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INCAPACES
Por Alicia Oliveira (*)

Alicia Oliveira entregó esta nota a Página/12 antes de que se conociera la noticia de la detención en Roma del represor Jorge Olivera. La publicación del artículo estaba pautada para hoy. Y así se hace. El diario prefirió no actualizarlo para respetar su carácter premonitorio, especialmente por el final.


Durante la dictadura no sólo las personas desaparecieron. También desaparecieron los libros. No sólo los hombres y mujeres fueron asesinados. Los libros fueron quemados en actos públicos y secuestrados y destruidos junto con sus dueños. El saber, el conocer, resultaban peligrosos para la seguridad nacional. Un riesgo sólo para civiles: la casta militar era inmune, porque su límite frente al pensamiento abstracto estaba dado por las obras a las que accedía, por ejemplo Los Protocolos de los Sabios de Sión.
No era fácil educar a los chicos en aquella época. La escuela era una eficiente reproductora de la voz de mando de los militares, que daban cursos en los colegios para que los maestros detectaran a los hijos de los subversivos. Su misión era vigilar lo que los alumnos decían porque en la palabra se advertían los rastros de la subversión apátrida.
Cuando uno de mis hijos estaba en el jardín de infantes, él y sus compañeritos hablaron un día de la actividad de sus padres. Uno decía mi papá es médico, el otro el mío es comerciante, hasta que uno de ellos dijo mi papá es militar. Mariano –mi hijo– le contestó: “Ah, es de esos que matan a los obreros”. En otra oportunidad debía hacer oraciones para las cuales se le daba un artículo y un sustantivo. La maestra, imbuida de los valores de la época, le dio como ejercicio “Los generales...”. Él completó: “Son unos degenerados”. En una ocasión el Ministerio de Educación ordenó a los colegios que el Día del Ejército los alumnos hicieran dibujos para enviar a los hombres de armas. María José –mi hija– se negó hacerlo y expresó que “ellos tienen presa a la gente y la matan”. El más chiquito de mis hijos, Alejandro, cada vez que veía por la calle un vehículo militar gritaba: “Mamá, mamá, ahí va la canalla”. Estas delicias de la vida cotidiana requerían mi presencia casi diaria en el colegio, que al no poder disciplinar a mis hijos pretendía hacerlo conmigo. Era en esos momentos que defendía y ampliaba con vehemencia el certero pensamiento de los chicos, ante el pánico de las autoridades escolares. No podían creer lo que oían y me pedían prudencia porque mis dichos eran peligrosos.
Esta resistencia cotidiana y el hecho de que, con esfuerzo y no sin riesgo, mantuve y amplié mi biblioteca, me produce hoy la alegría de tener tres hijos formados en el pensamiento crítico, libres en sus ideas y en sus acciones.
Como la memoria y la verdad son una construcción colectiva, siempre supe que todo aquello que sabía debía trasmitírselo a otros, no para que lo aceptaran como verdades reveladas sino para que tuvieran elementos que les permitieran formar, libremente, su opinión. Fue así que tomé contacto con una joven y brillante abogada –María José Guembe– y con ella publicamos un ensayo sobre el derecho a la verdad que sirvió como base a los juicios que hoy se tramitan ante la Cámara Federal de la Capital. Recurrimos a bibliografía de las ciencias sociales, que es el lugar de donde emerge el saber, para pedir la tutela de nuevos y viejos derechos. El reconocimiento a nuestra petición se encuentra hoy plasmado en las diversas medidas y en el trabajo serio y metódico que realizó la Cámara Federal.
He leído que dos abogados, Jorge Appiani y Jorge Olivera, uno militar y el otro aspirante a militar –aunque no hizo la carrera– han realizado una presentación sobre el derecho a la verdad en representación de la familia de un militar muerto en la década del ‘70. Para ello han basado su presentación en nuestro trabajo. Si bien me alegra que hayan ampliado sus lecturas –sin limitarse a los Protocolos de los Sabios de Sión– no esmenos cierto que me preocupa la capacidad de ambos para interpretar un complejo trabajo intelectual. Esto no debe entenderse como una descalificación personal. Solo parto de la convicción de que, para que el saber sea erudito, se requiere un largo proceso de estudio, análisis y reflexión. Quienes, como ellos, vivieron en un marco de verdades reveladas, que accedieron a bibliografías muy limitadas, a quienes nunca les enseñaron que el diferente es una persona en la que deben representarse porque la heterogeneidad es lo que hace a una sociedad madura y democrática, carecen de dimensión intelectual para apreciar cabalmente nuestro pensamiento.
Pero su falta de conocimiento no les es imputable. Son víctimas del sistema autoritario en el que se encuentran inmersos. En nuestro ensayo decíamos que al negar el rito del duelo –porque los militares expropiaron los cuerpos al hacerlos desaparecer– se nos había pretendido negar nuestra condición humana. Nuestro trabajo tiene un grave déficit. Debimos decir, también, que a quienes se les negó el acceso al conocimiento –como es el caso de los abogados que nos citan– se los redujo a la condición de incapaces. Por ello, y porque comprendo la ignorancia a la que fueron sometidos, les pido que inicien ese largo proceso del saber que los militares les negaron. Hoy hay muchos lugares en nuestra sociedad para lograrlo. Ya se accede libremente a la información, hoy se recompone la memoria y se han generado espacios para el conocimiento.
Todo esto me lleva a recordar dichos populares cargados de sabiduría. Uno dice: “El que no sabe es como el que no ve que no ve”. Por eso les recomiendo que busquen lazarillo para poder andar el tortuoso camino por el que han ingresado. No vaya a ser que la vaca se les vuelva toro.

(*) Defensora del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires


REP

 

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