpretes Inés Rampoldi y Leticia Mazur, y se reserva como crédito exclusivo sólo la dirección de la obra. Lo cual, luego de haber presenciado el estreno de ésta, no le resta ningún mérito a su labor. Digna hija artística de Ana Itelman, esta coreógrafa treintañera que trabajó unos cuantos años con Suzanne Linke en Alemania (y cuenta en su haber como intérprete a directores argentinos como Oscar Aráiz, Daniel Goldín, Rubén Szchumacher y Augusto Fernández) cruza a la danza con el teatro en un derrotero de estricta progresión dramática. La obra contó para su realización con nutridos apoyos: la Fundación Antorchas, el Fondo Nacional de las Artes y el Teatro San Martín, dentro de su sistema de coproducciones. Las dos mujeres del título exponen sus penurias y debilidades al público. Y lo hacen de una manera muy divertida. El desparpajo es una de las armas que Szeinblum, Rampoldi y especialmente Mazur utilizan para ganar la complicidad de los espectadores en las distintas escenas.
Ancladas por momentos en imágenes casi quietas, fotográficas (una mujer frente a un ventilador, otra mujer parada sobre el dintel de la puerta, una tomando agua en bombacha y remerita, otra agarrada al tronco de un árbol, las dos aplastadas contra una pared), cada una espera a su manera que el destino o el devenir de la vida la mueva. Mientras tanto, entre estampa y estampa, habitando esa especie de rancho fashion de Starosta y Sivak, Secreto y Malibú bailan. Y cómo. Sacando a relucir las enseñanzas de la compañía Rosas sobre un background a lo Trisha Brown, Leticia e Inés arremeten con todo. Rara vez se ve sobre un escenario porteño la combinación de precisión y soltura de estas intérpretes, apoyadas en un meticuloso ordenamiento del material de movimiento a cargo de la directora.
Es en ese aspecto donde Szeinblum saca buen partido de la herencia Itelman: gracias a su capacidad para presentar una misma secuencia variando su clima, énfasis, sustancia, el espectador puede leer lo que les pasa a estas mujeres y, al mismo tiempo, disfrutar de un gran fluir energético a través de la danza. No obstante, una cierta tendencia a la frontalidad del cuerpo respecto del público lleva a un aplanamiento del espacio escénico que no favorece la generación de un mundo propio. Al mismo tiempo, esa característica, sumada a la forma de ir de una escena a la otra (por corte) le aporta al espectáculo una narrativa cinematográfica que produce una fuerte empatía y una peculiar sensación de paso del tiempo. A ese formato cinematográfico hacen su aporte la banda sonora de Axel Krygier (capaz de mezclar ladridos de perros con guitarras) y la luz de Jorge Pastorino, que lidera las transiciones con maestría.
Un foco de la obra lo constituyen los cambios de vestuario que, lejos de cumplir una función meramente estética, se convierten en protagonistas de diferentes momentos. Cómo un vestido puede cubrir o descubrir la espalda y el trasero de cada una de estas señoritas, cómo una remera y su manipulación se erige en eje de una secuencia coreográfica, cómo unos zapatos de tacón (muy de la Alemania de los 40) son objeto de deseo y riña entre ellas. Pero las palmas se las llevan algunas escenas que, sobre el final, dan sentido a la obra, en un crescendo en que lo kinético y lo dramático se prestan mutuo apoyo: la lucha histérica en que el juego deviene feroz ataque, el plantarse en la tierra y aferrarse a la otra (¿hermana, amiga, colega?) haciéndose literalmente pis, el dejarse llevar por el hombre anónimo que aparece sin anunciarse y las deja tan solas como antes, o tal vez más. Una obra de mujeres que piensan, sienten y se mandan. Con humor.

 

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